El día que mataron a Scioli

De tanto en tanto, algunos periodistas tenemos la suerte, el privilegio, el fastidio, o la desgracia -depende de quien se trate y el auditorio que se encuentre- de conversar con el público, tratar de explicar las pocas cosas que sabemos, si es que sabemos alguna, de razonar ante testigos presenciales. Hace unos días, en uno de esos encuentros, una señora me presentó una hipótesis que no esperaba.
-¿Y si muere Scioli? -me preguntó- ¿Qué pasa si muere Scioli? Esa es mi preocupación.
Me pareció que no había entendido. Le pregunté, con curiosidad:
-Discúlpeme. Yo sé que todos nos vamos a morir y tal vez esa ley, alguna vez, incluya a Scioli. Pero ¿usted tiene algún dato, un informe sobre su salud que sea secreto? Porque a mí me parece que no es demasiado probable que se muera Scioli en los próximos años.
Ella me miró como si me subestimara. Lo juro: fue así, o eso es lo que sentí. Y atacó de nuevo, suspicaz, ya desconfiando de mí.
-Me refiero a si lo matan. ¿O usted cree que no lo pueden matar? ¿No vio lo que pasó con Nisman? Y si lo matan, asume Zannini, que es maoísta. ¿Me entiende cual es el riesgo?
Yo intenté ser didáctico. Le expliqué que en otros países -Estados Unidos, para empezar- hay cierta tradición magnicida. Pero acá no. El lugar que el destino le reservó a los presidentes no ha sido especialmente agradable, pero desde 1862 solo tres debieron retirarse antes del poder porque murieron o no les dio el cuero.
Scioli es un tipo joven, deportista. Y, además, Zannini era maoísta, significara eso lo que fuera, hace mucho tiempo. Y aun cuando él asumiera el poder por una desgracia, esta sociedad ha demostrado una y otra vez que le pone límites a cualquier locura: frenó los intentos faraónicos de Menem y Cristina, por ejemplo.
En fin, que la suya es una preocupación -le dije- un tanto exagerada.
Me miró, como quien mira a alguien que le quiere vender un auto usado.
Luego de la charla, me dijo:
-Vos a mí no me engañás. Vos sos kirchnerista. Hacés propaganda por Scioli. Dijiste que no es igual que Cristina, dijiste que no va a ser un títere si gana, que no nos tenemos que preocupar por Zannini.
Lo curioso es que comenté este disparate en una mesa donde había dos amigos kirchneristas, de esos que llegaron a pensar en tatuarse a Néstor en el corazón y pueden incluso lagrimear con un video de 678 (sí, los tengo, los tengo).
Uno de ellos, llamémosolo Juan, se me sinceró.
-Y… no estaría mal.
Casi escupo el café.
-¿Que cosa?
Habló el otro, llamémoslo Gastón.
-Bueno, desear que se muera sería un disparate. Pero nosotros lo votamos con la esperanza de que, alguna vez, con suerte, asuma Zannini. O sea, que a Yoli le pase algo. Es muy derechoso ese Yoli (N. del A.: Yoli es el apodo con que parte del mundo kirchnerista identifica a Daniel Scioli).
Con cierto temor de que se ofendan, alcancé a preguntar, casi en un susurro.
-¿En serio lo dicen? Y, digamos, ¿es una idea solo de ustedes dos o hay mucha otra gente que desea lo mismo?
Llamémoslo Juan fue categórico:
-Todos nosotros queremos que eso pase. Y somos un montón.
Llamémoslo Gastón agregó:
– Es el proyecto.
-Pero ustedes están mamados -intenté razonar-¿Cómo van a votar a alguien deseando que se muera?
-Nosotros queríamos votar a la Jefa. No pudimos. Y ahora votamos a Zannini -dijo uno.
Primero pensé que era una anécdota menor, que tuve la mala suerte de cruzarme con personajes extremos, alterados sus nervios por la proximidad electoral, víctimas de alteraciones de percepción producidas por todos estos años tan intensos. Pero luego recordé que Elisa Carrió había advertido que lo podían matar a Scioli. Y que Eduardo Jozami había dicho hace un tiempo que solo podría apoyar a Yoli en el caso de que llevara a Máximo de vice, para que asumiera este último. O sea que hay gente que, de alguna manera, expresó esa preocupación o ese deseo en público. Debe haber algunos más a los que esa perspectiva -la de que Scioli, si gana, sea sucedido por Zaninni- los fascina o los angustia.
