Cuando no hay sentencia que venga bien

No les bastaron en 12 años los votos obtenidos en elecciones presidenciales. Con Néstor Kirchner, porque no pudo revalidar en un balotaje el famoso 22,24% con que secundó a Carlos Menem en la primera vuelta de 2003. Con Cristina Fernández, primero por la pavada –peligrosísima como terminó resultando– de la “legitimidad segmentada”; y luego, porque el 54,11% que la consagró en 2011 era, en realidad, demasiado poder. Lo cual invalidaría su triunfo. Dos años después, parece que un 32,64% de los votos tampoco satisface.

No les bastan las leyes que sanciona el Congreso de la Nación. Porque han dispuesto –en base sepa Dios a qué criterio– que el hecho –normal en cualquier sistema democrático del mundo moderno– de la existencia de bloques legislativos oficialistas alineados al gobierno con que comparten proyecto político implica una disfuncionalidad institucional. Y a eso, encima, lo llaman, en el colmo del irrespeto, escribanía. Pese a que cuando uno estudia el relevamiento de las leyes de países del, así denominado, primer mundo, se encuentra con que prácticamente la totalidad de ellas nacen de proyectos del respectivo poder ejecutivo en cada caso.

Dicen que por más que una ley haya sido sancionada bajo todas las formalidades de la legalidad vigente, a cualquiera que se sienta afectado por ella le asiste el derecho de discutir ese asunto en los tribunales. Como si hiciera falta, para que una perogrullada de semejante calibre sea cierta, que lo afirmen ellos. Ahora que también han perdido en ese territorio, resulta que tampoco vale. Y el que, hasta hace pocos meses nomas, era considerado el garante último de la vigencia de la democracia republicana, ha devenido en delincuente común sólo a partir del comentario liviano de una maniática desquiciada cualquiera con escasísimo rango de representatividad.

Los datos, desprovistos de cualquier procesamiento analítico subjetivo, hablan de un sistema institucional, medido en relación a lo que se consideran parámetros ideales en la materia, bastante sólido. Si agotadas todas las instancias del mismo el descontento continua, y encima adquiere rasgos violentos, quizá cabría preguntarse si los que están levantados contra el Estado de Derecho no son quienes en cambio venden profesar un culto cuasi religioso de sujeción a sus términos dispositivos.

Hagamos el esfuerzo de no desconfiar de nadie. A lo mejor no tenían idea del verdadero significado de la ley (no de la 26.522, de Servicios de Comunicación Audiovisual; sino en general). Bienvenidos a ella, pues. Es esto.

Tienen, obvio, la chance de modificarla si nos les agrada. Pese a que tal cosa les molesta cuando viene impulsada desde el campo popular. Marcelo Leiras afirmó en Le Monde Diplomatique que “el primer síntoma de la madurez de los partidos argentinos fue la disposición a aceptar los resultados de las elecciones aún cuando fueran adversos”. Hablaba de los ’80. Ahora no nos referimos solo a comicios, pero vale la cita, enseña, como guía de conducta. Cuestiones, códigos que se han perdido.

Mientras dure lo actual, sería conveniente que la corten con eso de romper todo cuando pierden.

Acerca de Pablo D

Abogado laboralista. Apasionado por la historia y la economía, en especial, desde luego, la de la República Argentina.

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