Un divorcio contencioso que recién empieza y donde todos pueden perder mucho

Tras la fractura que expuso anteayer la reunión del Consejo Directivo de la CGT, con el plantón de los «gordos» y los «independientes» al novel bloque belicista animado por Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, un único interés sigue cohesionando a toda la dirigencia sindical: la continuidad de Jorge Triaca como ministro. Los referentes de los gremios más numerosos, como Héctor Daer y Armando Cavalieri, calculan que bajo su ala seguirán bien guarecidos de la selectiva cruzada anticorrupción que emprendió contra los rebeldes una Justicia cada vez menos preocupada por mostrarse independiente del Ejecutivo. El resto, incluso los que motorizan la marcha del 22 de febrero, prefiere que la paritaria más conflictiva desde que Moyano rompió con el kirchnerismo sea piloteada por un ministro zombie, a quien Marcos Peña defendió por radio casi a regañadientes cuando llegaban a su fin las largas vacaciones del Presidente.
Mauricio Macri decidió dejar en manos de su ministro más feble el desafío político del año: fijarle a las paritarias un techo del 15%, sin cláusula gatillo, mientras las consultoras de la City proyectan un aumento del costo de vida del 19,5% para 2018. En otros términos, le encargó convertir a los salarios en el ancla inflacionaria después de un 2017 donde empataron y un 2016 donde perdieron por goleada. Para la misión lo munió de palos pero no de zanahorias. Y no solo porque el año par exige austeridad en todos los órdenes. El escándalo de su casera Sandra Heredia, a quien antes de insultar por whatsapp empleó en negro su familia y cuyo sueldo procuró después recomponer con dineros ajenos, designándola en un gremio intervenido, lo vació de poder incluso para reclamar mejores municiones al generalato.
El líder de los bancarios y de la Corriente Federal, Sergio Palazzo, evitó por eso pedir su renuncia aun cuando Triaca atacó el «aporte solidario» que deriva a La Bancaria un 1% del salario de todos los empleados de la actividad, afiliados o no, que le reporta al sindicato unos 300 millones de pesos por año. ¿A qué aspiran los Gordos como recompensa por no hacer olas y acatar el tope? Apenas a mantener lo que consideran suyo. Tanto Daer como Cavalieri cobran sendos «aportes solidarios» y recaudan varias veces lo que Palazzo. El jefe de los mercantiles complementa esos ingentes ingresos con acuerdos taylor made como el que celebró con MercadoLibre cuando su CEO Marcos Galperín echó a quienes se postularon a delegados sindicales en su empresa, modélica para el Presidente.
La alternativa, además, no luce muy atractiva para ningún gremialista. El ministro de Trabajo bonaerense, Marcelo Villegas, el reemplazante que le propuso Peña a Macri en las horas de mayor exposición del caso «Sandrín», llegaría a Alem 650 con los bríos que ahora le faltan a Triaca. Sus antecedentes también lo hacen más temible: antes de sus ocho años como Director de Capital Humano del grupo Telecom, donde cultivó su amistad con los Werthein, trabajó para Walmart, denunciada insistentemente ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) por sus prácticas antisindicales. Antes fue ejecutivo de Suez, la firma francesa a la que el Estado acaba de aceptar indemnizar por 405 millones de dólares por la estatización de Aguas Argentinas.
Sandrín y el Pelado
Los más sagaces operadores de Triaca sospechan que detrás de la difusión del caso de Sandra Heredia estuvieron Barrionuevo y Ezequiel Sabor, el delfín que el gastronómico logró colocar primero como subsecretario de Trabajo en la Ciudad (durante todo el segundo mandato de Macri) y luego como viceministro de Trabajo en la Nación. El «Pelado» Sabor fue eyectado de su silla en agosto pasado, cuando empezó a resquebrajarse la alianza de Macri con Moyano y Barrionuevo, en medio de sospechas de corrupción que Triaca jamás desmintió puertas adentro. Su paracaídas dorado fue la embajada argentina en México, un destino picante, donde todavía no le dieron el plácet pero donde ya se entretiene ayudando a montar un restaurante. Quizá en homenaje a su verborrágico mentor.
