Epitafios: Raúl Alfonsín (1927 – 2009).

«Vamos a vivir en libertad, de eso no quepa duda. Como tampoco debe caber  duda de que esa libertad va a servir para construir, para crear, para producir, para trabajar, para reclamar justicia -toda la justicia, la de las leyes comunes y la de las leyes sociales-, para sostener ideas, para organizarse en defensa de intereses comunes y los derechos legítimos del pueblo, y de cada sector en particular. En suma, para vivir mejor, porque, como dijimos muchas veces desde la tribuna política, los argentinos hemos aprendido, a la luz de las trágicas experiencias de los años recientes, que la democracia es un valor aún más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura […] Y si al cabo de nuestros mandatos hemos cumplido con aquellos grandes fines del preámbulo de la Constitución, que alguna vez nos hemos permitido recordar de viva voz, como ofreciendo a la gran Argentina del futuro nuestra conmovida oración laica de modestos ciudadanos, entonces, como lo hemos dicho en más de una ocasión, nada tendremos que envidiar a los grandes personajes de nuestra historia pasada, porque esta generación, la nuestra, tan hondamente agitada por las luchas y las frustraciones de este tiempo, habrá merecido de su posteridad el mismo exaltado reconocimiento que hoy sentimos nosotros por quienes supieron fundar y organizar la República. Con el esfuerzo de todos, en unión y libertad, que así sea.»

 

Raúl Alfonsín, Mensaje inaugural ante la Asamblea Legislativa, 10 de diciembre de 1983.  

 

Siempre fui malo para los epitafios, en parte porque todavía no he elaborado del todo  la idea de mi propio e inexorable final, y en parte por mi escasa afinidad con el género biográfico tradicional. Como paradójico corolario de ello, desarrollo mejor las relaciones causales entre los procesos sociales y sus resultados, que la aparentemente más simple semblanza de las personas en tanto individuos particulares.

No obstante, hay personajes que, por su impronta, encarnan por derecho propio un tiempo histórico, y ese es el caso de Raúl Ricardo Alfonsín, quien falleciera ayer, martes 31 de marzo de 2009, a las 20: 30 horas. Seguro como estoy de que otros harán sus homenajes -y de que los harán mejor, a la distancia-, no puedo, sin embargo y contra todo consejo, pasar esta fecha en silencio.

El por qué de esta extraña deuda es difícil de desentrañar, incluso para mí. Nací en 1978, el año de nuestro infausto mundial de fútbol, y realicé mi entera formación educativa en el sistema de enseñanza pública diseñado por el alfonsinismo. Tuve por docentes a sus más destacados exponentes intelectuales, incluso desde el bachillerato, donde me guió la mano siempre abierta de Raúl Aragón, pero especialmente en la Universidad, bajo la tutela  de profesores como Hilda Sábato y Luis Alberto Romero. En cierta incómoda medida, yo también soy un producto de ese tiempo.

La magnitud del acontecimiento quedó fuera de discusión tan pronto se conoció la noticia: diarios del país, de la región y del mundo entero la recogieron en sus portadas, y varios canales de televisión colocaron una señal de luto en su banda televisiva. Señal de luto que el gobierno refrendó, al declarar tres días de duelo nacional por la muerte del veterano dirigente.

¿Qué dijeron? Mientras que los medios argentinos -nótese la semejanza entre ClarínPágina 12, La Gaceta La Nación en este punto- ponderaron el lugar de Alfonsín como primer presidente del ciclo democrático inaugurado en 1983, que llega hasta nuestros días, los periódicos españoles destacaron especialmente su papel en el acontecimiento que será, probablemente, el epítome de su esquivo legado, a saber, el Juicio a las Juntas Militares -tal es el caso de El País y de El Mundo-. Este último medio no dudó en afirmar que «el primer acto de su gobierno fue ordenar el Nüremberg argentino».

