La agenda del desarrollo del FPV, ¿con qué minería sueña?

Conceptualmente, una de las columnas de la campaña presidencial de la fórmula del Frente para la Victoria radica en la promesa de impulsar una “agenda del desarrollo” que continúe el ciclo político iniciado en 2003, pero que ofrezca un paso superador a los techos que el modelo parece haber encontrado tras 12 años en el poder.

Ese significante agenda del desarrollo puede funcionar bastante bien como dispositivo de campaña, porque permite ser completado por casi cualquier aspiración electoral, individual o colectiva. Sin embargo, el concepto “desarrollo” ya implica un marco en sí, una tradición política argentina que de alguna manera lo limita, pero sobre todo lo encuadra. El desarrollismo, como vertiente económico/política, podría ser un cauce intuitivo del término desarrollo, tan frecuentemente utilizado por Scioli. No tanto por su materialización en Frondizi/Frigerio, sino como hipótesis de gobierno post-peronismo del `55, donde los debates no era tan distantes de los actuales: Al momento del golpe, la industria liviana había alcanzado y colmado ya su capacidad instalada, con una demanda interna sostenida que impulsaba los precios, una caída de los commodities internacionales, déficit comercial, limitación de divisas, sequías agrarias, dificultades para importar bienes de capital e insumos para garantizar una expansión de la industria pesada, y un sector privado que reclamaba más productividad como condición para hablar de nuevos repartos de la torta.

El escenario hoy no es tan lejano, aunque sí mucho menos asfixiante: regulación del mercado de divisas, caída de los precios internacionales, derrumbes de las economías compradoras de las exportaciones argentinas, alta demanda del mercado interno, inflación, dificultades para importar, y un sector privado que reclama más productividad como condición para hablar de nuevos repartos de la torta. Es, decíamos, menos complejo desde lo económico (comparado con el `55), pero también es mucho más armonioso desde lo político, eso es innegable.

Como sea, es evidente que –aún dentro de ese marco histórico- esta “agenda del desarrollo” propuesta por el Frente para la Victoria (y, particularmente, por Scioli) para la etapa que está llegando, puede tener muchas derivaciones y desenlaces. Pero a este artículo le interesa preguntarse específicamente sobre la compatibilidad o no de la actividad minera con la idea de un desarrollo superador y, en todo caso, explorar qué tipo de explotación del suelo sería más acorde.

 

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La minería es actualmente el tercer rubro exportador de la Argentina, después del agro y los alimentos. Sus ventas al exterior superan los 10.000 millones de dólares anuales (con proyecciones para fines de 2020 en torno a los 16.000 M), mientras que en 2003 apenas si superaba los 2.000 M.

Se conoce que la intención del equipo económico que acompaña a Scioli es dotar de más impulso a este sector, con la aspiración (con los ojos puestos en Chile) de que pueda ser fuente de más divisas, para aliviar el verde cuello de botella característico de los renovados ciclos de stop&go.

Es cierto que en la Argentina el sector ha crecido a tasas superiores a las del promedio de la economía en esta última década, pero no es menos real que ese crecimiento fue principalmente en términos extractivos y de exportación en crudo, apenas si diferenciándose los minerales para su clasificación y venta al exterior.

De hecho, en muchos casos, el desarrollo o pavimentación de las nuevas vías de comunicación terrestre con Chile estuvieron impulsadas por la necesidad de exportar por puertos más cercanos a los centros de explotación. Por ejemplo, el Paso de Jama, que conecta Jujuy con la Antofagasta chilena, y que sumado el tránsito de automóviles y de ómnibus no alcanza siquiera al 50 o 60% de todo el movimiento de camiones comerciales que anualmente lo atraviesan.

El sector minero ha sido clave para el ingreso de divisas vía exportaciones y también a través de inversión directa, pero una planificación más acabada o una proyección consensuada con los actores intervinientes puede ser todavía más provechosa y acorde con un plan de desarrollo superior.

