“Los hombres no siempre toman en serio a sus grandes
pensadores, aunque aparentemente los admiren mucho”
Sigmund Freud, Psicología de las masas
1) El mensaje ambiental de Perón
Algunos lectores de mi entrada anterior se preguntaron por la mención que en el diálogo con Enrique Viale hicimos del “Mensaje ambiental a los pueblos y gobiernos del mundo”, un escrito que Perón dio a conocer desde su exilio de Madrid en el mes de febrero de 1972, pocos meses antes de la Cumbre de la Tierra de Estocolmo, la primera conferencia de Naciones Unidas sobre medio ambiente. Como se trata de un documento no tenido en cuenta como merecería en la práctica política posterior, y dada su extraordinaria vigencia cuando se están por decidir hoy en el país rumbos que pueden comprometer nuestro futuro, me pareció oportuno reseñarlo.
“Un peligro mayor afecta a toda la humanidad y pone en peligro su misma supervivencia” –alerta Perón desde el comienzo, y para plantear la extensión realista del asunto advierte que el tema “van más allá de lo estrictamente político (…) supera las divisiones partidarias o ideológicas, y entra en la esfera de las relaciones de la humanidad con la naturaleza. Creemos que ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biósfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobrestimación de la tecnología”. Recordemos que se trata de una exhortación que Perón lanzó en el año 1972, de modo que advirtamos el delicado estado de situación actual cuando los pasos que ha dado nuestra civilización en estos cincuenta años no han hecho sino redoblar esa apuesta suicida. Apela en el texto a los hombres de la ciencia y de la política; les reclama “invertir de inmediato la dirección de esta marcha, a través de una acción mancomunada internacional”. “El ser humano –dice- ya no puede ser concebido independientemente del medio ambiente (…) Es una poderosa fuerza biológica, y si continúa destruyendo los recursos vitales que le brinda la Tierra, sólo puede esperar verdaderas catástrofes sociales para las próximas décadas (…) No ha llegado a comprender que los recursos vitales para él y sus descendientes derivan de la naturaleza, y no de su poder mental (…) En el último siglo ha saqueado continentes enteros y le han bastado un par de décadas para convertir ríos y mares en basurales, el aire de las grandes ciudades en un gas tóxico y espeso…”.
Sus reflexiones sobre el escenario en el cual se despliegan estas dilapidaciones -las “sociedades de consumo”, a las que llama “sistemas sociales de despilfarro masivo”-, retoman viejas cuestiones planteadas ya en 1949, en “La comunidad organizada”. Adelanta asuntos que son de consideración reciente, como la obsolescencia programada de los artículos tecnológicos, los automóviles eléctricos o la depredación del sur global teorizada en los contemporáneos estudios postcoloniales: “Se despilfarra mediante la producción de bienes necesarios o superfluos y, entre estos, a los que deberían ser de consumo duradero con toda intención se les asigna cierta vida porque la renovación produce utilidades. Se gastan millones en inversiones para cambiar el aspecto de los artículos, pero no para reemplazar los bienes dañinos para la salud humana, y hasta se apela a nuevos procedimientos tóxicos para satisfacer la vanidad humana. Como ejemplo bastan los autos actuales que debieran haber sido reemplazados por otros con motores eléctricos (…) No menos grave resulta el hecho de que los sistemas sociales de despilfarro de los países tecnológicamente más avanzados, funcionen mediante el consumo de ingentes recursos naturales aportados por el Tercer Mundo”.
Como se ve, se trata de un documento completamente extraordinario que enmarca la preocupación ambiental en el complejo y verdadero entramado económico, demográfico, tecno-científico, geopolítico, filosófico.
“Lo peor es que, debido a la existencia de poderosos intereses creados o por la falsa creencia generalizada de que los recursos naturales vitales para el hombre son inagotables, este estado de cosas tiende a agravarse (…) El ser humano cegado por el espejismo de la tecnología, ha olvidado las verdades que están en la base de su existencia. Y así, mientras llega a la luna gracias a la cibernética, la nueva metalurgia, combustibles poderosos, la electrónica y una serie de conocimientos teóricos fabulosos, mata el oxígeno que respira, el agua que bebe y el suelo que le da de comer, y eleva la temperatura permanente del medio ambiente sin medir sus consecuencias biológicas”.
