Scioli-Randazzo, un fanatismo inexplicable

La épica siempre es convocante en política. La invitación a protagonizar, a acompañar o simplemente a mirar extasiados un acto de heroísmo siempre ha resultado una herramienta de seducción, ya sea auténtica o manipulada, para las grandes mayorías. El peronismo siempre ha tenido una épica –las tres banderas de Soberanía Política, Independencia Económica y Justicia Social– que ha enaltecido los mejores valores de nuestro pueblo pero que también ha llevado a cometer grandes desmanes por su desmesura. La «Patria Peronista», la «Revolución», el «Socialismo Nacional» o la tan mentada «Liberación Nacional» son apelaciones que han marcado a fuego la vida política del pueblo. Todos, quién más quién menos, hemos sido atravesados por alguna de estas consignas, ya sea a favor o en contra, ya sea como soldados de uno o de otro frente.
La épica es la sal de la vida pública. Los grandes momentos históricos suponen actos de coraje a hombres y mujeres que, en otras circunstancias, se quedarían en sus casas viendo crecer a sus hijos. Sin épica no hay movilización política, no hay militancia, no hay fervor ni pasión. Y tampoco hay fanatismo. Épica hubo en la Revolución de Mayo, en los enfrentamientos entre unitarios y federales, en los levantamientos radicales de finales del siglo XIX, en las luchas obreras de principios del siglo pasado, por citar tantos casos. El Kirchnerismo ha construido una épica en la última década. Desde el desafío a George Bush en la cumbre contra el ALCA en Mar del Plata hasta las jornadas de pelea contra las organizaciones rurales, desde la muerte de Néstor hasta los discursos no exentos de agonía de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, hay una serie de momentos que cargan de sentido la vida de millones de argentinos.
Los enfrentamientos de los años setenta entre los seguidores de la Patria Peronista y la Patria Socialista le costaron carísimos al movimiento nacional y popular.
Esa épica no puede ser prestada. Porque está basada en la confianza entre un determinado liderazgo político y sus seguidores. Quien escribe estas palabras, como parte de una gran mayoría popular, estudió con minuciosidad al kirchnerismo hasta que se convenció, finalmente, de que había una resignificación de la política por parte de Néstor Kirchner y un salto de calidad estratégico posterior en términos de Estado-Nación –esto dicho a título personalísimo– con Cristina Fernández de Kirchner. Como es obvio, esa confianza no puede ser transferida mágicamente. Debe ser revalidada en los hechos y con acciones. No es lo mismo el papel de un conducido cuando pasa a ser un conductor. Nadie, a priori, es ni el depositario ni el propietario de esa (podríamos llamarla) «fe» política.
La interna del peronismo ha sido cercenada a dos opciones claras: Daniel Scioli y Florencio Randazzo, un heredero del menemismo, el otro, del duhaldismo bonaerense, ambos autodenominados «peronistas kirchneristas». El primero, acompañante de la fórmula de Néstor y posterior gobernador de la principal «Caja de Votos» del padrón nacional, el segundo, ministro mimado gracias a su gran capacidad de gestión al mando del Ministerio del Interior de los, prácticamente, doce años del gobierno kirchnerista. A priori, si uno no quisiera entrar en contradicciones, deberíamos decir que no estamos frente a una amplitud ideológica demasiado polarizada, sino más bien de dos expresiones relativamente centrípetas hacia el interior del peronismo.
Sorprende ver el nuevo enamoramiento de sectores indubitablemente kirchnerista y progresistas con la figura de Randazzo –quien hasta hace poco era absolutamente denigrado por esos mismos sectores– dispuestos ahora a dar la vida por un buen hacedor de la cosa pública, un buen administrador, un buen gestor, pero integrante del «peronismo conservador». Quien escribe estas líneas recuerda casi con asombro la forma en que fue defenestrado por algunos de esos sectores cuando, hace ya más de un año, osó plantear públicamente que «quien resolviera la cuestión de los ferrocarriles en el área metropolitana se convertiría en un gran elector o en un gran candidato a la presidencia de la Nación». El autor de esta nota sigue creyendo –ante esta dicotomía– que el perfil y el discurso del ministro del Interior es el que más se identifica con las necesidades de la etapa que se aproxima y, al mismo tiempo, con la continuidad del kirchnerismo, aunque duda del interés sincero del candidato por el electorado cautivo del Kirchnerismo ya que desdeña consecuente los medios públicos, como Radio Nacional, que le hablan directamente a esa porción del electorado. Claro que si de desprecio por los medios públicos se trata, habrá que reconocer que el propio Scioli tampoco ha querido sentarse nunca en la mesa de los medios públicos a discutir seriamente sobre la continuidad del kirchnerismo. ¿Les interesa seriamente el electorado kirchnerista o es sólo un instrumento de acumulación electoral?