A lo que vamos es que se ha avanzado sobre explotaciones de gran escala, con un impacto ambiental profundo, pudiendo generarse similares resultados si se planificara con más inteligencia qué minerales y qué sectores pueden dinamizar la economía local. Después de una serie de crecimiento sostenido y a escalas muy pronunciadas (impulsado por el precio internacional de los minerales, sobre todo hasta 2012/2013), con un PIB del sector a precios corrientes de 18.300 millones de pesos en 2011, existen registradas apenas unas 6.000 empresas locales –Pymes- que proveen a las multinacionales mineras de insumos y servicios.

De nuevo: tan solo 6.000 Pymes proveedoras registradas, de las cuales muchas de ellas, incluso, están destinadas a otros sectores y, colateralmente, también pueden ofrecer su producción a las mineras.

Si se considera que en la Argentina hay unos 600 proyectos extractivos activos (con escalas muy diferentes, claro), el cálculo daría un promedio de 10 empresas pymes locales proveedoras por cada emprendimiento: eso incluye desde las compañías que administran los comedores internos de las plantas, hasta las siderúrgicas que proveen los insumos pesados.

El beneficio para el entramado de pequeñas y medianas empresas, como se verá, no ha sido tan promisorio como los números del sector podrían dejar ver. Sobre todo si en la ecuación se suma la afectación del suelo argentino que la actividad demanda: Sólo en 2011, un año fuerte para la minería en la Argentina y en el mundo, los niveles de perforación del suelo se encontraban un 660% por sobre los acusado 10 años atrás. Tan solo en ese año, las empresas mineras perforaron 1.031.600 de metros sumando exploración y explotación (principalmente en la cordillera andina).

 

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Como en todo rubro de la economía, hay subsectores o subexplotaciones más estratégicas que otras. Desde no hace muchos años, en el norte del país comenzó a extraerse litio de las salinas, con un tipo de producción que funciona por piletas de agua y que casi no demanda riesgo para el suelo.

Es un mineral estratégico porque es el elemento determinante en las baterías de dispositivos de tecnología móvil y de los autos eléctricos, que las principales automotrices del mundo se comprometieron a comenzar a fabricar antes del 2020, como atenuante a las emisiones de carbono generadas por los combustibles fósiles. Desde entonces, el precio del litio aumentó considerablemente, con una demanda internacional proyectada (sólo para producir baterías de autos) en 74.000 millones de dólares para esa fecha límite.

El norte argentino integra el triángulo de reserva de litio más importante del mundo, compartido por las salinas que se expanden por el sur boliviano y por el desierto chileno. Entre nuestros tres países, se encuentra el 85 % de todo el litio detectado en el planeta.

Las primeras explotaciones en el país estuvieron autorizadas a una firma canadiense, que se asoció con una automotriz japonesa. Desde hace poco tiempo comenzaron ya a extraer litio, sumado también a un proyecto local de potasio. El objetivo es, otra vez, exportar el mineral para su industrialización en el exterior.

Sobre el total de una batería de un automóvil, que puede valer en mercado cerca de 20 mil dólares, el costo del litio es de apenas el 3%. Si las proyecciones se cumplen, la demanda de baterías de litio tiene un horizonte de crecimiento promedio de 21% anual. Esa batería de Li-Ion podrá hacer rendir a un automóvil unos 480 kilómetros y se recargará en aproximadamente cuatro horas, por lo que se apuesta a tener más de una, para intercambiar cuando se termina la autonomía.

La Argentina tiene, además del mineral, la trayectoria, capacidad técnica e infraestructura de una industria automotriz que se desarrolló fuertemente desde la década del sesenta y que es determinante en el intercambio comercial del país. Es simplemente cuestión de unir voluntades para que un mineral estratégico extraído del suelo argentino se industrialice localmente y se exporte con un valor agregado sustancialmente mayor.

El uso de automóviles a baterías de litio-ion es un compromiso que apunta a contrarrestar las emisiones de CO2 causadas, en primer lugar, por los transportes que usan como combustible derivados del petróleo, superando las emisiones industriales. En el mundo, hoy, ya hay 1.000 millones de automóviles transitando por carreteras y ciudades conformando un doble problema: la contaminación ambiental y el incremento exponencial del consumo de ese tipo de combustibles no renovables.

