Por primera vez en mucho tiempo las más altas autoridades ponen en el centro de la agenda pública la necesidad de aumentar las exportaciones (supuestamente, de eso hablaron Carrió y Macri en Olivos el viernes 15/6), y se lo asocia a la escalada del dólar, afirmando que este dólar «es cómodo para diversas actividades» (Dante Sica, 18/6).
Es un buen momento para desmitificar el peso del tipo de cambio nominal en el intercambio comercial del país, sobre todo porque obsesionarse con el precio de la divisa confunde y distrae de los temas donde realmente se debería poner el foco.
El mito referido de que un «dólar alto» protege contra importaciones y ayuda a exportar olvida el grado de integración global que hay entre las actividades económicas en nuestro tiempo, o más concretamente, hasta qué punto el precio de lo que produce Argentina tiene componentes importados y por lo tanto, un alza del dólar se traslada casi directamente al precio, neutralizando el esperado aumento de la competitividad de nuestras exportaciones.
La principal exportación del país son commodities agrícolas y alimentos con poca elaboración, actividades que, 1) se originan en campos con alquileres pactados en dólares, 2) necesitan insumos (fertilizantes, plaguicidas, etc.) cuyos precios están tarifados en dólares, y 3) gran parte del precio del producto una vez que está cargado en el barco (FOB) se lo lleva el costo del camión, que consume un combustible cuyo precio siempre se referencia en el precio internacional del petróleo, en dólares.
Otro de los grandes rubros exportados es el automotriz, sobre el cual hay que decir que más del 60% (para ser moderado) del precio del auto «hecho en Argentina» corresponde a partes e insumos importados, y que del «valor agregado nacional», buena parte son piezas fabricadas en el país con insumos y máquinas importadas, lo que eleva aún más la inter-relación.
Tanto en el campo como en las terminales, el ingrediente que no mencionamos hasta ahora es, mayormente, mano de obra, provista por personas que, como cualquiera de nosotros, quiere darle a su familia una vivienda más cómoda en un barrio agradable (con precios en dólares), poder llevarla en un auto tecnológicamente actualizado, seguro y de bajo consumo (cuyo precio como ya hablamos, también acompañará el movimiento del dólar), y proveer a sus integrantes del resto de los ingredientes que dan forma a la vida contemporánea: celulares, televisores, consolas de juegos, y otros chiches que necesariamente vienen de afuera o se «fabrican» en el país con componentes que vienen de afuera. Por no mencionar a los comerciantes grandes y chicos que ajustan sus listas de precios automáticamente mirando la evolución del tipo de cambio nominal, empujando al resto de la canasta de gastos del hogar: salud, educación, entretenimiento…
En definitiva, estamos globalizados, y hay que tenerlo presente cuando se invocan recetas o fórmulas salidas de libros que se escribieron cuando no teníamos este grado de integración económica.
Lo primero que hay que tener en claro entonces es que ésta es una realidad, que puede gustar o no -y si no gusta se puede dedicar la vida a transformarla en el largo plazo, pero en el corto plazo, lo que no se puede es ignorarla.
No es un «problema» argentino. Prácticamente no hay producto industrial masivo en el mundo que sea fabricado íntegramente en un solo país. Los motores de las cupés Ferrari italianas llevan válvulas fabricadas por una empresa argentina en Santa Fe, y el iPhone supuestamente «Made in China» incluye partes fabricadas por compañías basadas en Alemania, Corea del Sur, Estados Unidos, Japón, Suiza y Taiwan, pero esas firmas además tienen plantas localizadas en otros 30 países, así que no es tan simple decir dónde fueron hechas esas piezas.
Se suele decir que la economía está globalizada, pero eso es una visión parcial. No es la economía, es nuestra vida la que está globalizada, en todo el planeta. Y el dólar es simplemente el patrón común que usamos para asignarle valor a las cosas y de esta manera poder intercambiar bienes y servicios con quienes queramos. Argentina es, particularmente, una Sociedad Dolarizada.
No es anti-patria querer disfrutar de los beneficios de la era contemporánea; para eso hay que sumarse al tren de la economía global que, gracias a la economía de escala, pone esas facilidades al alcance de la clase trabajadora. Restringir importaciones de consumo, sustituir electrónica masiva importada por ensamblaje local multiplicando el precio, o encarecer el turismo emisor es restringir el acceso de la clase media a las comodidades que los empresarios seguirán disfrutando sin tales limitaciones, ya sea viajando afuera y haciendo shopping por el mundo, o pagando en el mercado interno precios que la mayoría no puede afrontar.
