Dilemas del pensamiento feminista

Ilustración: Martina Trachtenberg.
El feminismo está pasando por un momento de auge en lo que respecta a la atención de los medios masivos y al nivel de conocimiento del gran público; al menos, aceptando que todavía queda un camino largo, en términos comparativos. Lo que en Argentina tomó la forma de las multitudinarias marchas de #NiUnaMenos, la última el miércoles pasado (y de una convocatoria nunca vista en el 31° Encuentro Nacional de Mujeres, que este año atrajo a cerca de 70.000 participantes, y del «paro nacional de mujeres» de esta semana) puede leerse también en el furor de libros, películas y series explícitamente feministas más allá de los circuitos tradicionales de circulación de estas ideas o en el hecho de que algunas de las celebridades más populares del mundo (Beyoncé, Jennifer López o Miley Cyrus) hagan suya una etiqueta que durante tantos años rehuyeron las mujeres mediáticas, especialmente aquellas cuyo «negocio» residía en parte en presentarse como atractivas para el sexo opuesto.
En un saludable efecto de contagio, es probable que sea esta reciente masividad la que está produciendo también una reactivación del interés por las manifestaciones más teóricas o académicas del pensamiento feminista. Como testimonio de este revival, dos libros sustantivos y ambiciosos acaban de ser publicados en la Argentina: Otro logos. Signos, discursos, política (Edhasa), de la argentina Elsa Drucaroff (doctora en Ciencias Sociales por la UBA y docente en facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad), y El gran teatro del género. Identidades, sexualidades y feminismos (Mardulce), de la francesa Anne-Emmanuelle Berger (doctorada en París VIII y docente en la Universidad de Cornell), traducido por la argentina Dolores Lussich.
Aunque el feminismo nunca desapareció de la agenda de las universidades y centros de pensamiento, desde los años 90, con la explosión de la obra de Judith Butler, no registraba los niveles de actividad y riqueza actuales. Berger, particularmente, ahonda sobre este diagnóstico y sobre la pregunta de cómo seguir haciendo pensamiento feminista una vez que han estallado en pedazos conceptos como sexo, género, «lo femenino» y hasta la misma idea de mujer. Drucaroff marca en su libro una buena dirección: hay que mirar a la praxis, que muchas veces se adelanta a la teoría tanto en el planteo de problemas como en la propuesta de respuestas posibles.
Un caso interesante es el del problema por el significado del colectivo mujeres: si hay mil géneros y el sexo no significa nada, ¿quiénes son «las mujeres»? ¿Se puede hablar de ellas sin comillas? La teoría sigue pensando cómo hablar de lo femenino sin adoptar un punto de vista «esencialista», que congele a las mujeres en categorizaciones impuestas y reduccionistas, y tanto Berger como Drucaroff desarrollan respuestas a este problema.
La praxis, no obstante, ha progresado notoriamente en los últimos años con respecto al tema. Hace unos días, la filósofa, activista y ex legisladora Diana Maffía citó el tuit de una militante que se encontraba en el taller de personas transgénero, transexuales y travestis del 31° Encuentro Nacional de Mujeres y escribió: «Pensar que hace unos años tuvimos que argumentar con Lohana para que dejen entrar mujeres trans y travestis al Encuentro… ¡En tu honor Lo!». Este sencillo comentario es un ejemplo interesante para pensar cómo se retroalimentan y se trasvasan la teoría y la militancia en el feminismo.
Algo más que moda académica
Pero Berger y Drucaroff intervienen también en otro debate que hoy resulta más espinoso; tal vez, justamente, porque en este caso tanto a la teoría como la militancia les queda un camino mucho más largo para andar. Se trata de eso que la feminista Itziar Ziga llamó irónicamente «el carnet de opresiones por puntos» y que en la academia se conoce como «interseccionalidad».
El término fue acuñado en 1989 por Kimberlé Williams Crenshaw, una investigadora de Columbia y UCLA, y se refiere a los cruces entre distintos tipos de opresión; a la idea de que los sistemas de dominación de raza, género, etnia, clase social, discapacidad y demás interactúan entre ellos y que una teoría que pretenda ofrecer una imagen completa de una de estas discriminaciones debe dar cuenta de cómo es afectada por las otras. Por ejemplo, una teoría feminista debe adentrarse en cuestiones de raza para explicar cómo la opresión que sufren las mujeres negras es distinta de la que sufren las blancas, o cómo los problemas de las mujeres pobres son distintos de los de las mujeres ricas.
