Pasó la turbulencia dice el Gobierno, aunque no queda claro cómo será lo que resta del vuelo. Mucho se ha dicho sobre las causas de la corrida cambiaria y el impacto que tuvo en los mercados la decisión de recalibrar las metas de inflación y subordinar al Banco Central la política económica del Gobierno en el último día de los inocentes, el 28 de diciembre. Se ha hablado también bastante del aislamiento de la mesa chica que aparentemente se encogía con el paso del tiempo. Prueba de ello fue la necesidad de agrandarla convocando a otros miembros de la coalición gobernante, como el jefe de la bancada de Cambiemos en la Cámara Baja o el ministro del Interior, que hubieran sido piezas claves en el armado político de cualquier oficialismo minoritario que necesita negociar consensos con la oposición. Sin embargo, menos se ha dicho sobre el aspecto de la crisis política que abarcó la relación con la opinión pública y que pega en el centro de lo que se considera el fuerte del ala comunicacional del Gobierno, la que nunca perdió su asiento en la mesa chica.
El aumento de tarifas y su impacto negativo en la popularidad del Presidente fue un llamado de atención que no fue atendido con la seriedad debida pese a la insistencia de los socios no PRO del Presidente. Después de la reforma previsional de diciembre, que había sido muy impopular, el costo del tarifazo fue claro para los políticos, como se vio en la votación de la Cámara Baja. No solamente los radicales y Lilita criticaron la medida y pidieron prorratear las subas sino que también hubo resistencia a pagar el costo político de oponerse a la propuesta peronista de retrotraer los aumentos. El peronismo, por el contrario, se despertó frente al declive en la popularidad de Macri asomándose a la posibilidad de pelear por el ballottage en 2019, lo que generó incentivos para coordinar las estrategias del peronismo denominado «racional» y el kirchnerismo.
La caída en la popularidad de Macri no le pasó desapercibida a los políticos, aun si no tenía un beneficiario claro, porque esa popularidad era el principal capital político del Gobierno. Los argentinos se habían vuelto optimistas respecto al futuro incluso cuando no lo eran respecto al presente. Ese sorprendente optimismo se estaba acabando aun antes de la turbulencia cambiaria de los últimos días. Los aumentos tarifarios decepcionaron a un público que creía las promesas gradualistas. Abril fue un mes clave porque por primera vez, la visión negativa del futuro alcanzó a la positiva y la desaprobación del presidente Macri superó a su aprobación (encuestas de la Universidad de San Andrés). Más aún, la satisfacción con la marcha de la economía cayó a 20%. En este contexto, el futuro se comenzaba a nublar, y la promesa de que la reelección de Macri haría que el gradualismo rindiera los frutos esperados por los mercados financieros se tornaba más riesgosa.
El amor de Wall Street está mediado por la tasa de interés y las comisiones financieras, pero también se sostenía en la promesa de que Macri venía a terminar con el populismo y que estaba logrando un cambio cultural. Sus sucesivas victorias electorales -dos veces derrotó al imbatible peronismo- y su popularidad eran indicadores que justificaban expectativas de mayor plazo. No se esperaba ya que fuera el primer gobierno no peronista que terminara su mandato sino también que fuera el primer presidente no peronista reelegido. Esas esperanzas se comenzaron a empañar con la caída de la popularidad de Macri aunque el Gobierno no lo hubiera internalizado.
Al llamado de atención que el oficialismo recibió en abril, se le sumó la corrida cambiaria de mayo, que lo llevó a buscar la ayuda del Fondo Monetario Internacional. El dólar y el FMI tienen, en la Argentina, un enorme valor simbólico. Desde antes de los famosos monólogos de Tato Bores, que solamente los más viejos recordamos, el dólar ha sido el termómetro de la economía y las devaluaciones provocan reacomodamientos de precios incluso de productos enteramente producidos en el país. Más allá de su impacto en la cuenta corriente, su devaluación es vista con preocupación por la ciudadanía como preámbulo de una crisis a la que siempre teme. Y claramente el costo de la turbulencia en la opinión pública ya se ha hecho sentir y ha sido agudo. Llamar al FMI, más allá de la necesidad de hacerlo, tiene un gran costo político. No importa que el Presidente explique que no habrá condicionalidades sobre la política económica. Los préstamos en stand-by se entregan en cuotas que implican el cumplimiento de metas, aunque las mismas pueden ser autoimpuestas y no definidas por el FMI, y el Gobierno ya ha decidido bajar más aún el déficit fiscal. Dos tercios de los argentinos consideran que esta estrategia es perjudicial porque «el que se quema con leche ve una vaca y llora». Es difícil convencer a los argentinos de que llamar al FMI no es augurio de que lo peor está aún por venir. El presidente Macri necesita más que recuperar a Monzó y a Frigerio o sumar un radical y un «lilito» para la foto. No alcanza tampoco con brindar conferencias de prensa en las que se prometa que no habrá condicionalidad del FMI. Tiene que prestar atención a la opinión pública como lo hicieron sus socios políticos y sus opositores llevados por el instinto de supervivencia.
