¿Quién metió preso a Lula?

 

Muchos dicen “la elite brasileña”, “el poder mediático”, “el poder judicial”. Pero al poner la lupa en el proceso judicial contra Lula, y algunos detalles que son anteriores en el tiempo, surge algo más preciso: en Brasil nació un poder híbrido, que tiene en agentes y agencias judiciales el brazo ejecutor, direccionado políticamente y que -como si fuera una película futurista donde las máquinas se independizan de los hombres- creó sus propias herramientas procesales. Este brazo ejecutor necesita de los grandes medios de comunicación, simplemente porque sin la amplificación y legitimidad que dan estos, aquellos actos judiciales quedarían expuestos como hechos arbitrarios y sin sentido.

Hasta acá, podría ser una interpretación más, discutible como cualquier otra. Pero lo que queremos mostrar es que esta construcción de un poder paralelo al democrático, de claro signo autoritario, fue una acción deliberada y planificada.

A los hechos:

El juez federal de primera instancia de la ciudad de Curitiba, Sergio Fernando Moro, fue quien llevó adelante el proceso contra el ex presidente Lula Da Silva. Moro lo sentenció a 9 años y medio de prisión en julio de 2017 por los delitos de “corrupción pasiva y lavado de dinero”. La sentencia fue ratificada y aumentada a 12 años por el Tribunal Federal Regional 4 de Porto Alegre, en enero de 2018. Finalmente, el Supremo Tribunal Federal negó el Habeas Corpus presentado por la defensa de Lula y el 5 de abril, todo volvió a Moro quien decretó la prisión para el ex presidente.

Vamos para atrás.

En septiembre de 2016, el Ministerio Público Federal de Curitiba, en una conferencia de prensa, había mostrado un PowerPoint donde Lula aparecía como el jefe de una red de corrupción que se desparramaba en prácticamente todo el estado nacional. La palabra LULA ocupaba el centro del gráfico y le llegaban flechitas de todas las acusaciones posibles: “Enriquecimiento ilícito”, “perpetuación ilegal en el poder”, “gobernabilidad corrompida” y muchas más. Durante un año y medio se divulgó esa acusación como verdadera en los grandes medios de Brasil. Ya con el juicio en marcha, el Ministerio Público y el juez Moro debían mostrar las pruebas que tenían contra Lula.

Pero el gigantesco PowerPoint que había impactado en la opinión pública quedó reducido a una acusación puntual y mínima: Lula sería el dueño de un departamento en el modesto balneario paulista de Guarujá, el cual habría sido una coima de la empresa constructora OAS a cambio de contratos con Petrobras.

A partir de esa acusación, el juez Sergio Moro debía lograr demostrar que a) el departamento era efectivamente de Lula y b) que era un retorno por obra pública.

Lula dio testimonio frente a Moro dos veces. Una en mayo y otra en septiembre de 2017, ambas disponibles en YouTube. El intercambio (si bien es falsa la infantil reconstrucción que circuló por internet) muestra a Lula pidiendo pruebas y rechazando que el departamento sea suyo, en forma sistemática.

La “prueba” central presentada por Moro para condenarlo a 9 años y seis meses no fue ni un título de propiedad, ni pruebas de que Lula utilizó el lugar, ni movimientos extraños en sus cuentas bancarias, ni alguna evidencia de que ese departamento era una coima a cambio de un contrato específico entre la empresa y el estado. La única prueba fue la declaración de un condenado y “arrepentido”, Leo Pinheiro, ejecutivo de OAS.

El testimonio de Pinheiro fue un largo trabajo de tortura para que un secuestrado diga lo que quiere el captor. Veamos. En noviembre de 2014, Pinheiro fue procesado y puesto en prisión preventiva por Moro durante cinco meses bajo la acusación de “corrupción y lavado de dinero”. Recién en abril de 2015 le otorgan la prisión domiciliaria. En 2016, es condenado a 16 años de prisión. Hasta ahí, todo normal. Pinheiro en ningún momento del proceso y juicio involucró a Lula.

Ya condenado, Pinheiro negocia con el Ministerio Público una “delación premiada”, es decir, nombrar a otro que haya cometido delitos a cambio de una pena menor. En esa primera delación Pinheiro vuelve a negar que el departamento haya sido una coima para Lula. Unos días después, el Ministerio Público suspende las negociaciones y el juez Moro lo vuelve a meter preso. Recién en abril de 2017 Pinheiro negocia una segunda delación premiada donde ahora sí dice que el departamento era un soborno para Lula. Y no aporta más pruebas que su palabra. Unos meses después, Pinheiro recibe el pago por su testimonio: de 16 años de condena, pasa a una de 3 años y 6 meses en régimen semi abierto. En síntesis, durante dos años y medio, Pinheiro va preso dos veces, hace dos delaciones contradictorias y sólo después de involucrar directamente a Lula la justicia lo premia con una enorme reducción de la pena. Este testimonio es lo único concreto que tiene Moro para condenar a Lula.