En el plano interno, la muerte de Alfonsín no pudo pasar inadvertida para los principales dirigentes políticos, quienes, por una vez, produjeron algo parecido a ese elusivo y algo engañoso consenso que tanto se les reclama. Así, pudimos ver a referentes tan distantes como Néstor Kirchner, Elisa Carrió, Fernando De La Rúa (sí, ese mismo…), Mauricio Macri, Gerardo Morales, Eduardo Duhalde, Carlos Menem, Cristina Fernández y Julio Cobos, entre otros, rendir un común homenaje a la figura del difunto presidente. Casi todos, de manera sorprendente y hasta reiterada, coincidieron en la fortaleza de sus convicciones.

Este fenomenal consenso en torno a la trascendencia de Alfonsín tiene, indudablemente, un fuerte trasfondo contemporáneo. No ya porque su fallecimiento coincida con el veinticinco aniversario de la democracia que supimos conseguir, sino también por la profunda conciencia, que se extiende entre nosotros, respecto de sus cuentas pendientes desde 1983 a la fecha. Conciencia que el propio Alfonsín fue desgranando en los diversos homenajes -el más reciente, en octubre pasado-  que se le hicieron con motivo de aquellos días con que quedará identificado por siempre su nombre, a saber, los días de la recuperación de nuestras libertades públicas. Por sólo mencionar un aspecto, aquella institucionalidad de la que se esperaba que, arrolladora, triunfase sobre los intereses sectoriales para edificar una social democracia moderna con alternancia de partidos quedó reducida, veinticinco años después, a la mera celebración de las continuidades posibles -en primer lugar, la de un régimen político que sigue ganando en años la fortaleza que no obtiene de sus representados, ganados por el desencanto-, y a la preocupación formalista por los procedimientos como fines en sí mismos -algo muy lejano al ideario del primer alfonsinismo, largamente más ambicioso-.

Señalar, luego de veinticinco años, que el mérito principal de nuestra democracia reside en los parámetros de su supervivencia suena demasiado posibilista, aún para Alfonsín. Es la marca indeleble de un fracaso, no porque sea inútil o innecesario, sino porque es a todas luces insuficiente. Constatar con exitismo que desde 1983 «no hubo ni habrá más presidentes de facto» supone reconocer la derrota fáctica de las ideas del 83.

¿Qué supuestos comportaba este ideario? En primer lugar, ya se ha dicho, la esperanza de revertir el ciclo de conflictividad a partir de su encauce institucional. En segundo término, la impresión, por parte del alfonsinismo,  de un amplio consenso societal sobre el papel del Estado como garante del interés general frente sectores económicos, corporaciones y particulares. En último término, que la reponsabilidad de los políticos profesionales -de los cuales Alfonsín fue, a la vez, un pionero y un promotor- residía en contener los conflictos en el margen estrecho de los pasillos estatales, desmovilizando activamente a la sociedad como mecanismo para evitar enfrentamientos.

Como agudamente observó Escriba hace poco tiempo, estos conceptos estaban presentes en su totalidad ya en la campaña de 1983, y recorrieron la gestión de Alfonsín, así en las buenas -el Juicio a las Juntas- como en las malas -el Punto Final, la Obediencia Debida, las Pascuas de abril del 87, y la lista sigue-. Escriba insiste en esto:

«La tragedia de Alfonsín, de algún modo, ya está pautada por su campaña electoral. Quien cree que los políticos profesionales son apenas mediadores entre la ciudadanía y los actores «corporativos», que la movilización es negativa, que siempre será peor lo que pueda pasar si se dice «no» que si se entrega —una idea fatalista de la ética de la responsabilidad, el «teorema de Baglini»— tiene más posibilidades de terminar como terminó Alfonsín. En la cola donde se paga la cuenta de las decepciones y las deudas de la democracia.»

En cualquier caso, resulta válido concluir, de manera provisional, que el alfonsinismo despertó, como proyecto y como gobierno, esperanzas de una magnitud similar sólo a las decepciones que produjo. Inauguró un tiempo -el nuestro- que derivó, tras peripecias diversas cuyo relato excede el propósito de estas líneas, en una suerte de retorno al punto de partida: el sentido de la democracia -ya que no su continuidad- sigue en juego cada día en el que, desde su mero amparo, no se come, no se cura, o no se educa.

Ezequiel Meler,

http://ezequielmeler.wordpress.com/

7 comentarios en «Epitafios: Raúl Alfonsín (1927 – 2009).»