Como sea, ambos candidatos están entrampados en lógicas diferentes: Scioli hace esfuerzos por kirchnerizarse a toda costa, ya que sabe que al electorado «No K» ya lo tiene de su lado. Randazzo, en cambio, intenta hacerse fuerte en la porción «Ultra K» del electorado descuidando aquellos sectores no tan ideologizados que son los que debería atender para ampliar su base, ya que, al parecer, el candidato «Más K» –sepa disculpar estimado lector el galimatías– es el propio hombre de Chivilcoy.
Convencido de que el affaire sobre el accidente de Scioli es una operación de mal gusto por parte de ambos sectores –el llanto de Karina Rabolini en el programa de Alejandro Fantino fue muy poco creíble–, este cronista –como diría el talentosísimo Mario Wainfeld– no comprende el nivel de agresividad que ha alcanzado la interna peronista. Teniendo en cuenta la poca polarización ideológica entre ambos candidatos no se comprende el nivel de operaciones políticas cruzadas y de chicanas discursivas que mantienen tanto los candidatos, como lo que es peor, entre sus seguidores. Porque a decir verdad ¿qué épica justifica tanta vehemencia militante? ¿La épica de poner más policías en las calles para reprimir con más violencia la delincuencia callejera? ¿La épica de elaborar con rapidez y eficiencia un documento determinado?
Relato heroico es haber pedido perdón en nombre del Estado por los delitos de lesa humanidad, es haber enfrentado a George Bush en su propia cara, es haber peleado con los sectores concentrados de la economía como la Sociedad Rural y el Grupo Clarín, es haberse negado a arrodillarse frente a los fondos buitres. Por esa épica –más allá de las profundidades y de los resultados– vale la pena batirse a capa y espada. ¿Pero vale la pena «dar la vida por» dos candidatos que todavía no han demostrado en ligas mayores su capacidad de generar confianzas en las mayorías?
A no equivocarse: el peronismo debe ganar las elecciones. A como dé lugar. Pelearse salvajemente entre dos facciones internas que, una vez terminadas las PASO, tendrán que acompañarse mutuamente es un negocio pésimo. Excepto que se trate de una estrategia para ocupar todo el centro de la escena mediática y desplazar a Mauricio Macri –jugada brillante si resulta bien–, elevar el tono de la confrontación en un mapa donde gran parte de la sociedad está buscando un poco de moderación no parece acertado. Y conviene no olvidar que en el juego mediático democrático el victimizado siempre sale mejor parado que el victimario. Atacar demasiado a un candidato –ya sea Scioli o Randazzo– siempre es favorecerlo.
Los enfrentamientos de los años setenta entre los seguidores de la Patria Peronista y la Patria Socialista le costaron carísimos al movimiento nacional y popular. Recién 15 años después, una visión destartalada y oscura del peronismo pudo volver a gobernar el país en 1989 y casi 30 años después lo pudo hacer en su versión más luminosa. Perder siempre es la peor opción. Por otra parte, hoy, no se justifica tanta pasión por tan poco.
En el año 2007, Daniel Filmus y Jorge Telerman se enfrentaron desmedidamente en las elecciones a jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Sobraron la situación y creyeron que el que llegaba a la segunda vuelta era el ganador de las elecciones. Los porteños consideraron que ese nivel de confrontación era desapropiado para el momento político que se vivía. El festival de trapitos al sol secados contra uno y otro candidato espantaron al electorado que optó, mayoritariamente, por Mauricio Macri, quien gobierna desde hace ocho años la capital de la República. No hay que ser zonzos. Nadie gana perdiendo. No hay que hacer perder a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Por todo lo que se ha hecho en estos años, no se lo merece ella ni tampoco los millones que han apostado por este proyecto político, económico y cultural.
Por lo demás, nunca es buena política robarse las sábanas entre fantasmas.

Acerca de Napule

es Antonio Cicioni, politólogo y agnotólogo, hincha de Platense y adicto en recuperación a la pizza porteña.

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