Violencia en masa

Apenas el desorden empezó a cundir, se puso a suspirar, como de costumbre, por un gobierno autoritario. Cuando las cosas van mal en la Argentina, que el dólar aumenta vertiginosamente, que hay demasiadas huelgas, que cualquier conflicto social se arrastra sin perspectiva inmediata o lejana de solución, el ama de casa, el comerciante, el chofer de taxi, el joven ambicioso, el chacarero o el burgués repleto y autosatisfecho de sus logros económicos, empiezan a reclamar su millón de muertos. Este millón de muertos es, para el grueso de la opinión pública, la panacea, el recurso mágico que, cuando ninguna salida es en apariencia posible, resolverá todos los problemas.

(Juan José Saer, “El río sin orillas”).

 

¿Bajo qué criterio de justicia un grupo de 5, 7, 13, 19, 29, 37 o 49 personas asesinan a golpes a alguien sin posibilidades de defensa? ¿Según qué valores un ciudadano con un nivel intelectual promedio, desde la comodidad de su hogar, puede reivindicar este crimen como “justo”? ¿Si el homicidio perpetrado en Rosario transforma a las supuestas víctimas en victimarios y a los supuestos victimarios en víctimas, en qué resquicio del hecho somos capaces de vislumbrar tan sólo un atisbo de justicia?

No. La justicia brilla por su ausencia en este caso –en éste y en cualquiera que los sucesos se desarrollen de modo más o menos similar–. No. En nada que pueda ser nombrado como justicia interviene un grupo de personas descontroladas –¿es necesario aclarar para algún trasnochado que considero que los robos están desbocados en Rosario?– cometiendo una carnicería. No. Eso debe tener otro nombre. Pero bajo ningún punto de vista –la indicación es más un deseo que una realidad– es justicia.

Entonces, ¿qué llevó a esos vecinos, gente trabajadora seguramente, cansada de los frecuentes robos, a matar sin concesiones a un hombre? –ciertos discursos parecen ignorar que ante todo, el que muere, no es un delincuente, un ladrón, sino un hombre–.

Una respuesta, con ciertos reparos lógicos –tiempo, lugar–, la encuentro en un libro de Sigmund Freud que próximamente cumplirá 100 años: “Psicología de las masas y análisis del yo”[1].

Cito: “La psicología de las masas trata del individuo como miembro de un linaje, de un pueblo, de una casta, de un estamento, de una institución, o como integrante de una multitud organizada en forma de masa durante cierto lapso y para determinado fin”. Si el objetivo es pensar acerca del asesinato de David Daniel Moreira, la segunda parte de la definición es la que más se ajusta a lo sucedido: “Una multitud organizada en forma de masa durante cierto lapso y para determinado fin”. Traduzco: un grupo de vecinos –pobres, menos pobres, ricos, profesionales, empresarios, docentes, políticos, etc.– se junta para matar a un hombre que, “todo” indica, había robado una cartera.

¿Qué características, según Freud –y según Gustave Le Bon, psicólogo social glosado en el texto–, posee esta combinación de vecinos denominada masa?  La masa, psicológicamente hablando, es provisional, está constituida por elementos heterogéneos, y los individuos que la componen deben estar ligados por “algo que los una”. En este caso particular habría una razón clara y distinta para su accionar: obtener justicia. Sin embargo, Freud, citando a Le Bon, explica: “Tras las causas confesadas de nuestros actos están sin duda las causas secretas que no confesamos, pero tras estas hay todavía muchas otras más secretas que ni conocemos. La mayoría de nuestras acciones cotidianas son efecto de motivos ocultos, que escapan a nuestro conocimiento”. Entonces –suponiendo que el contenido del fragmento sea correcto–, ¿cuál fue el objetivo de los vecinos?, ¿podría suceder que ni ellos mismos lo conocieran? ¿Qué energía arcaica hizo que un conjunto de hombres, sin un objetivo claro, mataran a otro hombre? ¿Cómo lograron los vecinos poner en suspenso una serie de valores sin duda aceptados por ellos cotidianamente?

Freud: “Dentro de la masa el individuo adquiere, por el solo hecho del número, un sentimiento de poder invencible que le permite entregarse a instintos que, de estar solo, habría sujetado forzosamente. Y tendrá tanto menos motivos para controlarse cuanto que, por ser la masa anónima, y por ende irresponsable, desaparece totalmente el sentimiento de la responsabilidad que frena de continuo a los individuos”.

El texto es contundente: el individuo se diluye en la masa y experimenta la potencia de poner entre paréntesis la represión de sus pulsiones inconscientes, es decir, dentro de la masa, por un tiempo determinado, el hombre es capaz de cualquier cosa, incluso de sacar a relucir “toda la maldad del alma humana”. El fenómeno, entre otros factores, se produce gracias al contagio y a la sugestión que dejan a la persona en un estado “muy próximo a la fascinación en que cae el hipnotizado bajo la influencia del hipnotizador”. La idea que agrego, sin pruebas concluyentes –de la misma forma que la masa mató a Moreira–, es que el hipnotizador, hoy, está representado, en general, por los medios masivos de comunicación, fuente irresponsable de la transmisión cotidiana de lo que es y lo que no es. Afirma Freud sobre los estímulos que excitan a la masa: “Quien quiera influirla no necesita presentarle argumentos lógicos; tiene que pintarle las imágenes vivas, exagerar y repetir siempre lo mismo”. Sin en caer en anacronismos desmedidos, ¿no describe el texto, 100 años antes, la metodología utilizada actualmente por gran parte de los canales de noticias?

La cuestión es casi lineal, un individuo bajo la influencia de la sugestión, exaltado hasta la irresponsabilidad, adquirirá “un impulso irresistible” que lo conducirá a ejecutar acciones que de otro modo no llevaría a cabo. En este sentido, algunos rasgos del individuo enceguecido por la masa son: “…deja de ser él mismo; se ha convertido en un autómata carente de voluntad […] El ser humano desciende varios escalones en la escala de la civilización. Aislado, era quizás un individuo culto, en la masa es un bárbaro, vale decir, una criatura que actúa por instinto”.  Resulta interesante aquí destacar el tránsito, de civilizado a bárbaro, de víctima a victimario, los individuos en masa, fuera de sus cabales, abren las compuertas de los deseos más íntimos –deseos desconocidos– y sin ninguna responsabilidad se dejan llevar por afectos insospechados cuando a la noche van al cuarto de sus hijos a despedirse hasta el día siguiente.

Por último, dos o tres precisiones: “La masa es impulsiva, voluble, excitable. Es guiada casi con exclusividad por lo inconsciente […] Nada en ella es premeditado […] La masa es extraordinariamente influenciable y crédula; es acrítica, lo improbable no existe para ella […] Ninguna instancia racional mide su acuerdo con la realidad […] Los sentimientos de la masa son siempre muy simples y exaltados. Por eso no conoce la duda ni la incerteza. Pasa pronto a los extremos, la sospecha formulada se le convierte enseguida en certidumbre incontrastable, un germen de antipatía deviene odio salvaje”.

En vistas de las reflexiones expuestas –es evidente que podrían citarse bibliotecas enteras al respecto–, ¿qué posibilidades ciertas existen de que el asesinato de David Moreira –y sin poner en duda su contingente condición de delincuente– se encuadre dentro de un acto de justicia?

 


[1] Todas  las citas fueron extraídas de la edición de Amorrortu, 8º reimpresión, 1999.

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