La división del peronismo ha sido la clave de la gobernabilidad para Macri, pero si esas facciones se unificaran atrás de algún o alguna dirigente podrían imponerse a Cambiemos, que todavía nunca ha sacado una mayoría de los votos salvo el ajustado margen que obtuvo gracias a que el ballottage transforma la elección en una carrera entre dos candidatos. La figura de Cristina Kirchner, que tiene más apoyos que sus competidores pero no logra salir de su núcleo duro, ha sido clave para el Gobierno al taponar la renovación del peronismo. Sin embargo, el peronismo estaba también dividido cuando renunció De La Rúa y no podía ponerse de acuerdo en quién lo sucedería cuando se rompió la línea de sucesión constitucional. Recordemos que en 2003, el peronismo se dividió en tres candidaturas presidenciales y que fueron facciones del peronismo las que le impusieron derrotas a un gobierno peronista en 2009 y 2013. Más aún, las dificultades en la aprobación del Gobierno por su estatus socioeconómico sugieren que, pese a la inusitada capacidad de innovación de Cambiemos, no ha logrado realinear la política argentina y acabar con el sesgo de clase que el peronismo ha sabido construir.
En conclusión, el enojo del Gobierno con sus aliados y con los políticos de la oposición no tiene sentido porque tanto unos como otros han actuado interpretando los vaivenes de la opinión pública y empujados por su instinto de supervivencia. Recordemos que si la opinión pública abandona tanto a Cambiemos como a sus opositores, solo queda el «que se vayan todos» y la posibilidad de que surjan outsiders que realmente reemplacen a los partidos políticos, como ha ocurrido en otros países de la región: Venezuela y Perú en los noventas y Ecuador, Bolivia y Guatemala en este siglo. Desde la democratización, de las crisis económicas siempre se ha terminado en el peronismo, pero otros países han caído en la nada.
Profesora de Ciencias Políticas y Asuntos Internacionales (Columbia University)
El aumento de tarifas y su impacto negativo en la popularidad del Presidente fue un llamado de atención que no fue atendido con la seriedad debida pese a la insistencia de los socios no PRO del Presidente. Después de la reforma previsional de diciembre, que había sido muy impopular, el costo del tarifazo fue claro para los políticos, como se vio en la votación de la Cámara Baja. No solamente los radicales y Lilita criticaron la medida y pidieron prorratear las subas sino que también hubo resistencia a pagar el costo político de oponerse a la propuesta peronista de retrotraer los aumentos. El peronismo, por el contrario, se despertó frente al declive en la popularidad de Macri asomándose a la posibilidad de pelear por el ballottage en 2019, lo que generó incentivos para coordinar las estrategias del peronismo denominado «racional» y el kirchnerismo.
La caída en la popularidad de Macri no le pasó desapercibida a los políticos, aun si no tenía un beneficiario claro, porque esa popularidad era el principal capital político del Gobierno. Los argentinos se habían vuelto optimistas respecto al futuro incluso cuando no lo eran respecto al presente. Ese sorprendente optimismo se estaba acabando aun antes de la turbulencia cambiaria de los últimos días. Los aumentos tarifarios decepcionaron a un público que creía las promesas gradualistas. Abril fue un mes clave porque por primera vez, la visión negativa del futuro alcanzó a la positiva y la desaprobación del presidente Macri superó a su aprobación (encuestas de la Universidad de San Andrés). Más aún, la satisfacción con la marcha de la economía cayó a 20%. En este contexto, el futuro se comenzaba a nublar, y la promesa de que la reelección de Macri haría que el gradualismo rindiera los frutos esperados por los mercados financieros se tornaba más riesgosa.