  1. No subestimes la importancia de la continuidad.
    Nunca me voy a olvidar la frase de nosequien, «Manzanito vos estas en todas las listas» en el 87.
    Si hubiese habido un golpe en ese momento, el baño de sangre habría sido dantesco.
    PD: Yo yambién fui alumno de Aragón en el 73.

    1. Mariano T.:
      No la subestimo, al contrario. Figura a la cabeza de todos los balances que hice en diciembre en este mismo espacio. A veinticinco años, no obstante, y pese a que se reconoce un enorme avance en la consolidación de los derechos políticos, se vuelve patente que la ausencia de «los otros derechos» (los económicos y sociales) en cierta medida vulnera el sentido y el propio logro de la perduración, e incluso conspira contra esa continuidad. Y esto por no decir que, desde 2001, hemos entrado (todos, con los partidos tradicionales a la cabeza) en un ciclo de juego político institucional bastante distinto, pero ese es otro tema, que le dejo al politólogo que lo quiera agarrar.
      PD: Un grande, Aragón. Otra cosa que compartimos.

  2. Ezequiel:gracias por recordar a Aragon, un grosso, lo tuve como profesor en el 72 y todo lo que se de historia argentina se lo debo a el.De Alfonsin hoy no puedo hablar, me entristece su muerte y se me mezcla con muchas cosas personales.Creo que como politico tuvo aciertos y errores, pero me llama la atencion la movilizacion afectiva que su muerte esta provocando en gente de mi generacion.¿Videla y Massera son eternos?

    1. Helena, es cierto: nos ha pegado a todos, incluso a quienes se niegan a admitirlo. El Gallego entró, pese al estrepitoso fracaso de su Tercer Movimiento Histórico, en la lista de Yrigoyen y Perón. Más adelante, espero, podré postear algo más preciso sobre su gobierno: hoy no era el día para eso.
      En cuanto a tu pregunta, si Videla, Massera y Martínez de Hoz son eternos, Alfonsín lo es también. Hay cosas que no podemos dejar atrás.
      Un abrazo
      EM

  3. Decir «el Nuremberg argentino», como dice el periódico español El Mundo, dota de una estatura y un ascendente moral a quien haya participado en su gestación y materialización que sinceramente debe henchir el pecho.

    Pero, con toda la enorme potencia que el término tiene, «Nuremberg argentino», apelando a todo el simbolismo que tuvo repetir la proeza de juzgar a los jerarcas de una dictadura tremenda por lo sanguinaria y lo abusiva, me permito pincelar dos diferencias que considero sustanciales:

    – la primera es que a Hitler se lo votó, y a Videla & Cía no (aún cuando siempre se habla de los apoyos que había cosechado el golpe del 76 entre ciertos sectores de una clase media mucho más vasta que la actual);

    – la segunda, última pero más importante, es que el Nuremberg fue promovido y ejecutado por las potencias vencedoras de la guerra. Mis respetos al pueblo y, en la fecha mi minuto de silencio, al líder de ese pueblo que JUZGÓ A SUS PROPIOS DICTADORES sin ninguna intervención externa.

    1. Contra: Ningún voto legitima un genocidio. Los derechos son irrenunciables. No por nada los nazis les sacaban el pasaporte a los deportados, y los milicos les ponían números a los detenidos. De todos modos, vale.
      La segunda aclaración es, creo, especialmente pertinente, en la medida en que seguimos siendo un paradigma en el tema. Y marca una continuidad -y alguna flaqueza- en el presente.

    2. En efecto, ningún voto legitima un genocidio y mucho menos si en ese voto se incluyen colectivos que no van a ser afectados en forma directa por el genocidio. Exempli gratia los alemanes no judíos.

      En efecto puede haber diferencias objetivas entre mis dos consideraciones. Nunca busqué que tuvieran peso relativo similar. Pero ambas SON y ahí están (aún considerando la zaga de ilegitimidades institucionales en las que se movió el nazismo para perpetuarse). Y coincido conque la segunda, veintipico años y varios genocidios después (Serbia, Georgia, Rumania…) tiene un valor que todavía nos hace rara avis en el planeta.

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