Que un dirigente político plantee la noción de calentamiento global y cambio climático en los primeros años de la década del ´70, nos da una idea de la perspectiva aguda y de largo plazo de Perón.
Luego de reseñar el exterminio de especies terrestres y marinas, la contaminación de las aguas por los derrames y la exploración petrolera “sin tomar medidas de protección de la fauna y flora”, Perón alerta sobre la desertificación de “extensas zonas otrora fértiles del globo”. Aquí expone su crítica a la llamada “revolución verde” –escéptico a las promesas de los fabulosos rendimientos de ese giro agroindustrial, que no alteran la injusta distribución de esa superproducción- y una preocupación que hoy resulta desoladora si cotejamos la transformación devastadora que experimentó la agricultura argentina desde la década del ´90: “La erosión provocada por el cultivo irracional o por la supresión de la vegetación natural se ha convertido en un problema mundial, y se pretende reemplazar con productos químicos el ciclo biológico del suelo, uno de los más complejos de la naturaleza…”. No es difícil imaginar sus conclusiones si apreciara, por ejemplo, los 20 millones de hectáreas del monocultivo de soja de nuestro país –extendidas sobre casi el 60% de la tierra cultivable, luego de una destrucción demencial de montes nativos-, sobre las que se rocían cerca de 300 millones de litros de herbicidas, insecticidas y fertilizantes sintéticos.
Llegado este punto del documento, Perón invoca una racionalidad política urgente, un logos sustentable para la vida en el planeta: “A la irracionalidad del suicidio colectivo debemos responder con la racionalidad del deseo de supervivencia”. Le pide especialmente a la dirigencia política de los países industrializados una “revolución mental”, que implique por un lado “una modificación de las estructuras sociales y productivas” (que no priorice la acumulación descabellada, sino la “satisfacción de las necesidades esenciales del ser humano, el racionamiento del consumo de recursos naturales y la disminución al mínimo posible de la contaminación ambiental”) y, por otra, “una convivencia biológica dentro de la humanidad y entre la humanidad y el resto de la naturaleza”, ya que el ser humano debe “comprender que no puede reemplazar a la naturaleza en el mantenimiento de un adecuado ciclo biológico general; que la tecnología es un arma de doble filo, que el llamado progreso debe tener un límite y que incluso habrá que renunciar a alguna de las comodidades que nos ha brindado la civilización. La naturaleza debe ser restaurada en todo lo posible”.
Para dar una noción cabal de la urgencia de este asunto asegura: “Este no es un problema más de la humanidad; es EL problema”.
El documento concluye con unas “consideraciones para nuestros países del Tercer Mundo: debemos cuidar nuestros recursos naturales con uñas y dientes de la voracidad de los monopolios internacionales que los buscan para alimentar un tipo absurdo de industrialización y desarrollo en los centros de alta tecnología a donde rige la economía de mercado (…) Cada gramo de materia prima que se dejan arrebatar hoy los países del Tercer Mundo equivale a kilos de alimentos que dejarán de producir mañana. De nada vale que evitemos el éxodo de nuestros recursos naturales si seguimos aferrados a métodos de desarrollo, preconizados por esos mismos monopolios, que significan la negación de un uso racional de aquellos recursos (…) La Humanidad debe ponerse en pie de guerra en defensa de sí misma”.
2) Política agraria peronista
Este pronunciamiento de Perón sorprendió a muchos; algunos lo consideraron esotérico, un síntoma aislado de su senilidad. Sin embargo, si se lo mira bien se encuentra en la línea de los planteos de “La Comunidad Organizada” y de una serie de medidas de sus gobiernos que tuvieron un inequívoco sentido: bregar contra la concentración de la propiedad rural, cuidar la fertilidad del suelo, promover una acción colonizadora contra el latifundio, dotar de mayor estabilidad a los chacareros (evitando desalojos, congelando cánones de arriendo o creando tribunales del agro que velaran por los derechos de arrendatarios y aparceros), impulsar -si no una reforma agraria- una política desde el Banco Nación y el Consejo Agrario Nacional para la formación de cooperativas de pequeños productores y facilitar el acceso a la propiedad de la tierra para quienes la trabajaran, especialmente para los jóvenes agrarios, cuidando el arraigo de los obreros rurales.