La industria automotriz local puede ser determinante si se decide emprender este desafío: La Argentina cuenta con 11 terminales productoras; empresas multinacionales, entre ellas Ford, General Motors, Fiat, Mercedes Benz, Peugeot-Citroën, Renault, Toyota, Volkswagen, Honda e Iveco. Si el objetivo es poner a trabajar a estas empresas en un proyecto ambicioso como el desarrollo de baterías de litio-ion para automóviles eléctricos, es necesario una política de estado que regule y determine esa dirección (diríamos, una agenda de desarrollo), porque estas empresas son naturalmente eslabones de un funcionamiento global y responden a sus casas matrices.

Es parte de una negociación política entre el Estado y estas firmas que hoy es indispensable, no sólo por proyectos ambiciosos como el de la industrialización del litio, sino para garantizar mayor integración de piezas locales y limitar las importaciones de las automotrices que generan actualmente un fuerte déficit comercial de 9.000 millones de dólares anuales. Y no se trata de componentes demasiado complejos (o no todos, al menos), sino que se compran al exterior cables, caños, cinta aisladora, conectores plásticos, relés y espumas insonorizantes, entre otros productos que naturalmente se pueden abastecer con producción local. Eso sucede cuando se impone una política comercial de una firma multinacional que envía direcciones desde una casa matriz, al margen de los objetivos de desarrollo de un país. Es entendible que así suceda, pero el Estado tiene que intervenir en ese armado para intentar lograr un mejor resultado para su matriz productiva.

De hecho, una de las empresas que está extrayendo litio de Jujuy es la japonesa Toyota, que también opera como terminal productora en el país, pero que no tiene entre su planificación la industrialización local de este mineral, sino que lo extrae en asociación con una minera australiana que se llama Orocobre y que se lo llevan luego al exterior. Es decir, tranquilamente podría pedírsele a Toyota que genere las baterías en el país, ya que para este proyecto minero invirtió la suma de 1.250 millones de pesos argentinos, con una producción que ellos estiman en 18.000 toneladas de carbonato de litio.

 

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Como sea que este desarrollo se planifique hay que tener presente que cualquier decisión que afecte el medioambiente y entorno de la vida de determina población, pero principalmente las intervenciones asociadas a proyectos mineros que modifican de una manera tan rotunda y brusca la geografía, tiene y debe ser compartida con la comunidad hasta lograr un consenso que habilite esa actividad. No es parte de un programa de responsabilidad social empresaria, es un derecho de todos los ciudadanos amparado en la Constitución y los tratados internacionales.

El pico de los precios mundiales de los minerales despertó en estos años una oleada de protestas y resistencias en los pueblos de las provincias mineras, que fue luego lentamente menguando, apaciguada por la merma en los precios, que congeló algunos proyectos, y también por un cambio de estrategia empresarial, que rindió sus frutos para ellos. Se escucharon oposiciones inteligentes, advertencias severas, pero también se pudieron ver posiciones necias, extremas, que sólo pueden explicarse por una mala conducción del fenómeno y por la escasa o nula información oficial. Ese secretismo por parte de la Secretaría de Minería de la Nación fue más contraproducente que cualquier otra estrategia.

 

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Me acuerdo que en 2009 o 2010 estaba recorriendo la zona de la puna jujeña, y después de reunirme con referentes en Tilcara y en Humahuaca de las organizaciones locales anti mineras, me dieron el dato de una situación particular en la localidad de Juella, un poblado muy chiquito, a siete kilómetros de Tilcara, de tan sólo 149 habitantes (en ese entonces). Viajé en colectivo unos minutos y el chofer mi indicó que me bajara en un paraje de la ruta 9, a la altura del pueblo, que está unos dos kilómetros para adentro. Cuando llegué, golpeé en una de las pocas puertas y me atendió Antonio Gaspar Ramos, un laburante minero de toda la vida y con herencia minera, porque su padre también lo había sido y había fallecido en un socavón. Y me contó con detalles algo que voy a intentar resumir lo más fielmente:

Allá por junio de 2008 empezaron a notar con asombro que por las mañana atravesaban la única calle transitable de Juella unas cuantas camionetas 4×4 que recién regresaban entrada la tarde. La localidad no figura en ningún mapa turístico y como está alejado de la ruta, el transito ajeno a su población es más bien escaso. Entonces, dos artesanos del pueblo se pararon en el medio del camino y se quedaron esperando hasta que llegaron esas camionetas, que naturalmente tuvieron que frenar porque no había por dónde pasar. Al principio no querían siquiera abrir las ventanillas, pero finalmente apenas si bajaron el vidrio del lado del conductor de una de ellas y les entregaron unas tarjetas personales que decían: «Uranio del Sur S.A. – Lic. Juan Guillermo Orozco».