Las demás “pruebas” del juicio son irrisorias: una visita de unos minutos al departamento con su mujer (que el mismo Lula nunca desmintió), y unos boletos de compra sin firma. Cabe aclarar que en el juicio Lula admitió que su mujer quiso comprar el departamento, pero que al final esa operación nunca se concretó. Pero incluso si hubiera existido la compra, el juicio debía demostrar no sólo la titularidad del departamento, sino que había sido un pago en “especias” de una coima. Ninguna prueba se aportó en ese sentido.

Hasta acá, un mamarracho jurídico, imposible de explicar. Pero lo que está en curso en Brasil es mucho más que el arrebato de un juez embriagado de poder. Se trata de un cambio en el orden legal trabajado con esmero, que cuenta con antecedentes internacionales, objetivos políticos precisos y un apoyo irrestricto de los principales medios de comunicación. Hay que ir hacia atrás.

Moro estudia al Mani Pulite

En el año 2004, mucho antes de soñar con meter preso al mayor dirigente político de Brasil, un joven Sergio Moro publicó un pequeño estudio donde resumía sus pareceres sobre el célebre caso Mani Pulite en la Italia de los años 90. Allí, en forma sintética, clara y precisa, Moro detalla el plan de acción que diez años después le permitiría destruir el sistema político de Brasil. El artículo fue publicado en la revista del Consejo de la Justicia Federal, órgano que centraliza “informaciones estratégicas sobre la Justicia Federal” y promueve investigaciones académicas, encuentros, reflexiones, etc. Un think tank del corazón del poder judicial de Brasil.

En Consideraciones sobre el proceso Mani Pulite, Moro señala que el proceso italiano fue un “momento extraordinario en la historia contemporánea del poder judicial”. En apenas dos años, “2.993 órdenes de prisión habían sido expedidas; 6.059 personas estaban bajo investigación, incluyendo 872 empresarios, 1.978 administradores locales y 438 parlamentarios, de los cuales cuatro habían sido primeros ministros”. Moro advierte que semejante efectividad y rapidez se explica por la utilización masiva de la figura de la “delación premiada”, por la cual un acusado o condenado por un crimen puede llegar a un arreglo para reducir su pena a cambio de involucrar a un tercero. El juez admite que esta figura está floja de papeles. La principal objeción es su “reducida confiabilidad”, puesto que “un investigado o acusado sometido a una situación de prisión podría, para librarse de ella, mentir respecto al involucramiento de terceros en un crimen”. Algo bastante obvio.

Para defender el uso de la delación premiada, pone un reparo jurídico muy importante que luego no aplicaría trece años después con Lula: “lo apropiado aquí no es la condena del uso de la delación premiada, pero sí tomar el debido cuidado para obtener la confirmación de los hechos por ella revelados por medio de fuentes independientes de prueba”. Esas “fuentes independientes de prueba” fue lo que Lula exigió sin suerte en las dos declaraciones que hizo frente a Moro en mayo y septiembre.

Pero el artículo de Moro no era sólo el llamado a utilizar una herramienta judicial de dudosa legitimidad, sino una hoja de ruta política. La intuición de Moro llega muy lejos y advierte que necesita de un aliado indispensable para importar a Brasil lo que se había hecho en Italia: los medios de comunicación. El juez lo escribe sin medias tintas: “La publicidad concedida a las investigaciones tuvo el efecto saludable de alertar a los investigados potenciales sobre el aumento de la masa de informaciones en las manos de los magistrados, favoreciendo nuevas confesiones y colaboraciones”. Propaganda y detenciones preventivas aparecen como una sola cosa, como un conjunto de acciones superpuestas que terminan de crear un nuevo modelo de justicia, cerca de Black Mirror y lejos de las garantías constitucionales. Un universo arbitrario que Moro llama círculo virtuoso: “Las prisiones, confesiones y publicidad concedida a las informaciones obtenidas generan un círculo virtuoso, consistiendo en la única explicación posible para la magnitud de los resultados obtenidos por la operación mani pulite”. Es decir: a la herramienta de la delación premiada, donde un acusado es detenido hasta que confiesa lo que quiere el investigador, se le agrega una cobertura mediática alimentada con información desde la misma justicia, para darle legitimidad social en la opinión pública.

Ya conocemos el resultado histórico del mani pulite: de las cenizas del sistema político italiano no surgió una democracia más plena libre de corrupción política sino…¡Silvio Berlusconi! Es decir: a la corrupción política italiana, el empresario de medios le agregó hegemonía comunicacional. Es decir, un orden más corrupto. El proceso de Lava Jato no puede terminar distinto porque, al final, no se trata de una reforma política o de un cambio social, sino de una oleada punitivista, de castigos “ejemplificadores” al estilo medieval, que sólo pueden generar vacío político y la reconstrucción de un orden jerárquico. Queda por ver si Lula y las fuerzas progresistas pueden escribir otra historia.

Foto.

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