“Poblar el interior, racionalizar las explotaciones agrarias, subdividir la tierra y estabilizar a la población rural…”. Estos fueron los fundamentos de la demanda del Banco Nación en el gobierno peronista que propulsó la expropiación del campo “Elisa”, de los Bemberg.
A esto sumó una política de control nacional del comercio exterior de la producción de granos –mediante el Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), creado en 1946-, consciente de los riesgos que implicaba dejar ese tráfico estratégico en las manos especulativas de los grandes actores del agro.
Y para reafirmar esta línea, recordemos el Estatuto del Perón Rural (decreto 28.169/44), una de las primeras legislaciones que reconocieron los derechos de un sujeto social hasta entonces olvidado: salario mínimo, condiciones de alimentación, vivienda, horarios de trabajo, indemnizaciones, asistencia médica, descanso dominical, vacaciones pagas para los trabajadores rurales.
Cuando Perón reforma la Constitucional en 1949, establece que el Estado debe “fiscalizar la distribución y la utilización del campo e intervenir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva” (artículo 38) –lo que coincide con la visión que hasta el mismo Sarmiento tenía sobre una racional distribución en la tenencia de la tierra: “He aquí el gaucho argentino de ayer, con casa en que vivir, con un pedazo de tierra para hacerla producir alimentos para toda su familia” (véase la ley de tierras que impulsó el sanjuanino antes de su presidencia, plasmada en el llamado “Programa de Chivilcoy”, 1868). Considere el liberalismo estas cuestiones, sin soponcios ni estertores de comunismos y Venezuelas, y recuerde que hasta uno de sus padres pensadores pregonaba por una sensata relación entre tierra, techo y producción de alimentos.
Hubo entonces en la política agropecuaria peronista un marcado sesgo, una preocupación por el sector social a resguardar (el peón, el chacarero, el pequeño aparcero, la cooperativa) y –en el mismo sentido- una advertencia del riesgo respecto de la gran escala del “cultivo irracional” basado en la “sobreestimación de la tecnología”, plataformas de los “monopolios internacionales que alimentan un tipo absurdo de industrialización y desarrollo de los centros de alta tecnología”, que llevan inexorablemente a la depredación de los ecosistemas.
Teniendo en cuenta estas cuestiones no fue sino un gesto de coherencia que al asumir su tercera presidencia planteara el 1° de mayo de 1974 ante el Congreso de la Nación, que “la lucha por la liberación es en gran medida lucha también por los recursos y la preservación ecológica”, creando en ese mandato la primer Secretaría de Medio Ambiente de América Latina, a quien le otorgó poderes de supervisión sobre otras áreas de gobierno (como producción o minería), y designando al frente de la Secretaría de Agricultura y Ganadería –ya en 1973- a un tipo como Horacio Giberti. Desde allí se suspendieron los juicios de desalojos a los chacareros, y se crearon dos organismos estatales claves para regular la estructura de costos y precios en carnes (la Junta Nacional de Carnes –que resguardó a consumidores y productores de la imposición de los sectores más concentrados de la cadena), y la de cereales y oleaginosas, con la Junta Nacional de Granos, apoyando a pequeños y medianos productores e incentivando las cooperativas. En el año 1974, esa misma Secretaría promovió una ley muy resistida por las patronales agrarias (la 20.538), que gravaba la renta normal de las explotaciones para castigar al latifundio, y una “ley Agraria” dirigida a discutir la distribución y tenencia de la tierra y la conservación del suelo, que contemplaba incluso la posibilidad de expropiar las propiedades con suelos erosionados, y asignarlos a colonos agrarios nacionales (la ley limitaba a los extranjeros la adquisición de tierras). Entonces: resguardo a pequeños y medianos, limitación a la extranjerización de tierras, cuidado de la fertilidad del suelo, soberanía alimentaria.
