Nunca me satisfacen las definiciones absolutas, las máximas del pensamiento intelectual ni de ningún otro. De las que más me molestan son las que entienden a la ciudadanía como sujetos de capacidad limitada a la hora de votar. Todas esas definiciones categoricas que se ponderan en las discusiones para hablar desde el pedestal de la moral o que se postulan con aires de superioridad, se me representan como el acto de tutelar a alguien que puede decidir cuando solo lo que está sucediendo es que opina distinto. Salir del callejón en el que lo que reconforta es únicamente reafirmarse sobre un dogma es la propuesta de estas líneas.
Como una de las tantas preguntas que se aventuran respecto del camino político y social que tomara la dirigencia política a partir del 10 de diciembre, devienen otras que proponen interpelar a la ciudadanía y a su forma de interrelacionarse.
En ocasiones, la mala utilización de los fanatismos nos vuelve jueces inquisidores de otro que se encuentran a la par en los estratos sociales en los que nos movemos. Lo que sucede más frecuentemente es la acusación de complicidad, como si en ese amigx con el que estamos debatiendo viéramos al gobernante o al funcionario que odiamos. Y hablo de odio porque, en este lugar, el desacuerdo o la disidencia ideológica se apartan para dar lugar a muchos presupuestos rectores del debate pero que nada tiene que ver con la razón.
Tratar de hablarle al que no piensa como uno mismo es difícil para ambos interlocutores. Sin embargo, cuando nos referimos a la ciudadanía que es parte del mismo estrato social parece haber más similitudes que diferencias. Y tener la capacidad, sumada a la predisposición, de identificarlas para entablar discusiones certeras en base a esos acuerdos es un desafío que todas las militancias debemos proponernos.
La banalización de la política y de los fanatismos (muchas veces utilizados en perjuicio del pensamiento crítico) encontró un correlato en la retórica de la gestión de gobierno saliente. Distinto sucede con la actual oposición, que reivindica ambos aspectos como sus valores más importantes.
A priori podemos decir que los últimos meses nos mostraron que existe un nuevo acuerdo social: a la hora de defender las convicciones propias, la manifestación popular es la vía de visibilización, por excelencia, de la sociedad argentina. Y la política es la herramienta a través de la cual canalizar loa demandas.
Primer consenso logrado, en gran parte debido a la fuerte organización social que distintos movimientos han propuesto en estos años.
Ahora bien, ¿será posible arribar a otros acuerdos? La respuesta requiere ser pensada en dos sentidos. El primero tiene que ver con la responsabilidad del arco político y el segundo, con la predisposición ciudadana (sin perjuicio del papel fundamental que jugaran las organizaciones de toda índole)
A veces parece imposible dejar de vivir en el revoleo de hechos para ver quien cometió el más nefasto. Todo el tiempo, en loop.
Aquí también podríamos hablar de deconstruir, pero respecto de otro binarismo, y ello no tiene que ver con dejar de identificarse con un movimiento determinado, ni con la política tradicional, sino con poder recuperar de ella todos los aspectos que nos beneficien, no para modificar la ideología, sino para intentar igualar valores con quienes quizás no le otorgan a estos la misma prioridad pero no por eso le sean ajenos.
Como pasa en muchas ocasiones con los procesos sociales y políticos sustanciales, aparecen términos o palabras que comienzan generando disrupciones y luego son utilizados como mero cartel de propaganda.
La meritocracia es un término que sonó fuerte en los últimos años para ser tan reivindicado como repudiado. En efecto, sería conveniente empezar por vislumbrar qué entendemos por meritocracia y saber poner cada palabra en los contextos que corresponda.
Si nos paramos en cualquier punto del campo popular podemos suponer que nadie objetaría que, para lograr determinados objetivos, es necesario un trabajo sostenido, compromiso y esfuerzo por parte de quien persigue ese objetivo. Tampoco podríamos negar que cuando vemos que otra persona consiguió lo mismo sin el mismo esfuerzo nos resulta inquietante.
Ahora bien, si pudiéramos pensar en eliminar la puja cuerpo a cuerpo entre ciudadanos, entonces cabría preguntarse cuál es la demanda que debiéramos requerir al Estado. Lo que tenemos que discutir entonces ya no es “meritocracia sí” o “meritocracia no” – mucho menos como discurso legitimado por el Estado- sino reconocer que lo que todos pretendemos es tener igualdad de oportunidades.
Correr el debate difuso para ponderar un deseo unánime: encontrarnos parados sobre la base de la equidad.
Podemos reconocer que no nos gusta que nos digan que es lo que debemos hacer. Lo señalamos como demagogia cuando el que declara es el líder opositor, pero nos resulta apropiado si lo hace el propio. Personalmente, reivindico el amor por la política y me parece reparador, después de algunos hechos que vivió nuestro país, poder sentirse abrazado por un proyecto político. Sea del color que sea.
La política es definitivamente el camino para transformar y también para recomponer esas diferencias que son en apariencia irreconciliables. Si queremos empezar a planificar como queremos vivir, los acuerdos sociales son necesarios y fundamentales. Y el verdadero desafío de todas las militancias, sobre todo para las afines al proyecto popular que proponemos para todxs. Para que “TODXS” no se haya convertido en un simple slogan y sea el verdadero comienzo de una propuesta en la que muchxs más puedan sentirse abrazados.