Parece lógico pero al feminismo no le viene siendo tan fácil convivir con otras teorías de la opresión. En relación con el multiculturalismo, por ejemplo, hay al interior del feminismo posiciones de todo tipo sobre si debe respetarse el derecho de las mujeres que viven en culturas especialmente opresivas a sostener esas prácticas (el uso de un velo o de un burkini) o si estas mujeres están «alienadas» y necesitan ser «protegidas» por las leyes incluso contra su voluntad. Esta disonancia entre el feminismo y ciertas minorías étnicas ha sido largamente estudiada en el feminismo por reconocidas teóricas como Martha Nussbaum y Susan Moller Okin, entre muchas otras. Berger y Drucaroff, en cambio, ponen el acento en una intersección algo menos investigada desde el punto de vista conceptual: la que se da entre género y clase social. Este cruce estuvo en el centro de los debates en las redes sociales y en ciertos sectores de la militancia en nuestro país recientemente, cuando dirigentes del Partido Obrero como Gabriel Solano y Jorge Altamira se manifestaron en contra del proyecto (que finalmente se aprobó) que elevaba el cupo femenino en las listas para cargos legislativos en la provincia de Buenos Aires al 50%.
Tanto Berger como Drucaroff reconocen, con mucha honestidad intelectual, que el matrimonio socialismo-feminismo no va de suyo. Drucaroff hace una referencia explícita a las agrupaciones feministas que forman parte de colectivos de izquierda marxista y pretenden afirmar una continuidad total entre la opresión de género y la opresión de clase.
Su denuncia tiene tres razones: en primer lugar, no es lo mismo hablar de dos órdenes que interactúan, lo que ella pretende hacer, que hablar de «un solo orden» al que vendrían a pertenecer la clase social y el género. Esta idea de continuidad absoluta impide comprender a cada opresión en su especificidad y explorar sus entrecruzamientos de forma conceptualmente prolija. En segundo lugar, como efectivamente se trata de dos órdenes y no de uno solo, habrá quienes se quieran comprometer con una lucha y no con la otra: casarlos por completo es poco pragmático, dice Drucaroff, desde el punto de vista de la militancia, porque impide que los potenciales aliados que se sumarían a una de las causas pero no a ambas (Beyoncé, por ejemplo, que se afirma feminista pero seguramente no se diría socialista) efectivamente lo hagan. Y tercero, y esto va al corazón del planteo de su libro, porque en el pensamiento logofalocéntrico del que ella quiere escapar, cuando dos órdenes se postulan como uno solo en general es para subsumir a uno por debajo del otro. Quienes quieren que el feminismo se integre al socialismo en general quieren, dice Drucaroff, que lo haga como hermana menor. ¿Por qué no pueden dos órdenes concebirse como diferentes e igualmente importantes? Ese es el «otro logos» que Drucaroff nos quiere invitar a pensar.
El tratamiento que hace Berger de este tema es más oblicuo: aparece en el último capítulo de su libro, vinculado con el trabajo sexual. Empieza haciéndose cargo del reclamo que hacen feministas socialistas como Nancy Fraser al feminismo de género de Judith Butler, que ya no pone el acento en una revolución feminista-socialista sino en la resistencia en los intersticios del mundo que tenemos. Avanza en esa línea preguntándose por las prostitutas feministas (otro tema que fue candente en el 31° Encuentro de Mujeres en nuestro país, fogoneado por las recientes normativas que, con la prohibición de las «whiskerías», dicen las prostitutas, las dejaron en la inseguridad de la calle y la policía) y por el reclamo que ellas hacen: ¿es una anomalía la prostituta que quiere trabajar por dinero, que quiere integrarse al capitalismo? ¿Es una alienada, ya no por querer vender su cuerpo, como piensa una moral más clásica, sino por querer integrarse a la lógica del capital?
Berger es claramente prolegalización y cita a varias teóricas, marxistas y no marxistas, que justifican que, en un mundo en el que el dinero es la forma de la libertad, las prostitutas quieran disponer libremente del suyo. Pero cierra disparando este tema, con preguntas y sin respuestas, hacia un plano más general y, tal vez, más provocativo: ¿son las prostitutas comerciantes una anomalía o son, por el contrario, una muestra clara de lo que el feminismo es o puede ser? ¿Son tan simples las relaciones entre capitalismo y feminismo o puede que, aun si el capitalismo en muchos casos efectivamente refuerce la opresión de género, su triunfo haya resultado (por accidente, por supuesto, o al menos sin que medie ninguna voluntad concreto) positivo para el feminismo?
Es una pregunta profundamente incómoda para muchas feministas, aunque reconocer que las relaciones entre feminismo, socialismo y capitalismo son más complejas de lo que parece no precise de por sí ningún cambio de convicciones. Berger la deja sin responder, al final de su libro. Por provocativa y poco explorada, es una estela que vale la pena continuar.

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