Lo que preocupa a los empresarios más poderosos del país es que se desate una guerra sin cuartel de la que todos salgan heridos. Un ataque de cédulas judiciales y resoluciones ministeriales a la que siga luego una contragolpe de piquetes y marchas callejeras, coronados por una eventual represión como las que ya empezaron en diciembre a drenarle votos al Gobierno. Un pase de facturas entre la política, la dirigencia sindical peronista y los dueños del capital que nadie sabe dónde puede terminar. Ya no se trata solo del cuco de los delegados de izquierda, marginales en los gremios de servicios (salvo los docentes) y circunscriptos en los industriales a ciertas regiones, como el cinturón fabril de Panamericana. Lo que peligra es una pax romana de la que son garantes desde la vuelta de la democracia (y en algunos casos desde antes) los mismos dirigentes, hoy en el ocaso de su vida útil.
El problema es que ese pacto tácito de gobernabilidad también tuvo a los mismos protagonistas del lado empresarial. Y que en la tercera pata (el Estado) también se repiten los nombres, aunque hayan cambiado las jurisdicciones. ¿O no fueron «privilegios» las millonarias indemnizaciones que ordenó pagar Macri en 2012 a los 7.000 recolectores afiliados a Camioneros cuando se renovaron las concesiones porteñas y se les cambiaron los uniformes, con garantía de continuidad laboral para todos? ¿No venía esa deuda desde la época en que se cayó la concesión de Manliba, del grupo Macri? ¿No colaboró todo ello para que los porteños terminaran pagando el doble per cápita que los cordobeses por la recolección, o el cúadruple que los rosarinos, como estimó el exlegislador Martín Hourest? ¿Por qué sostuvo Macri sin contrato durante casi una década a las dos concesionarias de las grúas, Dakota y BRD, que juntas emplean a más de 800 afiliados al SiChoCa?
El búmeran OCA
La suma de todos esos miedos empresariales y gubernamentales se concentra hoy en OCA, el gigante postal que pertenece en los papeles al pintoresco Patricio Farcuh (cabeza del grupo Rhuo) pero donde se entrelazan intereses de lo más diversos: desde los de Moyano hasta los del vicejefe de Gabinete Mario Quintana, pasando por el banquero favorito de Macri, Gabriel Martino. El Gobierno procura utilizar contra el camionero la denuncia de la Procuración Antilavado (PROCELAC), condimentada luego por los hallazgos de la Unidad de Información Financiera (UIF) sobre inexplicables movimientos de fondos entre OCA y empresas y fundaciones ligadas a los Moyano. Pero la investigación amenaza con volverse un búmeran. Al menos contra quien Quintana acaba de designar como CEO del Correo Oficial debajo de su ornamental presidente, Luis Freixas Pinto.
El hombre en cuestión es Gustavo Papini, quien no figura en la denuncia pero a quien cabría perfectamente una imputación como «toda otra persona física o jurídica que haya intervenido en el accionar ilícito» que denunció la PROCELAC. Papini, ex director del grupo Pegasus (fundado por Quintana) asumió en septiembre como director general del Correo Oficial. Antes fue director financiero del grupo Rhuo, desde septiembre de 2012, y CEO de OCA, desde diciembre de 2013. Justo cuando la PROCELAC denunció que las firmas empezaron a desviar aportes patronales para financiar el giro de su negocio. Y a tercerizar empleados mediante cooperativas, de modo fraudulento.
Martino también podría terminar salpicado porque el HSBC renunció en 2015 a una acreencia de $9.600.000 a cambio de la transferencia de un inmueble que una de esas firmas ligadas a los Moyano había pagado tres meses antes 294.750 dólares (equivalentes a $2.506.848 de entonces). Para la PROCELAC, se trató de «una diferencia significativa y carente de justificación económica» que amerita investigar lavado de dinero.
Antes de la guerra entre Moyano y Patricio Farcuh, según fuentes del mercado postal, Quintana procuró convencer a Farcuh junto a Martino de que vendiera la empresa para construir «un Amazon argentino». Sueños ya viejos, aunque no tengan más de dos años. Pero que pueden volver convertidos en pesadillas.

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