No se trata de considerar que en este tema Perón haya sido un líder exento de contradicciones, porque el ámbito de su acción no fue la química pura sino la turbulenta dinámica de la política nacional. Lo que planteamos es la insistencia de muy precisos trazos identitarios del peronismo respecto del tema rural, que no pueden soslayarse sin lesionar también los fundamentos que constituyen su doctrina.
3) La situación actual del sector agropecuario
El último censo agropecuario de 2018 señaló que desde 2002 desaparecieron 82.652 explotaciones agropecuarias (en la década del noventa, quebraron 103 mil), por lo que en los últimos 30 años se liquidaron casi 200 mil chacras mixtas. El cálculo que hizo el dirigente agrario Pedro Peretti (Movimiento Arraigo) indica que aquello significó la pérdida de más de 900 mil puestos de trabajo en el sector rural.
A partir de la década del 90 se produjo una extraordinaria expansión agrícola –particularmente a partir de 1996 con la llegada de la semilla de soja transgénica y su paquete tecnológico, de la mano de la multinacional Monsanto. Esa innovación tecnológica (el experimento de modificar genéticamente un organismo, insertándole genes de otra especie –“la tecnología es un arma de doble filo, el llamado progreso debe tener un límite”, advertía Perón), permitió extender la frontera agrícola mucho más allá de la pampa húmeda, experiencia que nos colocó entre los diez países que más deforestaron en el mundo: arrasamos con 3 millones de hectáreas de bosques nativos para plantar básicamente soja y maíz transgénicos. Quien no establezca una relación directa entre este boom agrario (“marcha suicida” –tal vez diría Perón-) y el cambio climático, con sus consecuencias de enormes sequías e inundaciones, es un ignorante o un malintencionado. Lo mismo puede decirse del pasmoso crecimiento del cáncer en las localidades rurales desde que aterrizó este “cultivo irracional” (sigamos citando al general), ya que dicho paquete tecnológico requiere ingentes litros de agroquímicos. Al respecto pueden consultarse los estudios de Andrés Carrasco sobre los nexos entre aquella enfermedad y la acción del glifosato –el herbicida estrella de Monsanto que mata casi todo menos la soja transgénica- y los estudios epidemiológicos en zonas rurales de Damián Verseñasi (Facultad de Medicina de Rosario) y Medardo Ávila Vázquez (Red de Médicos de Pueblos Fumigados y ex subsecretario de Salud de Córdoba).
Dicha expansión agrícola destinada en su mayoría a producir forraje para animales de otros países y biocombustibles, aparejó, entre tantas consecuencias, dos muy importantes: por un lado, expulsó a la ganadería del campo, llevándola a insólitas zonas como los humedales litoraleños (que hoy arden por incendios intencionados) o confinándola en insalubres y estrechos corrales llamados feddlots, hacinamiento que demanda el suministro de alimentos industrializados para un ganado que ya no camina ni come pasturas naturales, colosales dosis de antibióticos y un complejo manejo sanitario de sus estiércoles; por otra, una acentuación de nuestro perfil exportador de bienes primarios, concentrando en un puñado de grandes empresas la producción granaria y la propiedad de la tierra (llegamos a un escenario en el cual el 2 % de los grandes sojeros produce la mitad de esa producción), proceso que fue acompañado con una significativa desnacionalización del capital agroindustrial: de las 50 empresas líderes, el 66 % es de capital extranjero, según el Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios –cosa que le aporta una cuota de humor al flamear de banderas argentinas en las manifestaciones del “campo”, desde la 125 a Vicentín.
