Historieta IX: Pic Nic

Cuando la gringa volvía del baño, enrollando la toalla que adornaba su cabeza, a él se le ocurrió que era un buen momento para plantearle la invitación que había estado diseñando trabajosamente durante los últimos dos minutos. – Te gustaría un picnic los dos solos? – ella arqueó las cejas un tanto y lo miró. Inmediatamente sonrió. – Obvio! – respondió – pero no tenías planes con tu hermano…? – Olvidate. Lo llamo y lo cambiamos. – Y cómo hacemos? – Nada…juntamos lo básico, bajamos al chino, compramos tres boludeces y salimos. – Ta bien – asintió ella. Sin embargo, frente a la apabullante naturalidad de la propuesta, algo le seguía haciendo ruido – Y adónde vamos? – Qué se yo?! Un lugar con un poco de pasto, de sol, de sombra. No hay muchos.- Palermo..? – sugirió ella. – Nos tomamos el treintaysiete. – Dejaste algo livianito acá? Algo que te puedas poner para tomar un poco de sol? – Creo que sí, el otro día estaba revisando y algo ví…

 

Juntar lo básico no llevó mucho tiempo, pero a él le pareció interminable. Veía el sol entrar por la ventana y calentar las maderas del piso. Sentía algo parecido a la angustia por cada minuto que transcurría lejos del lugar planeado. Además, como una piedra en el zapato mental, lo punzaba la presencia del auto. No veía la hora de bajar y confirmar que estaba allí, en la vereda. Apenas la pisaron, ella lo miró y el miró hacia la esquina. El Fiat continuaba ahí, solo, distante. Martín respiró profundo y dejó relajar su cuerpo. – Al de acá o al de la vuelta? – preguntó la gringa. – Al de acá. Compramos un vinito? – Dale. Y aceitunas rellenas – lo mimó ella mientras fruncían la nariz.

 

Caminaban de vuelta por la vereda. De la mano. Una bolsa en cada mano libre. Dos chicos jugaban a la pelota en la calle. Las mañanas de sábado solían ser varios más, pero hoy sólo eran aquellos dos. Martín los reconocía. Uno hacía las veces de arquero, protegiendo los límites de un portón de cortina metálica que simulaba rígidos rombos entretejidos en la red de un arco real. El otro pateaba desde la mitad de la calle. Conversaban. Y pateaban. Y volvían a conversar. Algunas veces se escuchaba el gol. Y era un breve estruendo que luego se convertía en lluvia metálica. Y las risas. Las gastadas. Seguidas invariablemente de quejas “…perá que me prepare! Recién me estaba poniendo los guantes..!” A veces, si el horario no era el adecuado, todo terminaba imprevistamente cuando la vieja de balcón de arriba, simulando un riego despreocupado, lanzaba un baldazo potente y cruel.

 

Martín volvía a ser pibe una vez más. Aquellos años felices de no deberle nada a nadie. De saber que mañana iba a ser distinto de hoy. Pero igual.

 

La miró a la gringa y esbozó una sonrisa. Ella también estaba feliz. –Nos olvidamos el off, para los mosquitos flaca. Por qué no lo bajás? Yo voy al kiosco un minuto. –Okey – Apenas ella cerró la puerta del departamento, el salió disparado para el auto. Largó las bolsas en el asiento trasero, agarró el celular para llamar a su hermano y suspender el encuentro. Fue una llamada corta mientras se subía, con el hermano tenían códigos ágiles. Encontró todo en orden. Puso en marcha el auto y lentamente cruzó la calle hasta arrimar las ruedas al cordón contrario, exactamente sobre la puerta de su casa. El ronroneo del motor parecía el bostezo de quien se levanta sabiendo que va a ser un día largo y que hay mucho por hacer. Uno de los pibes bloqueó la pelota bajo el brazo y le hizo un gesto rápido, un leve cabezazo al compañero en dirección al auto. Se acercaron, curiosos pero a la defensiva. – Es tuyo? – preguntó el más alto, el de los ojos negros. – Digamos que sí – dijo Martín sin poder esconder una sonrisa – en realidad es de la empresa para la que trabajo – aclaró – Está bueníiisimo – remarcó el otro, con la pelota todavía bajo el brazo. Miraban todo con ojos grandes y curiosos. – Fáaaa! Mirá los botones – le decía uno al otro. Estaban en eso cuando Martín sintió detrás suyo cerrarse la puerta. Como un rayo dio se dio vuelta y encontró a la gringa mirándolo con una expresión azorada. Él atino a bajarse rápidamente, la agarró de la mano y la condujo hacia la puerta del acompañante. Abrió la puerta pero sintió que el cuerpo pegado a la mano que intentaba conducir se detenía y se ponía tenso. – Qué es esto? – los chicos sonreían con complicidad. Ambos conocían a la parejita desde hacía mucho en el barrio. – Vos te volviste loco? Te gastaste la guita en esto? – No, gringa, subí que te explico. Hoy el picnic lo hacemos un poquito más lejos. Tranqui – Allí ella empezó a dar cuenta de la belleza del auto. Sus cejas rubias y arqueadas lo decían todo.

