Seres Fabulosos (I): El Piloto de Tormentas

El Dragón, el Kraken, la Gárgola, el Unicornio, la Hidra, son sólo algunos de los seres fabulosos que la imaginación de los hombres ha creado a lo largo del devenir humano. Quizás para corporizar sus miedos, para interpelar a lo desconocido, para exorcizar sus demonios interiores, o simplemente para incursionar en ámbitos donde todo fuera posible, la fantasía de los hombres hizo posibles a esos seres imposibles.
Una variante menor de estas criaturas imaginarias consiste en aquellas que realmente existen en el mundo real, pero a la que se las dota de cualidades ilusorias para satisfacer necesidades y deseos para los que la limitada naturaleza humana es insuficiente. Así nacieron hombres y mujeres capaces de volar, de hacerse invisibles, de teletransportarse…
Por fin en el último renglón de las criaturas fabulosas están aquellas que lo son por autoproclamación. En realidad nada tienen de especial, pero por ingenuidad, locura o mala fe, deciden asumir calidades de las que carecen. Y aquí llegamos a nuestro ámbito habitual, el de la política, en la cual nuestros seres fabulosos de segunda selección moran y se desarrollan.
A algunos de ellos dedicaremos nuestra atención, si las ganas me acompañan y aparecen lectores para seguirme, en sucesivas entregas..
Dicho lo cual, prestemos atención a nuestro primer espécimen: el fabuloso…
Piloto de Tormentas.
Que los hay, los hay. La historia ha asimilado la presencia de hombres providenciales que surgen en el momento justo en el que los pueblos los requieren, con la del navegante capaz de pilotear su nave por mares embravecidos que hacen huir del timón a mas de uno. Son aquellos capaces de asumir las responsabilidades mas difíciles en los momentos mas críticos y salir adelante.
Que los hay, los hay. Sólo que la autoproclamación que de sí mismo hace Eduardo Alberto Duhalde como piloto de tormentas suena excesiva, y mas aún, si ella es empleada por el susodicho para asumir costosamente el rol del estadista que desde su retiro amaga con verse obligado a volver a corregir desaguisados ajenos.
Un repaso de su gestión de gobierno, un período lleno de enseñanzas y demasiado cercano para el olvido al que la bonanza posterior lo relegó, dará algunas claves para entender a que nos referimos cuando juzgamos excesivo el autobombo e irreal su fundamento.
En el principio, en aquel tronante salto del 2001 al 2002 del que ahora se cumplen 7 años, habrá que recordar que Duhalde, como viejo justicialista, lleva la vocación de poder en el ADN, y que allí donde los militantes de otras fuerzas redactarían renuncias para la historia o inquirirían acerca de la potencia de los motores del helicóptero presidencial, el vió la ocasión de llegar al ámbito que le fuera negado dos años antes por el voto popular y las agachadas del sultán de Anillaco.
Bien, una vez sentado en el sillón de Balcarce 50, la rugiste realidad le ofrecía el «que se vayan todos», el default, la parálisis económica, el fin de la convertibilidad, la amenaza de la híper. Como siempre los gurúes económicos coautores del desastre seguían admonizando, y en el sálvese quién pueda político, los gobernadores justicialistas empezaban a tratar a su ex «primus inter pares» con poco respeto y menor afecto. Hubo sucesivamente tres momentos claves que caracterizaron su paso por la máxima magistratura: la crisis dentro de la crisis, que en abril se llevó puesto a Remes Lenicov, los asesinatos de junio que pusieron fin a todo intento de quedarse hasta diciembre de 2003 y, por fin, su elección del hombre destinado a impedir el retorno de Menem.
En ninguna de las tres instancias se puede ver la mano del estadista, y no hubo en el timón un piloto de tormentas que supiera adonde iba. Mas parecido al edil lomense que fue en el principio de su trayectoria, se aferró al sillón mientras una combinación de módicos aciertos, errores ajenos, crímenes compartidos y simple fortuna le permitieron colocarle la banda presidencial a un hombre al que ni conocía ni entendía, pero que tenía para Duhalde en mayo de 2003 una virtud fundamental: no era Carlos Menem.
Pero volvamos a los tres momentos decisivos, y analizémoslos brevemente:
a. La Llegada de Lavagna:
El gobierno era una nuez apretada por el FMI (¡Olivos recibía con alivio nuevas exigencias porque ello quería decir que todavía nos tenían en cuenta! (aquí)), por el Secretario del Tesoro usamericano que lo acusaba de falta de liderazgo (aquí) y por sus propios gobernadores y legisladores que finalmente rechazaron el plan Bonex de Remes Lenicov forzando la renuncia del Ministro de Economía.
En esas horas de desconcierto, el Piloto de Tormentas convocaba a los gobernadores justicialistas, muchos de los cuales lo acusaban del pecado nefando de populista, y miraban de reojo otro salida ante la evidente inermia política y económica de la gestión de Duhalde.
Duhalde gestionó la aceptación del ortodoxo Alieto Guadagni para reemplazar a Remes, sin éxito. En medio del caos de Olivos, salió de una reunión en su gabinete de trabajo y sorprendió a los que esperaban afuera preguntando: «¿alguien lo conoce a Melconián?», tratando de obtener referencias, con ligereza poco recomendable aún para designar a una empleada doméstica, respecto al candidato que le acercaba el siempre coherente gobernador salteño Juan Carlos Romero. Melconián no aceptó, pese a que Duhalde le gustaría creer que no le ofreció el cargo.

