Destruyendo un símbolo de paz

Foto marcha

Siguen dando vueltas las palabras del presidente Mauricio Macri: “Ni tengo  idea si fueron 30.000 o 9.000”. “Hubo una guerra sucia”. La periodista del sitio BuzzFeed llevó al presidente a un terreno resbaladizo, en algún sentido desconocido para él y por lo tanto incómodo. Para rematar la idea, afirmó que Hebe de Bonafini, la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, “está desquiciada”. Entre críticas y apoyos, todos nos preguntamos que quiso, en el fondo, decir Macri: ¿Estaba marcando agenda sobre el tema?  ¿Fue un comentario dicho sin demasiada reflexión? (como insinúan desde el gobierno) ¿fue una “mera torpeza”?. Desde luego, cualquiera fuese el caso que originó la respuesta, posiciona al gobierno que preside en un lugar político que, en democracia, se torna al menos preocupante.

La salida de la dictadura y el llamado tema de los derechos humanos, recorrió varias fases, o etapas que se delinearon con distintas improntas, aunque siempre movidas por una misma demanda: verdad y justicia. Los juicios, búsqueda de nietos, punto final, obediencia debida, indulto, reconocimiento oficial por el Jefe del Ejército de los delitos de lesa humanidad, escraches,  espacios de la memoria, derogación de todas las leyes de impunidad, reapertura de los juicios, reconversión de la ESMA, miles de debates abiertos, pero un consenso en el sistema político: la dictadura es parte del pasado y su política es definida como terrorismo de estado.

A ese consenso, no se llegó en un par de meses, como ya describimos arriba. Cuando en 1983, el presidente Alfonsín envió al Congreso un proyecto de ley para derogar la llamada autoanmistía, logró el apoyo del dubitativo PJ en campaña, pero por caso, loslsenadores liberales de la Provincia de Corrientes, defendieron el decreto/ley y la UCeDe, criticó con dureza el Nunca Más. De allí en más, el fiel de la balanza se fue lenta, muy lentamente, inclinando hacia el consenso sobre lo que había significado el accionar de los militares durante la dictadura. Insistimos, terrorismo de Estado, quizás la política de estado de mayor construcción en estos 30 años. En ese debate, nunca hubo una cuestión sobredimensionada en torno a la cifra de personas desaparecidas por la dictadura; ese nunca fue el núcleo duro, sino reconocer que lo que había hecho el Estado eran crímenes de lesa humanidad, ejerciendo el terrorismo de Estado. 30.000 desaparecidos es el símbolo más concreto, más histórico, de esos crímenes. Es, casi, una expresión de vida, sobre algo atroz. Los partidos políticos desde la derecha liberal o conservadora, fueron, aunque con moderación y un convencimiento débil, aceptando ese consenso.

¿Y en la sociedad civil? Los organismos de derechos humanos, hicieron sus pasos fundamentales en dictadura. El principal de ellos, establecer que entre el Estado dictatorial y los desaparecidos, apenas si estaban ellos, especialmente ellas, para pedir aparición con vida. Tal era la debilidad de la sociedad civil frente a la dictadura, que en ocasiones apenas si eran las madres las mediadoras frente a los crímenes. De allí en más, salieron a ocupar ese espacio en la sociedad civil, a medida que se ganaron el reconocimiento de numerosos sectores, muchos de los cuales, le corrieron el cuerpo durante los años oscuros. Ya en democracia la lucha tuvo otro tono, pero siempre el mismo objetivo. Y en ese objetivo, por los 30.000 desaparecidos, nunca, jamás hubo un solo acto de venganza. Ni siquiera cuando se caían los enjuiciamientos de la mano de la obediencia debida o los condenados salían libres por el indulto. Nada. Una trompada a Astiz es lo único que nos viene a la memoria. Es más, cuando se fue abriendo cierto debate en torno de si los desaparecidos eran víctimas o luchadores o mártires, nunca llegó a plantearse entre quienes reivindicaron la militancia de los ´70, pretender un retorno a la lucha armada (Si, ya se, el MTP. Una experiencia afortunadamente breve y aislada, en todos los sentidos). De hecho, no sólo no se planteaba la violencia política como camino a retomar, sino que se generaron diversos cuestionamientos a la opción hecha en los 60 y 70 a favor de ella; en particular si no había existido un grave error en el momento en que esa opción armada debía abandonarse. Sumado a la discusión de quienes fueron secuestrados y perseguidos por la dictadura sin que hubiesen hecho opción por la lucha armada. Un debate amplio que llega hasta el día de hoy. En esa construcción los organismos de derechos humanos, militantes y partidos políticos, fueron generando una relación. Desde luego no todos. El PRO, nunca definió en su trayectoria política, que fuese necesario acercarse a esos actores ni a aquellos temas.

Es así que 30.000 desaparecidos es, decididamente, un símbolo de paz. Desde luego una paz activa, movilizada y polítizada. Como es la paz que rige una sociedad moderna y democrática. Por eso no importa lo que el Presidente Macri pensó o quiso decir con su respuesta; lo que se transmitió sin lugar a dudas, fue una lejanía interminable con el tema. Con menor densidad política incluso que el modo en que ciertos sectores presentaban la “reconciliación” como sinónimo de impunidad, en los 80. Lo cual no deja de arrastrar esta actitud, hacia aquellas aguas, de la mano del discurso macrista, de evitar en todo momento hacer referencia a los conflictos existentes en la sociedad argentina.

“Ni idea”. Una frase de una contundencia demoledora que un presidente no puede darse el lujo de pronunciar. Si se espera ser presidente de la Nación de todos los que en ella habitan, con sus demandas, reclamos, subjetividades e intereses, Macri no puede no tener idea de un tema, uno que nada menos laceró nuestra historia. Si quiere ser presidente, además de ser el responsable administrativo del PEN, no debería apilar en un rincón un grupo de cuestiones presentes en la sociedad civil, pero que no formaron parte de su breve trayectoria política y de su larga carrera empresaria. Hoy el voto popular lo sentó en el sillón de Rivadavia; no importa su historia, ni su pertenencia social. Los símbolos de paz y justicia construidos durante décadas por la sociedad civil, y que llegaron a ser política, no deben destruirse.

 

 

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