La explicación anterior no quita que, ante un alza del dólar, haya suspiros de alivio en la llanura pampeana y en las llamadas «economías regionales».
El sentido común sugiere que un dólar más alto facilita un crecimiento de las cantidades exportadas porque se puede ofrecer la mercadería a un precio en dólares más bajo, o en su defecto hace viable empezar a producir lo que antes no era rentable, y cualquiera de esas opciones sería muy buena porque se generaría empleo y más dinero circulante en la calle… Como vimos, muchos de los costos que el campo y la industria exportadora deben pagar están en dólares, así que el margen para ganar competitividad por este lado es reducido, y depende en gran medida de cuánto tiempo demorarán en actualizar los precios los otros sectores que aportan a esa actividad: el trabajo (via presión individual «puertas adentro», o via negociación colectiva -«paritaria»), los servicios públicos (que como ya sabemos, necesitan actualizar tarifas por una década de atraso)…
Claro que si hay temor por la pérdida del empleo, la actualización salarial se puede apaciguar o demorar, pero no es un escenario deseable, ya que ese temor se vincula a desocupación creciente y cierre de empresas. En alguna medida es lo que está pasando, pero sería trágico que el plan económico apostara a esta estrategia, y hasta diría que es políticamente insostenible.
Si no baja el precio, quien exporta dispondrá de más pesos para gastar: una vez que el productor pague todo los proveedores a los que debe pagar a precios dolarizados, puede que durante un corto tiempo disfrute de mayor poder adquisitivo…, ¿para gastar en qué? ¿inmuebles en USD?¿mejoras en su vivienda, con costo de construcción dolarizado? ¿Productos electrónicos importados? ¿Viajar al exterior?
En definitiva, el tipo de cambio nominal es de muy poca relevancia para la economía real -la que produce-, aunque sin dudas su variación interesa mucho a los que participan de la bicicleta financiera, y sí, es cierto, que ayuda a equilibrar las cuentas fiscales y el frente monetario, lo que indirectamente ayuda al sector productivo, pero no es por el precio del dólar en sí, sino por el costo que representaba mantenerlo «pisado».
El nuevo ministro de Producción lo sabe bien, no sólo porque es uno de los economistas que más estudió la industria, sino porque incluso la conoce de adentro, por su paso como director de la filial argentina de Peugeot Citroen.
Hay que leer sus declaraciones completas y no quedarse con el titular: dijo que hay reducir la volatilidad cambiaria, pero agregó toda una agenda de medidas que considera necesarias, incluyendo reducir la presión impositiva y trabajar sobre los problemas de competitividad «que se traducen en trabas burocráticas, problemas regulatorios y deficiencias de conectividad terrestre, aérea, fluvial y tecnológica». Acá está la clave para una estrategia de desarrollo económico y social sostenible; ése es el punto de apalancamiento donde debería hacer eje el gobierno para incrementar las exportaciones.
El problema que enfrentará Sica es que, si como ministro de Producción se pondrá como consigna promover la exportación, la realidad es que los botones que hay que apretar están en otros ministerios: puertos, transportes, energía, telecomunicaciones, Hacienda (por la AFIP)… Necesitamos urgentemente dejar de transportar nuestras cargas por el medio más costoso que hay, transformar nuestra matriz energética de producción y también la de consumo, dar más competencia en las telecomunicaciones, repartir el peso fiscal de otra manera, gastar los presupuestos estatales con mejor criterio (no gastar menos) y que ciertos organismos públicos, como la Aduana o las dependencias de Habilitaciones provinciales y municipales varias, dejen de funcionar como «casillas de peaje» operadas por discípulos de la Gestapo para transformarse en facilitadores de las actividades productivas.
Algo de eso se está haciendo pero aún falta mucho y a veces se dan pasos en falso, como desactivar y debilitar políticas de fomento a las PYMES simplemente porque no se le encontró la vuelta para hacerlas funcionar correctamente, olvidando que los países con los que competimos subsidian a sus PYMES, por lo que privarnos de esos instrumentos es como si un equipo de fútbol profesional saliera a jugar un partido con alpargatas. Esto sí depende directamente de Sica.
Para las otras reformas que se necesitan para aumentar efectivamente las exportaciones, es imprescindible que desde la Casa Rosada se coordinen las acciones inter-ministeriales y los acuerdos inter-jurisdiccionales que hacen falta. Hasta ahora la coordinación no fue el aspecto más virtuoso de esta presidencia, pero si la promoción de exportaciones va a estar realmente en el centro de la atención de las principales figuras del gobierno, es donde tendrán que colocar sus esfuerzos, más que en la pizarras de la City o las pantallas de TN.