 

– Bueno, chicos, nos vemos después, si? – dijo él, dando a entender que la ronda de preguntas había terminado, al menos por el momento.  Una vez en su asiento cerró la puerta, les guinó el ojo a ambos pibes y salió en dirección a Yrigoyen. Ahora la mirada de ella había cambiado. Bajó las pestañas, marcó una media sonrisa y acusó cierta complicidad. – A ver, contame…porque tendrás mucho para contarme, supongo… – Gringa, tengo demasiado para contarte y prometo que cuando estemos sobre el pastito, armando los sanguchitos, te cuento todo. Pero ahora disfrutemosló, si? Qué te parece? Te gusta? – Está hermoso, qué querés que te diga. Es… divino. Pero no aguanto tanto…- aclaró – Estás en la droga, en el blanqueo de guita y no me dijiste nada. De dónde sacaste esto? – exageró, divertida.

 

– Pará, gringa, no seas andaluza como tu vieja. Relajá un poquito…- suplicó el mientras iba encontrando el manual de instrucciones que le permitiera explicar qué hacían ahí arriba.  No era tarea fácil, pero alguna buena forma de ponerle sentido a todo aquello iba a aparecer. Mientras tanto los árboles de la avenida pasaban y la cara de ella, lentamente, se iba transfigurando hacia la rigidez.

 

No podía disimular cuando tenía bronca y algo le molestaba. Eso a él le causaba un cierto regocijo interior. Le encontaba verla así, porque eso la hacía más humana y más frágil. Pero también sabía que había un punto en ese camino después del cual volver a la sonrisa, a su alegría, se hacía difícil. O imposible. Y no debía cruzarlo. En el semáforo de Independencia, el pasó sus dedos por el mentón de ella, con suavidad y le dio un beso amable. – Es una historia larga, gringa, no sé por donde empezar. No te pongas así – ofreció él a modo de tregua. – Pero contame, Martín, que te cuesta? – devolvió ella en su enojo. – Y  además, adónde estamos yendo? – Te acordás camino a Ezeiza, al costado de la autopista hay algunos lugares con arbolitos? Y que alguna vez dijimos que cuando volviera a tener el auto íbamos a volver? Ahí pensaba… qué te parece? – Cierto – dijo ella – Me acuerdo, qué lindo – y aceptó la tregua.

 

Buenos Aires desde la autopista, con el viento recorriendo la cabellera y el sol reflejando en las mejillas de la gringa, era un lugar mejor. Allí él quiso que ese viaje no terminara nunca.

 

Unos minutos después del peaje del Mercado Central, empezaron a bajar un poco la velocidad para encontrar el lugar que frecuentaban algunos años antes. Ella también lo estaba disfrutando. El puso el guiño derecho, se encaminaron a la bajada de tierra y las cosas se movieron un poco en el asiento de atrás. Se escuchó la botella de vino quejarse contra algo metálico. Mientras tanto ella se sacaba la vincha que le dominaba el pelo, se la ponía en la boca y con los dedos volvía a peinarse sus bucles. Pronto estaban bajo la sombra de aquel viejo sicomoro amigo, cuando Martín detuvo el motor.

 

– Te veo sin palabras así que te voy a ayudar, – le dijo ella – ayer estuve charlando con Rodolfo… – y le regaló una sonrisa de picardía.

Un comentario en «Historieta IX: Pic Nic»

  1. El Capitán Choripan se queda unos días sin autor ni guionista, otro inconciente más que se raja de vacaciones.

    A chocarse en alguna subplaneada ruta de la provincia. O a pelearse en la cola del algún sobrecargado restaurant de la sierra. O a pagar una enormidad por una obra de teatro en la playa. O a incendiar involuntariamente un bosque en la cordillera. O a intoxicarse con un cornalito en la banquina de algún puerto. O a perder un hijo en un parque de diversiones. O a discutir con uno que no acepta tarjeta. A relajarse, bah!

    Seguro, eso sí, que este impasse servirá para que innovadoras, relajadas y útiles ideas ayuden al Capitan en su incansable lucha por justicia.

    Pídaselo a su kiosquero el 21 de enero.

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