Yo tuve esa tarjeta en mis manos; me la mostró el propio Ramos. Esa fue la forma cómo se enteraron los habitantes de la Quebrada de Humahuaca que se estaban haciendo exploraciones de uranio por parte de una empresa suizo-canadiense, con una filial en la Argentina. Efectivamente, existió un sitio web de esa firma, que hoy es inhallable, donde aseguraban a sus inversores que ya tenían concesionados no sé cuántos kilómetros jujeños y que con seguridad iban a poder extraer uranio de allí. Después, misteriosamente, por lo menos para mí, la cosa se enfrió, ese sitio desapareció, y con los meses Tilcara consiguió sancionar una ordenanza que prohíbe «la radicación de explotaciones mineras metalíferas a cielo abierto».

Pero el punto es que nadie puede esperar que una comunidad que pasó por una experiencia extrema de imaginar que a pocos kilómetros de su casa iban a estar explotando rocas gigantes, tratando minerales con químicos, consumiendo el agua (que siempre es escasa) y transportando uranio, que luego apoyen o convaliden proyectos mineros estratégicos, hechos a conciencia y con marcos regulatorios que funcionen.

 

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Y específicamente el tema del uranio es un mineral clave para comprender este proceso. La Argentina tiene hoy un consumo relativamente chico de uranio (unas 200 toneladas anuales), para abastecer principalmente a sus centrales nucleares. Y aunque podría extraerlo de su propio suelo, porque el mineral está presente en muchas provincias, y en abundancia, se termina importando mayormente de Kazajistán, que es el principal productor a nivel mundial.

¿Por qué? La extracción de uranio está lejos de obtener hoy una licencia social que la habilite, por el desastroso resultado de dejó el último ciclo extractivo. El país fue pionero a nivel mundial en la explotación del uranio, arrancando por iniciativa de Juan Perón en su primer gobierno; pero la actividad minera estuvo mal manejada y dejó un resabio de casi 5 millones de toneladas de residuos, muchos de ellos contaminantes. Un “pasivo ambiental” del que recién se tomó dimensión en la década del noventa, cuando la actividad cayó en una depresión terminal y quedaron sólo los desechos dispersos por Mendoza, Córdoba, La Rioja, Salta y San Luis. Hay un plan de remediación, que nunca se termina del todo y que avanzó principalmente en las tareas de Malargüe. Pero el punto es que el consumo actual de uranio que las centrales nucleares demandan son dólares que todos los meses tienen que cancelar compras al exterior, cuando podrían ser parte de un mismo proyecto que incluyera el ciclo completo de abastecimiento energético, desde la extracción del mineral, hasta su generación y almacenamiento.

Hoy no representa tanto, porque el país tiene en funcionamiento tres centrales que generan unos 1.755 megavatios. Pero proyectado en el tiempo la ecuación cambia: el plan ya anunciado es la construcción de tres nuevas centrales nucleoeléctricas, hasta lograr una generación de 4.500 megavatios. Ahora, este tipo de energía aporta algo menos del 10% sobre el Balance Energético Nacional, mientras que una década atrás estaba en un 5%.

La energía nuclear sigue siendo de todas formas un remanente: el grueso de la producción está asociado al gas natural y al petróleo, es decir los recursos fósiles. Lo deseable sería que una planificación a 10 o 15 años aspire a diversificar la matriz energética, disminuir la incidencia de los hidrocarburos y apostar a un autoabastecimiento. En cierto sentido, el camino parece conducir hacia ese horizonte; la Argentina lo logró hace algunas décadas, tras el descubrimiento del yacimiento Loma La Lata en 1975. Hoy, Vaca Muerta aparentemente podría garantizar un escenario de autoabastecimiento, con un cambio profundo en los niveles de producción, y por lo tanto en la dependencia externa y el déficit comercial que presenta la ecuación actual.

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