Desaparecer, verbo argentino

Cuando desapareció Jorge Julio López, Mauricio Macri era candidato a jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (asumió a fines de 2007) y diputado nacional. La desaparición de López creó una justificada conmoción porque se trataba de un testigo que acababa de declarar contra un ex represor de la dictadura en el contexto de la reapertura de esos juicios emblemáticos. Mientras todas las fuerzas políticas producían declaraciones, se movilizaban y buscaban la mejor forma de transmitir su consternación, el candidato Macri se había ido a descansar a Punta del Este. Eso motivó la tapa de la revista Noticias que ilustra esta columna cuyo título era “El candidato haragán”, y que luego mereció una serie de réplicas y contrarréplicas porque Macri pidió un debate por escrito que duró varias semanas.
Aquel Macri todavía joven y hedónico de hace once años en poco se parece al de hoy, pero la dificultad para comprender la connotación que tiene en la Argentina el verbo “desaparecer” se mantiene. Es una palabra que por sí sola genera electricidad en el cuerpo de la sociedad. Tres años después, cuando el kirchnerismo discutía la Ley de Medios haciendo foco en su ataque al Grupo Clarín, su señal de noticias hizo una campaña publicitaria diciendo que si se aprobaba la ley TN iba a “desaparecer” y se armó un revuelo por el uso del verbo por aquellos que, supuestamente, eran quienes menos tenían derecho a invocarlo.
Ya siendo presidente, otra vez Macri chocó con el mismo problema al responder con desdén en un reportaje a un medio extranjero que no tenía ni idea de cuántos eran los desaparecidos. El entonces secretario de Cultura porteño, Darío Lopérfido, quiso salir en su defensa discutiendo la cantidad de desaparecidos que se menciona que hubo y terminó electrocutado (tuvo que renunciar) por no comprender que ciertas emociones no entienden de razones.
Macri tiene un tabú con la dictadura como significante de la derecha vieja y antipopular
Lo mismo les sucede al Gobierno y a sus comunicadores más afines hoy con la desaparición de Maldonado cuando tratan de argumentar que no hay pruebas de que se lo haya llevado la Gendarmería. Es como si hubieran hecho falta pruebas de que a Jorge Julio López se lo chupó realmente una organización parapolicial cercana a los ex represores para recién entonces poder creerlo cierto. Es no comprender que en estos casos se invierte la carga de la prueba.
La misma miopía consiste en argumentar a posteriori de una desaparición que los mapuches son violentos o irracionales: es tan contraproducente como salir a explicar que los montoneros también eran asesinos tras la desaparición de Jorge Julio López, como si fuera una justificación autoinculpatoria.
Desaparecer en argentino es morir de la peor manera, a manos de una fuerza de seguridad oficial o relacionada con ellas de alguna manera. Tampoco hace falta que se trate de un plan sistemático para que se califique de “forzada” a la desaparición, como se la pasaron discutiendo según el lenguaje técnico jurídico (otra vez el racionalismo) representantes del Gobierno y comunicadores afines. Si desaparición en el sentido que se usa políticamente es sinónimo de muerte por asesinato, no podría no ser forzada. Son discusiones estériles; además, un solo caso en una fuerza de seguridad alcanza para que la memoria colectiva lo enhebre al connotado significado de la palabra “desaparecido”. Porque desaparecidos con esa connotación simbólica también lo fueron Omar Carrasco, José Luis Cabezas, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, y Mariano Ferreyra además de Jorge Julio López y Santiago Maldonado.
Carrasco obligó en 1994 a Menem a abolir el servicio militar; José Luis Cabezas, en 1997, a Menem a desistir de la re-reelección; Kosteki y Santillán, en 2002, a Duhalde a llamar a elecciones anticipadas; y Mariano Ferreyra –el militante del Partido Obrero asesinado por una patota de un gremio cercano al gobierno– le costó a Néstor Kirchner un disgusto que, según su hijo Máximo, le produjo el infarto por el que falleció siete días después.
Es que desaparecido/asesinado por fuerza de seguridad del Estado o por grupos cercanos al gobierno de turno es traducido en el inconsciente social como gobierno malo. “Macri, basura, vos sos la dictadura” no tiene explicación lógica, pero sí la tiene si se apela al lenguaje de condensación y desplazamiento, que es como los seres humanos procesamos las emociones en el inconsciente.
Los comunicadores que salen a confrontar repiten el error de Lopérfido de discutir el número de desaparecidos
Un gobierno como el actual, que ha dado muestras de desinterés por “el curro de los derechos humanos”, como lo definió el propio Macri, y que a la vez precisa que las fuerzas de seguridad tengan un protagonismo mayor en la lucha contra el delito, no debería esconder la cabeza como el ñandú ni tratar de escaparse del tema ignorándolo o mostrando desinterés sino todo lo contrario, sobreactuando ante el menor indicio de exceso de una fuerza de seguridad. Con la misma determinación con que lo hace cuando descubre que un policía de la Bonaerense y ahora de la Metropolitana es corrupto o está en connivencia con el delito.
Es cierto que estamos en medio de una campaña electoral que agita los temas con fines políticos, pero el gobierno de Macri no debería olvidar que también contribuyó a su triunfo electoral en 2015 la justificada agitación política que generó la muerte del fiscal Nisman, sobre quien tampoco se pudo probar que haya sido asesinado, pero esa falta de pruebas contundentes no impidió que la enorme mayoría de la sociedad creyera que fue asesinado por quienes trabajaban o habían trabajado para el kirchnerismo.
El Gobierno necesita cambiar de estrategia incorporando el tema de los derechos humanos a su agenda, como lo hizo al sumar a las organizaciones sociales sin importarle que hayan sido kirchneristas. Negar el sentimiento que produce la lucha contra la dictadura es como si Alfonsín hubiera discontinuado el reclamo por las islas Malvinas aduciendo que habían sido usadas por Galtieri y la dictadura.

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