Un asado con la Generación Dorada

 

El nuestro es un país alimentado a nostalgia en feedlot. En efecto Argentina es una nación  que todavía está en proceso de metabolización de sus 90, sus 70, sus 55, sus 45, su Centenario, su  Granero del Mundo y su Revolución de Mayo. Sus exilios de Gardel, sus sin vencedores ni vencidos y sus me cortaron las piernas. En el Río de la Plata te encontrás una épica a la vuelta de la esquina, y la idea de una Buenos Aires mítica y atemporal paga su peso en oro, como supieron entender Borges y Mujica Lainez. Y Roberto Arlt, Discépolo, Dolina, Fontanarrosa, Charly García y hasta los creativos de TyC Sports que todos los mundiales sacan alguna publicidad lacrimosas. En fin, gran parte de nuestro panteón cultural más sólido se ha formado en el untuoso tropo de la saudade. Próceres tangueros que se las daban de recios compadritos y en realidad se la pasaban llorando en síncopa por el farol del barrio, la colonia barata del conventillo y la vieja. Pobre la vieja querida, cuántos disgustos le daban. Una República condenada al color sepia.

Bajo aquella clave rumiante es que debe analizarse el capítulo de Río 2016 de esa duradera saga que fue la llamada Generación Dorada. Luego de la derrota contra Estados Unidos en cuartos de final se nos vino la sensación que el largo presente que tuvimos con estos jugadores de básquet se volvió pasado (más allá de varios signos que nos dieron que se estaban envejeciendo y que alguna vez el baile se iba a terminar). Es como que hasta ahora siempre estaban ahí, cercanos y campechanos, listos para para doblegar a las potencias. Podía bajarse alguno de una convocatoria pero el concepto estaba. Mas ahora es evidente que ha comenzado la transición final y bien vale detenerse un poco a pensar el proceso que se apaga.  La Generación Dorada hizo sus primeras armas en algunas competencias juveniles de los tardíos 90 pero tuvo su debut “oficial” -con contornos más delineados- allá por agosto del 2001. Aquel año se jugó el Premundial en la ciudad de Neuquén y todos los que asistieron a los partidos, observaron sin necesidad de demasiado conocimiento técnico que algo grande se gestaba con con ese equipo talentoso y disciplinado. Muy loco todo porque cuatro meses después de aquella presentación en sociedad  el país volaba por los aires.

Verbigracia de corralitos y cacerolazos, poco quedó para la épica en aquellos meses devastadores donde vimos derrumbarse a las Torres Gemelas  y a la Alianza honesta y convertible. Para aquellos que les tocó ser adolescentes durante el menemismo el 2001 significó un áspero rito de pasaje a una vida adulta caótica. Fue duro el oficio de ganarse los primeros pesos, terminar la carrera universitaria, practicar deporte en aquellos meses donde se votaba con salchichón primavera, polvo de Ántrax y caricaturas de Clemente. Mientras el sueño pequeñoburgués de ascenso social se desvanecía en aquellos que preferían lavar copas en Ibiza a estudiar en la UBA rivadaviana el sueño -un poco racista, un poco positivista, un poco decimonónico- de abrirse al mundo resistiría en aquel equipo dirigido por Magnano. Pepe Sanchez, el Colo Wolkowyski y luego los otros fueron invitados por vez primera al boliche globalizado y moderno de la NBA de Magic, Pipen y Paenza (algo que al argentino promedio  le había empezado a importar mucho a partir de la expansión de la televisión por cable y la presencia de Michael Jordan en los años locos del 1 a 1).

Luego la locura del 2002. Viaje al Centro de una tragedia pesificada en Puente Peyrredon.    La Argentina de Duhalde y una suerte de Invención de Morel cartonera en dónde los sectores medios y populares transitaron el éxodo social y macroeconómico lo mejor que pudieron. En momentos de trauma como aquel, las sociedades del siglo XX y XXI se aferraron al nacionalismo como sanguijuelas al glóbulo rojo (incluso en desmedro de otras posibles relatos aquellos brindados por el clasismo o el milenarismo). En ese marco, el deporte siempre estuvo ahí para reforzar un poco el temple nacional y el 2002 también fue un año de mundiales, una oportunidad única para redimirse y exorcizar demonios y miserias al grito de gol.

La cosa con el fútbol venía bastante aspectada con la llegada a Japón de un Bielsa con su ciclo a punto caramelo. Pero luego historia conocida: miles de centros inocuos del Piojo López, corners en slow motion de la Brujita y debut y despedida. Paradójicamente, la búsqueda terapéutica del éxito deportivo redundó en mayor dolor para un país en bancarrota.  La redención (si tal cosa era posible en esos aciagos meses de deuda social) llegaría de la mano de la pelota naranja. Aquel loco 2002 también fue el año de explosión del equipo de Magnano.

