«House of K», capítulo 1

Pesado. Imposible. Así se sentía el domingo por la noche, pleno enero, en Buenos Aires. Algunas nubes pasaban oscuras por el cielo sobre la 9 de Julio. Los colectivos, en el asfalto, sobre el silencio de las entrañas del subte. Los televisores en las casas seguían un racconto de Estambul. En el aire había una sensación extraña. Ya había pasado la medianoche. De a poco se iba apagando todo, hasta que el run-run se empezó a sentir con fuerza y el ruido se tornó insoportable.
-Me acaban de informar sobre un incidente en la casa del fiscal Alberto Nisman-, twitteó un periodista del Herald y todo estalló.
El gobierno, prófugos iraníes, las agencias de inteligencia, el peor atentado de la historia del país, una denuncia muy pesada y un muerto. Así, sucesivos, uno al lado del otro, parecen los pilares de un entramado político-policial del mundo de la ficción. Una versión más profunda de ambición de poder, corrupción, vicios, engaños, crimen organizado, terrorismo de estado y servicios de inteligencia que superan a la sugestiva serie norteamericana «House of Cards». Una casa de naipes que representa la construcción de los hilos que sostienen al “verdadero” poder en el Congreso y la Casa Blanca de los Estados Unidos. “House of K”, es la versión de la argentina. Pero, esta vez, la realidad superó a la ficción.
En poco más de una semana y media, el país se vio inmerso en un estallido político de proporciones todavía incalculables. Desde la denuncia del fiscal especial para la causa AMIA, (que fue designado con la venia de Néstor Kirchner), con la imputación y el pedido de indagatoria de Cristina y el canciller Timerman por una «confabulación criminal» junto a otros funcionarios para «decidir, negociar y organizar la impunidad de los prófugos iraníes», hasta la irrupción de la noticia de su muerte. Lo que no podía pasar, pasó.
Un disparo letal en la cabeza del fiscal. Una pistola Bersa Thunder calíbre 22. El cuerpo en un charco de sangre en el baño. La escena del crimen en la lujosa y vigilada tercera torre de Le Parc en Puerto Madero. En el escritorio las carpetas y resaltadores con la denuncia que iba a ampliar en el Congreso: la cita que nunca ocurrió.
LA HORA SEÑALADA
Hablaba por celular. Miraba de reojo a las cámaras. Llevaba una camisa arremangada y la transpiración opacaba aún más el azul oscuro. Berni fue el primero en llegar. Eso dijo. Eso declaró a todos. Pero parecía desconcertado. En plena entrada a la tercera torre de Le Parc en Puerto Madero que ya tenía un cordón que frenaba a los curiosos, a algunos vecinos y a los primeros periodistas en llegar. El tránsito en la calle Azuzena Villaflor al 450 estaba totalmente cortado. Había móviles de la Prefectura. De la Policía. Una ambulancia del SAME. Un móvil de la brigada antiexplosivos. Y el peor indicio: un móvil de la unidad médica forense.
Una tal fiscal Fein había llegado y había dicho que había sido llamada porque “algo estaba pasando” en el departamento del hombre en el que habían caído todas las miradas del país. El hombre que había hecho la denuncia más impactante de la historia argentina sobre un Presidente en democracia. El encubrimiento en la AMIA. Sal gruesa en la herida más profunda del país, que lleva 21 años sin cicatrizar.
El eco fue insoportable. El país se estremeció y salió a repudiar la muerte. «Yo soy Nisman», los carteles improvisados en la simbólica Plaza de Mayo y otros lugares del país. El reclamo de Justicia estalló en medio de las contradicciones oficiales y los interrogantes de Cristina a sus seguidores en redes sociales.
“Momentos como estos requieren de alguien que actúe. Alguien que haga lo desagradable. Lo necesario”, dice Frank Underwood, el personaje principal de la serie norteamericana. Lo dice mientras sacrifica a un perro en plena calle y empieza a revelar que es capaz de cruzar todos los límites.
¿CONTRA-INTELIGENCIA?
Mientras tanto, en Argentina, a una semana y media de la muerte del fiscal que conmocionó todos, la trama política pasó -con los giros de la Presidenta en sus posteos de Facebook- de un suicidio a un asesinato. El oficialismo y la misma Cristina desacreditaron a Nisman públicamente y luego lo convirtieron en víctima. Apuntaron sus cañones a los jueces, a los medios y corrieron la atención hacia los servicios de inteligencia. La Presidenta apuró al Congreso con un proyecto para desarmar la exSIDE. Cuando horas antes escrachaba por redes al periodista que tuvo la primicia moderna más caliente de la democracia.
Sin restos de pólvora, sin testimonios fuertes y todavía sin imágenes de las cámaras de seguridad, todo se inclinó hacia el asistente del fiscal, Lagomarsino. El hombre que le prestó el arma que terminó con su vida.
El estilo Underwood, en una escena de blanco absoluto, sobre una silla de ruedas, la Presidenta rompió la cuarta pared, hablo directamente con los televidentes y les dijo: «Miren a Lagomarsino»(sic), por Cadena Nacional. La televisión se llenó de informes sobre sus actividades, sobre sus gustos, sus costados oscuros. Pero el silencio del acusado se hizo imposible. En otra cadena, la propia, el mismo Lagomarsino salió a contar su historia.
-Nisman no confiaba ni en su propia custodia, dijo ante más de 20 micrófonos, en una transmisión simultánea para todo el país.
Antes, en otro punto de Buenos Aires, fue turno de la fiscal, en un vivo casi simultáneo del del asistente de Nisman. Fein habló ante las cámaras y volvió a echar tierra sobre los interrogantes que se soltaron desde la Rosada. Esas dudas que salieron, antes, incluso de que se supieran los resultados de la primera pericia.
-Sacó el pasaje el 31 de diciembre desde Buenos Aires para arribar el 12 de enero. No cambió el pasaje en Europa. Ya sabía cuando volvía, dijo y retumbó en los despachos.
¿Cómo seguirá la trama política de «House of K»?

Acerca de Napule

es Antonio Cicioni, politólogo y agnotólogo, hincha de Platense y adicto en recuperación a la pizza porteña.

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