El populismo al gobierno, el plasma al poder

Aún no amanece en la Panamericana. El taxi avanza sereno, al filo de la madrugada. El chofer, un chico de 25 años, le pregunta a su pasajero, al que conduce a una conferencia: «Los políticos son todos corruptos, ¿no?». Le explica: «Pregunto, porque yo de política no sé nada, no me interesa». A los pocos kilómetros, luego de saludar con inusual cortesía al empleado del peaje, dice: «Yo antes era malhumorado, nervioso; ahora, desde que estoy de novio, cambié, ella me ayuda a ser mejor». Luego hace silencio y súbitamente comenta, de la nada: «Sabe, el otro día me compré un plasma de 40 pulgadas y una laptop; lo pagué en efectivo». Después, completa brevemente su historia. Como no quiere estudiar, pero quiere progresar, su padre le propuso compartir el taxi. Él lo maneja en el turno de las 4 de la mañana a las 4 de la tarde; su papá, el resto del día. En el viaje de regreso comenta que aprovechó el tiempo de espera para contratar, con su teléfono celular, un sistema de cable satelital que le permitirá tener 200 canales, televisión interactiva y alta definición por «sólo 700 pesos por mes». A su modo, el chico tendrá el control. Su cuota de poder imaginario, posibilitada por el consumo y la tecnología.
Este testimonio, aparentemente inconexo, tal vez responda a un orden no manifiesto, que acaso sea posible descifrar. El modo de pensar del joven taxista podría estructurarse en torno a tres ejes. El primero es el afán de mejoramiento personal y de progreso económico. Él, según manifiesta, quiere tener mejor carácter y poseer más bienes: una personalidad amable, una casa equipada, un trabajo seguro. Ése es su horizonte de aspiraciones. El segundo eje de su discurso denota una completa desconexión con la esfera pública. No sabe nada de política ni le importa. Lo que está más allá de su vida personal es como una nebulosa lejana y poco atrayente. «¿Quién es ese Zannini del que hablan en la radio? No lo conozco», pregunta al pasar, extrañado. Pronto vuelve a otro plano, mucho más seductor para él, que constituye su tercer eje: la fascinación por el consumo. El plasma de 40 pulgadas con 200 canales -«que me costó diez mil pesos»- es su objeto de deseo, el bien necesario, sin el cual la felicidad no es concebible. Y está al alcance de la mano, en efectivo o en cuotas. Basta tener un trabajo y saber administrarse.
Los individuos atraviesan sus biografías ajenos a las clasificaciones y a los rótulos que les pondrán los especialistas. Analizando, con mirada sociológica, la vida y el pensamiento del joven taxista, puede decirse que él -sin saberlo- vive en la intersección de dos vastos fenómenos que lo condicionan y determinan. Por un lado, es un miembro típico de lo que se denomina «la nueva clase media latinoamericana», impulsada por la excepcional situación económica que vivió la región en la primera década del siglo. Por otro lado, es un hijo de la cultura hipermoderna global, cuyos signos son la imagen, la tecnología, el hedonismo, las redes de comunicación, el consumo desenfrenado, la conducta trasgresora. Una cultura donde el mercado, el espectáculo y el entretenimiento impusieron su lógica. Una cultura que perdona al que infringe la ley, si es un héroe deportivo y ensaya un llanto de pacotilla para conmover a sus fans, como sucedió esta semana con el futbolista Arturo Vidal en Chile.
Ajena a la esfera pública, pero consciente de la mejora económica experimentada, la nueva clase media latinoamericana adoptó en los últimos tiempos una actitud política conservadora, premiando la continuidad de sus gobiernos, más que el cambio. O bien, una permuta de nombres, sin alternancia. En los sucesivos comicios de los últimos dos años en Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil y Uruguay se repitió el mismo patrón: la confirmación del presidente o la elección de una figura del mismo partido para sucederlo. Chile y Paraguay, después de cortos interregnos, regresaron a partidos o coaliciones que habían gobernado durante décadas. La respuesta promedio de las clases gobernantes de la región fue un populismo de centroizquierda, con fuerte acento en la democracia electoral, la intervención del Estado, y la ampliación del mercado interno y la cobertura social. Las sociedades progresaron materialmente, pero muchas evidencias indican que las instituciones y el concepto de ciudadanía sufrieron retrocesos.
En este contexto, la elite política argentina está terminando de confeccionar su oferta para la elección presidencial. El oficialismo cerró filas, jugándose a la continuidad. Estima que las clases que ascendieron socialmente volverán a elegirlo. La oposición, fragmentada, intentará quebrar la hegemonía, apostando a los sectores que demandan alternancia. Más allá de los matices, los candidatos harán campaña envueltos en un populismo de época, que promete mantener el bienestar, mientras oculta las graves carencias que lo tornarán problemático. Todos apuntarán a las aspiraciones y a los sueños del joven taxista. No se trata de si Scioli al gobierno y Cristina al poder. Se trata, en realidad, del populismo al gobierno y del plasma al poder..

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