Una tercera consecuencia: estas formidables extensiones agrarias -a diferencia de la pequeña y mediana producción rural- precisa una bajísima aplicación de mano de obra: una sofisticada máquina manejada por un tractorista y un teléfono celular con GPS pueden ser suficientes para miles de hectáreas, con lo cual el estanciero, el rentista o el inversor del pool de siembra pueden perfectamente residir a cientos de kilómetros del surco, inscribiéndose en la vieja tradición latifundista pampeana, a lo Nicolás Anchorena quien –según escribió Tulio Halperin Dongui al estudiar la formación de la clase terrateniente bonaerense- se jactaba de no haber puesto jamás una bota en ninguna de sus estancias. Este marcado sesgo ausentista del responsable de la producción (reitero: a menudo un grupo de inversores que colocan sus activos financieros en la soja cuando mañana pueden hacerlo en la palma aceitera, en bonos de deuda pública o en multimedios de comunicación), explica su desinterés por el destino del territorio en el que se desarrolla esa práctica: las condiciones laborales o la salud de sus agentes o de la población lindante, su despreocupación por la pérdida de la fertilidad del suelo y los procesos que llevan a la desertificación de la que hablaba Juan Perón hace 50 años –confirmada con estudios recientes (cf. las investigaciones del ingeniero Walter Pengue sobre la alarmante degradación del suelo argentino por acción de esta agricultura tan menesterosa de insumos químicos).
Es que ese campo agroindustrial dejó de producir alimentos, para generar commodities agrícolas que cotizan en las bolsas de cereales –lo cual importa un cambio de perspectiva difícil de exagerar-. Ese campo agroindustrial lesionó de muerte a muchas economías regionales, desterró campesinos, comunidades de pueblos originarios, tamberos, apicultores, horticultores, chacareros, peones rurales. ¿Cómo se cree que se fueron nutriendo los 4416 asentamientos consignados en el Registro Nacional de Barrios Populares, que ocupan hoy los cordones periurbanos de las grandes ciudades?
“Poblar el interior, racionalizar las explotaciones agrarias, subdividir la tierra y estabilizar la población rural…” –se aspiró en aquellos gobiernos peronistas. Todo al revés.
Sumemos a este panorama que esta concentración de tierras y producción agrícola en grandes emporios rurales empoderó a un sector de manera descomunal e hizo al país cada vez más dependiente de la liquidación de sus cosechas, con la paradoja que el Estado Nacional resignó soberanía al dejar en las propias manos de las cuatro o cinco acopiadoras y exportadoras la facultad de decirnos con una simple declaración jurada cuántas toneladas se despachan (y, por ende, tributan por retenciones) por puertos privados. No es de sorprender que la evasión y elusión tributaria del sector se calcule en millones. Como la fuga de capitales.
“Métodos de desarrollo preconizados por esos mismos monopolios, que significan la negación de un uso racional de los recursos naturales” –decía el general Perón.
4) ¿Asociarse al Consejo Agroindustrial Argentino?
Desde el mes de julio de este año, un puñado de dirigentes agroindustriales -titulares de las casi 50 grandes cámaras empresarias ligadas al sector rural-, se reunió con la vicepresidenta Cristina Fernández, con el presidente de la Cámara de Diputados Sergio Massa, con referentes de la oposición, con el canciller Felipe Solá y los ministros del área, con cuatro gobernadores y con el mismo presidente de la Nación Alberto Fernández. En esta recorrida con rápidas puertas abiertas de despachos oficiales, presentaron un plan de reactivación tras la pandemia, al que bautizaron “Estrategia agroindustrial exportadora inclusiva, sustentable y federal –plan 2020/2030”; prometen aumentar las exportaciones anuales (hasta llegar a 100 mil millones en 2030), generar empleo (cerca de 900 mil) y prescindir de subsidios del Estado. Todo ello “de forma sustentable, cuidando el ambiente con prácticas y procesos que no impacten en el ecosistema”. Así lo declaró José Martins, portavoz del Consejo y titular de la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, quien brega por sancionar pronto una Ley de Desarrollo Agroindustrial Exportador: “lograr un consenso para avanzar en medidas que permitan al sector agroindustrial despegar y actuar como reactivador de la economía”.
Los empresarios salieron satisfechos: “Necesitamos que produzcan ya” –les dijo el presidente tras felicitarlos en la reunión- ya que “en toda la agroindustria hay una gran posibilidad de exportaciones”. Les prometió en las próximas horas designar un equipo que redacte un proyecto de ley según la propuesta del Consejo y enviarlo para su tratamiento y aprobación al Congreso Nacional.