El amor de Wall Street está mediado por la tasa de interés y las comisiones financieras, pero también se sostenía en la promesa de que Macri venía a terminar con el populismo y que estaba logrando un cambio cultural. Sus sucesivas victorias electorales -dos veces derrotó al imbatible peronismo- y su popularidad eran indicadores que justificaban expectativas de mayor plazo. No se esperaba ya que fuera el primer gobierno no peronista que terminara su mandato sino también que fuera el primer presidente no peronista reelegido. Esas esperanzas se comenzaron a empañar con la caída de la popularidad de Macri aunque el Gobierno no lo hubiera internalizado.
Al llamado de atención que el oficialismo recibió en abril, se le sumó la corrida cambiaria de mayo, que lo llevó a buscar la ayuda del Fondo Monetario Internacional. El dólar y el FMI tienen, en la Argentina, un enorme valor simbólico. Desde antes de los famosos monólogos de Tato Bores, que solamente los más viejos recordamos, el dólar ha sido el termómetro de la economía y las devaluaciones provocan reacomodamientos de precios incluso de productos enteramente producidos en el país. Más allá de su impacto en la cuenta corriente, su devaluación es vista con preocupación por la ciudadanía como preámbulo de una crisis a la que siempre teme. Y claramente el costo de la turbulencia en la opinión pública ya se ha hecho sentir y ha sido agudo. Llamar al FMI, más allá de la necesidad de hacerlo, tiene un gran costo político. No importa que el Presidente explique que no habrá condicionalidades sobre la política económica. Los préstamos en stand-by se entregan en cuotas que implican el cumplimiento de metas, aunque las mismas pueden ser autoimpuestas y no definidas por el FMI, y el Gobierno ya ha decidido bajar más aún el déficit fiscal. Dos tercios de los argentinos consideran que esta estrategia es perjudicial porque «el que se quema con leche ve una vaca y llora». Es difícil convencer a los argentinos de que llamar al FMI no es augurio de que lo peor está aún por venir. El presidente Macri necesita más que recuperar a Monzó y a Frigerio o sumar un radical y un «lilito» para la foto. No alcanza tampoco con brindar conferencias de prensa en las que se prometa que no habrá condicionalidad del FMI. Tiene que prestar atención a la opinión pública como lo hicieron sus socios políticos y sus opositores llevados por el instinto de supervivencia.
La división del peronismo ha sido la clave de la gobernabilidad para Macri, pero si esas facciones se unificaran atrás de algún o alguna dirigente podrían imponerse a Cambiemos, que todavía nunca ha sacado una mayoría de los votos salvo el ajustado margen que obtuvo gracias a que el ballottage transforma la elección en una carrera entre dos candidatos. La figura de Cristina Kirchner, que tiene más apoyos que sus competidores pero no logra salir de su núcleo duro, ha sido clave para el Gobierno al taponar la renovación del peronismo. Sin embargo, el peronismo estaba también dividido cuando renunció De La Rúa y no podía ponerse de acuerdo en quién lo sucedería cuando se rompió la línea de sucesión constitucional. Recordemos que en 2003, el peronismo se dividió en tres candidaturas presidenciales y que fueron facciones del peronismo las que le impusieron derrotas a un gobierno peronista en 2009 y 2013. Más aún, las dificultades en la aprobación del Gobierno por su estatus socioeconómico sugieren que, pese a la inusitada capacidad de innovación de Cambiemos, no ha logrado realinear la política argentina y acabar con el sesgo de clase que el peronismo ha sabido construir.
En conclusión, el enojo del Gobierno con sus aliados y con los políticos de la oposición no tiene sentido porque tanto unos como otros han actuado interpretando los vaivenes de la opinión pública y empujados por su instinto de supervivencia. Recordemos que si la opinión pública abandona tanto a Cambiemos como a sus opositores, solo queda el «que se vayan todos» y la posibilidad de que surjan outsiders que realmente reemplacen a los partidos políticos, como ha ocurrido en otros países de la región: Venezuela y Perú en los noventas y Ecuador, Bolivia y Guatemala en este siglo. Desde la democratización, de las crisis económicas siempre se ha terminado en el peronismo, pero otros países han caído en la nada.
Profesora de Ciencias Políticas y Asuntos Internacionales (Columbia University)