Hay, además, variantes moderadas de esa extravagancia que ancla en la idea -deseada por unos y temida por otros-de que Cristina siga en el poder, sea como sea, después del 10 de diciembre. Unos temen que La Cámpora, desde los miles de cargos menores que sus militantes ocupan en el Estado, condicione al próximo Gobierno. Otros lo desean. Unos temen que si gana Scioli, el kirchnerismo busque la manera de limitar su poder -rodearle la manzana, es la metáfora preferida-o, directamente, de desplazarlo para que asuma su vicepresidente. Otros lo desean. No se trataría, en este caso, de desplazar a Scioli sino de atajos menos cruentos. Pero, para ambos, es un tema central de la transición que estamos viviendo. ¿Cual es el poder que tendría Cristina?
La frase que sigue desilusionará tanto a unos como a otros y transformará a su autor en sospechoso para ambos: es posible que la presidenta saliente, y el movimiento que conduce, ya no sean tan importantes y que haya que ocuparse de temas más importantes para el futuro del país. No es que no lo haya sido. No es que esté escrito que no lo vuelva hacer. No es que no haya quienes tienen pesadillas con ella o quienes se tatúan una frase un poco boba como no fue magia en la nuca. Todo eso existe. Pero, tal vez, sea menos trascendente de lo que parece.
En los últimos años, después de aquel 54% del 2011, Cristina fue mucho más impotente que decisiva. Cristina no logró ganar las elecciones intermedias, no pudo imponer su continuidad en el poder, no consiguió que un dirigente de su espacio sea candidato a su sucederla. Termina su mandato con el peronismo -no el kirchnerismo- con grandes problemas para llegar al 40% de los votos, y con su parentela con dificultades para ganar en su propia provincia. El fantasma de La Cámpora, como corresponde a los fantasmas, tiene muchos rasgos fantasmales. No es que no controla la CGT: no tienen un solo dirigente sindical. No hay un solo gobernador y hay apenas un puñado de intendentes que pertenecen a esa organización. No les responde una sola Federación Universitaria. Cristina no logró vencer al grupo Clarín -sus radios y su canal de televisión baten records de audiencia- ni a la petrolera Shell (la más confrontativa en comparación con Petrobras, Repsol y Esso, cuya participación, en cambio, se redujo). Tuvo que tolerar el portazo de Florencio Randazzo. Y no logró desplazar a tres enemigos en el Poder Judicial: Carlos Fayt, Claudio Bonadio y José María Campagnoli.
El poder que surge en el oficialismo, antes de llegar a la Casa Rosada -si es que lo logra- ya está dando señales de independencia, a punto tal que no incorpora a ningún dirigente de La Cámpora en su eventual gabinete, desplaza a hombres de confianza de Cristina como Oscar Parrilli y, además, responde palo con palo.
¿O no fue Juan Urtubey, días antes de que Scioli lo exhibiera en Idea, quien dijo que «alguna gente está nerviosa porque en dos meses se tiene que volver a la casa»? Todo eso ocurrió mientras Cristina está en la Rosada. Es bastante previsible, para quien siga la línea de puntos, lo que sucederá cuando la abandone: no es puede descartar su regreso pero es más probable que su destino sea similar al de Menem, Duhalde o Alfonsín.
Este panorama es incómodo para quienes necesitan del liderazgo de Cristina para encontrar sentido a su vida. Pero también para quienes se han acostumbrado a que el eje de sus temores, miedos y ansiedades lleva su nombre y, sobre todo, su apellido.
En las últimas dos décadas, la sociedad argentina ha puesto límites muy claros a la ambición de poder desmedido de Carlos Menem y Cristina Kirchner, dos presidentes muy intensos e influyentes, a punto tal que era tan difícil imaginar a la Argentina sin Menem como lo es ahora pensarla sin Cristina. Si el presidente que llega no lee correctamente ese mensaje, tal vez choque contra el mismo muro, los mismos límites. Y si le ocurre una desgracia, que solo los fanáticos desean o temen, el primer problema será para sus vicepresidentes: gobernar la Argentina no fue fácil nunca para los presidentes, mucho menos lo será para los suplentes.
Hace muchos años, en tiempos más esperanzados y tumultuosos, el novelista Dalmiro Sáenz escribió un texto que fue un best seller arrasador. Se llamaba El día que mataron a Alfonsín. Su título representaba un temor extendido en un enorme sector de la sociedad democrática. Afortunadamente, Raúl Alfonsín falleció de muerte natural muchos años después y ese relato quedó en terreno de la ficción. No hay razón para pensar que esta vez, gane quien gane el domingo, las cosas sean distintas. El tiempo pasa, unos presidentes desplazan a otros, y la democracia va andando, como quien no quiere la cosa, así, naturalmente, a tal punto que para los menores de 40 no hay registro emotivo de haber vivido en otro sistema político. Muchas veces, esto ocurre a pesar de sus líderes.
De todos modos, cada cual puede elegir creer en fantasmas.
Que los hay, obviamente.
Los hay.
Bú.

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