En el Mundial de Indianápolis, Argentina obtuvo el segundo puesto (en una final perdida frente a Yugoslavia a partir de un confuso episodio que incluyó una flagrante falta a Sconochini no cobrada por el árbitro (1)). Pero sin dudas que el clímax se dio el 4 de septiembre cuando venció a los Estados Unidos. Fue la primera vez que un equipo FIBA (léase mortal) le ganó al combinado de jugadores NBA. Y si bien el Dream Team ya no era igual al único e irrepetible conjunto de Barcelona 1992 y habían mostrado signos de rendimiento decreciente, lo cierto es que los primeros que les asestaron el golpe, y de locales, fueron los argentinos.

Como olvidar aquel día, la ventaja inicial de los gauchos y la sensación que transcurrían los minutos y la cosa seguía gananciosa. Que la hegemonía de “los del Dream Team se enojan y te lo levantan” estaba tambaleando y que la gesta del más débil estaba al fin por cumplirse. Los guarismos finales marcaron un sorpresivo 87 a 80 para los del Cono Sur.   Aquel día en el Conseco Fieldhouse murió tal vez uno de los invictos más impactantes del deporte y lo lograron unos pibes con pinta que podían caerte a un asado y pedirte “a mi la molleja sacámela crocante”. Super atletas de un nivel superlativo pero también muchachos de esos que pueden estar en tu grupo de whatsapp mandando chistes verdes. Aquel 4 de septiembre del 2002 generaciones de argentinos criados en un insoportable autoflagelo Lanatesco tuvimos frente a la tele nuestra revancha, nuestra Batalla de las Termópilas. Ganarle al mejor siendo mejor, sin contrafácticos, sin teorías del complot, sin Telenoche Investiga. Victoria sin sociología enojada de Sebreli.

El éxito deportivo más importante del equipo llegó dos años después, en los Juegos Olímipicos de Atenas 2004 donde ganó la medalla de oro. Junto con el fútbol, cortaron con una sequía de décadas sin medallas doradas. Aquel Juego Olímpico comenzó con el que tal vez haya sido la cúspide de la Generación Dorada, la revancha frente a Serbia, palomita incluída de Manu Ginbóbili. En un acto de 4 segundos estos muchachos hicieron por el relato nacional del siglo XXI más que Pacho O’Donell, Felipe Pigna y Luis Alberto Romero juntos. Después la yapa, volver a doblegar al gigante del país del Norte (armado hasta los dientes para la revancha) y calzarse la de oro en una final de baja intensidad frente a Italia. Y, de nuevo, la sensación tan tangible que cinco de tus amigos habían hecho historia. Que gente normal y que juega con vos todos los jueves Fútbol 5 de pronto había dejado a Allen Iverson y  Lebron James haciendo pucheros.

La Generación Dorada logró una alquimia rara en la que convivieron los valores colectivos y solidarios (la mentada “derrota digna de Los Pumas”) junto con un éxito deportivo inédito. Ganar, golear y gustar con lo colectivo como complemento y sinergia de lo individual. Se escribió allí la página más sentida del Guardiolismo Bilardiano que todo analista del deporte argentino lleva adentro. Una idea sofisticada de juego defendida con la enjundia básica de un Caruso Lombardi. Un recorrido deportivo válido de ser analizado tanto por su concepto como por sus resultados, la pesadilla de Angel Cappa.

De alguna manera en Río 2016 se acaba un gigantesco asado de quince años que nos comimos todos. A veces, el “Estado Nación” y sus límites se reduce a eso, a tomarse un gancia con tu viejo mirando un partido de alguna selección argentina. La frontera a proteger es la del sillón donde apoltronados vamos por el tenis, el volley, el handball y algún otro deporte extraño que solo saben practicar bien algunas ex repúblicas soviéticas alimentadas a pan duro y anabólicos. Que se vaya la Generación Dorada es, como nunca, el final de una especie de viaje de egresados. Éxito real frente a equipos que durante décadas nos habían poco menos que humillado a fuerza de superioridad de centímetros y precisión. Con Manu Ginóbili, Luifa Scola y el Chaṕu Nocioni la eugenesia tocó por un par de años para el lado de los perdedores. Para un país autoinmune como el nuestro, que te encuentra una grieta hasta en el héroe más intachable y que tiene el agrio “Ay Patria mía” a flor de piel, la Generación Dorada resultó un alivio.

 

(1) Error que ulteriormente fue reconocido por el árbitro.

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