 

 

En cuantro meses, el hombre que nos veía «condenados al éxito» en enero, pasaba al que murmuraba «que sea los que Dios quiera» en abril.
Mas tarde, y mientras los candidatos se caían o huían, quedaron en pie Guillermo Calvo, economista jefe del BID, con una receta ultraortodoxa y Roberto Lavagna, embajador ante la Unión Europea. Convocados ambos, llegó primero el avión de Lavagna y ante su aceptación, Duhalde le tiró la papa caliente al que sería, hasta hoy, el último Superministro de Economía.
¿Piloto de tormenta? No. Turco en la neblina. Coherente con sus antecesores, dejaba la política económica en manos del ministro del área, y se hundía o se salvaba con el designado. Se salvó en este caso. Como señala Liascovich en su biografía de Lavagna, no hubo gran titiritero. Solo azar.
b. Kostecki y Santillán.

 

Como todos los lectores de Clarín sabemos, a Kostecki y Santillán los mató «la crisis». Lamentablemente no quedó detenida.

 

Con ellos murió toda expectativa de Duhalde de terminar el mandato iniciado por el ente que le ganó las elecciones en 1999.

 

Si bien había intentado capear las permanentes movilizaciones y protestas populares, en el marco de una situación económica deletérea, la tentación de la mano dura que los elementos mas ídem de su gabinete sugerían, la realidad marcó claramente a partir del 26 de junio de 2002 que a Duhalde sólo le quedaba la convocatoria a elecciones, la clara renuncia a participar del proceso electoral como candidato y, una vez mas, encomendarse a «que sea los que Dios quiera».

 

 

c. El delfín.

 

Puesta toda la carne en el asador, a Eduardo Duhalde le quedaba encontrar el candidato para que no se produjera la paradoja de que el padre intelectual de la crisis fuera el favorecido por ella, y ganara las elecciones de 2003.

 

Una vez mas, el recorrido de nuestro Piloto de Tormentas en esta etapa muestra a un hombre conturbado, corriendo detrás de los acontecimientos, y subiéndose finalmente al último bondi antes de la catástrofe. Bondi que venía de Río Gallegos, cargado de sorpresas.

 

Es difícil ver otra cosa en quién primero jugó sus cartas a Carlos Reutemann, ante la negativa de este apostó a José Manuel de la Sota, y cuando se hizo patente que este no despegaba en las encuestas, terminó casándose con Néstor Kirchner, quién había sido durante el mandato del pequeño estadista lomense uno de los gobernadores mas duros con la Rosada. La pesistencia del pingüino en su candidatura presidencial, pensada primero cmo un globo de ensayo con miras a 2007 y luego corporizada ante los derrumbes ajenos, terminó de convencer a Duhalde de apoyar al santacruceño en un matrimonio sin amor y de momentánea conveniencia.

 

De la Sota o Reutemann o Kirchner. Melconián o Calvo o Lavagna. Así de dispares resultaron los términos de las decisiones estratégicas de este aprendiz de mago. Con Lavagna encontró los elementos para llegar a 2003. Con Kirchner se dió el gusto de cerrarle el camino a Menem. Y punto. Su pretención de cogobernar o de dictarle condiciones a la pingüinera desnudó las fallas cognitivas del precario morador de Olivos. La historia lo había usado de trampolín. A la hora de la retirada digna exigió mas de la realidad que lo que esta podía darle y se encontró con un hombre con voluntad de poder, capacidad para llevarlo adelante y con un programa que poco tenía que ver con los manotazos de Duhalde y de sus antecesores. «Chirolita» quedaba para mejor oportunidad y la ruptura era un hecho.

 

 

Vuelve ahora, travestido en Piloto de Tormentas, declamando una capacidad solo pendiente de su propia voluntad para asumir el control de la oposición. Tiene la caradurez y la confianza en la mala memoria colectiva para proclamar la «ineptitud» de este gobierno.

 

Olvida que en el suyo contó con la amable tutela de los grandes medios, brindó genuflexión ante los poderes fácticos que su sucesor decidió combatir, y lamió las cadenas del FMI hasta que Lavagna se puso a ordenarle un poco las cosas.

 

Así no se gobierna. Se dura. Y sus sucesores gobiernan, capeando temporales contra todo el poder real de la Argentina. Cosa que está lejos de lo que él siquiera se atrevió a soñar.

 

 

Así que, Piloto de Tormentas, dejate de joder…
Publicado simultáneamente en Politeia Argentina.

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