El titular del bloque de diputados de la oposición, Mario Negri, coincidió: “Al campo hay que ayudarlo con medidas que le permitan seguir desarrollándose. Apoyaremos la propuesta del Consejo Agroindustrial en el Congreso Nacional. El desarrollo del campo es vital para un país que necesita exportar más”.
La noticia fue festejada por casi todos los medios: una “nueva” entidad rural irrumpe en la escena política ofreciendo millones en divisas y empleos, sin pedir subsidios estatales y cuidando el ambiente. “Necesitamos que produzcan ya” –claro. Pero ¿quiénes son?, ¿qué “campo” representan?, ¿en qué consisten sus prácticas agrarias? En fin, ¿se trata realmente de una novedad en la producción rural nacional?
Cuando vemos las cámaras empresariales que componen el flamante Consejo Agroindustrial Argentino, las preguntas se van aclarando. Aquí reconocemos a los grandes productores de soja (ACSOJA) y maíz (MAIZAR), los puertos privados (CPPC), la “nueva” Mesa de Enlace sin la Sociedad Rural (CONINAGRO, Federación Agraria y Confederaciones Rurales Argentinas, los mismos que hace poco se juntaron para festejar los diez años de la caída de la 125), los fabricantes de maquinaria agrícola (CAFMA), los industriales de agroquímicos y fertilizantes (nucleados en CIAFA y CASAFE –que declara en su página que “no se conoce un herbicida más seguro e inocuo que el glifosato”), los productores de feedlot (CAF) y de pollos industriales (agrupados en CAPIA y CEPA), las entidades que representan el monocultivo forestal e impulsan una ambientalmente cuestionada ley de Bosques Implantados (reunidos en AFOA), los exportadores de cereales (CEC) y carnes (ABC), los acopiadores y la industria molinera (FAIM), las bolsas cerealeras de Buenos Aires, Bahía Blanca, Córdoba, Entre Ríos y Córdoba, y las de Comercio de Chaco, Rosario y Santa Fe, las corporaciones de nutrición animal (CAENA), las semilleras con directivos de las multinacionales Monsanto y Syngenta (nucleados en ASA), la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola (AACREA) –una de las impulsoras de la ley de semillas Bayer-Monsanto-, el poderoso polo aceitero nucleado en CIARA, los mercados que negocian contratos a futuro de commodities del agro (ROFEX y MATba).
Como se ve, no son actores nuevos ni flamantes emprendedores. En tiempos de crisis, se juntan para cantar la misma canción: divisas por sus saldos exportables, volumen de cosechas, miles de hectáreas cultivadas, kilos de carne producida industrialmente, innovación biotecnológica. Algún experto en comunicación les sugirió cambiar su nombre corporativo e incorporar las palabras “federal” y “sustentable” a su propuesta, pero piden lo de siempre: venias para robustecer su posición en el mercado a expensas de medianos y chicos, protección fiscal por diez años, deducir ganancias si aplican más fertilizantes y su gran sueño: “nos encantaría que fuesen a cero las retenciones, pero no podemos pedirlo en un país que está al borde de colapso…el objetivo es trabajar en conjunto para que desaparezcan” –confesó Martins.
En fin, no representan al “campo”, sino al conocido complejo agroexportador primario y concentrado que describimos en el punto anterior, en cuyas prácticas debe buscarse la otra cara del volumen, las divisas y los miles de hectáreas cultivadas: su responsabilidad por el desastre ambiental y sanitario que sufrió nuestro territorio, las injusticias sociales derivadas, los desequilibrios demográficos, el aumento del precio de los alimentos en nuestras mesas.
Lamentablemente muchas de estas tragedias ocurrieron durante dos administraciones justicialistas. Es hora de releer aquel mensaje de Perón y examinar críticamente las políticas agrarias de los últimos años. Entonces, preguntarnos: ¿debe un gobierno peronista considerarlos aliados? ¿No volvimos para ser mejores?