Es todo un ejercicio el ponerse a pensar en el hecho de la experiencia colectiva como algo que sigue tejiéndose como un grito en contra del olvido y el silencio. Aquella llamada memoria. La memoria individual enarbolada como un grito unificado en contra de aquello que, en memoria de otros, quiere volver. La memoria como un tejido de hierro, uniendo en cada punto y en cada vértice una historia en particular, para que se siga formando lo que constantemente necesita afirmarse, no necesariamente por falta de memoria en sí, sino como símbolo de lucha en contra de aquellos que, tan lamentablemente, pretenden que el pasado sea tierra árida y que debe ser olvidada. Como si literalmente los huesos de tantos fueran simplemente polvo.
Como dice Schmucler: “el olvido y memoria son decisiones de voluntad, es decir, afirmaciones de un principio ético; ejercen las convicciones morales que otorgan uno u otro sentido a la existencia (…) la política se funda sobre acuerdos más o menos amplios sobre qué olvidar. De ese qué, deriva la significación de las acciones y los tiempos políticos”
Me pongo a pensar en una persona como Susana Gimenez, con esa mezcla de glomourosa estupidez que llega a ser morbosa junto a la viveza de saber el rol que cumple cada vez que abre la boca, y que dice algo como: “¡basta de derechos humanos! ¡Basta de estupideces!”, está validando un discurso nefasto, discurso que no casualmente hace una indirecta sinergia con aquella franja de la sociedad que cree que aquí hubo una guerra, aquella que piensa que los buenazos de los militares venían a restaurar el orden y el respeto a la Patria, pero que ¡oh!, toda coincidencia con “limpieza” sistemática y ni hablar de la imposición explícita de un régimen económico y social, son pura coincidencia. Porque ella dice que no sabía nada, que ella no se enteraba de nada. Una burbuja autoinducida es capaz de justificarla, como a tantos otros, piensa. Cualquiera sabe que ella no sólo habló por el (muy entendible) dolor por el crimen de su amigo, que no sólo habló con las entrañas, con la rabia a flor de piel. El ser pasional y su verborragia de “diva” exaltada no la excusan, por más que haya pretendido sonar arrepentida en un par de disculpas posteriores. No es la primera vez que ella alude directamente a hablar sin pelos en la lengua sobre tema tan delicado (¿recuerdan aquella entrevista que le hizo el no sólo otrora golpista de Chiche Gelblung- director de la revista Gente durante la dictadura- en donde ella, vigorosa y convencidamente repetía lo mucho que hay que olvidar el pasado, dejar de revolver el pasado, como si fuera algo muerto?). . Me podrían decir que exagero, y que mezclo cosas distintas. Que qué tienen que ver una cosa con la otra.
Ella dio en un punto neurálgico. Ella sabe que al tirar al aire semejante crítica (junto a la tropilla de “famosos” que le hacen el coro, con el aporte de justificar su pedido, de alguna forma u otra), está dándole fuerza a la voz de aquellos que acallaron concientemente, y que siguen pregonándola. No es mera casualidad que precisamente tantos de aquellos que sostienen eso, formen también parte de los que gritan vehementemente como única solución la “mano dura”, y hablan de la seguridad como si ésta fuera una receta inexorable, como si no hubiera motivos ni circunstancias más allá del hecho en sí, como si todo fueran sólo partículas aisladas de realidad, porque saben que las conexiones llevan a la inevitable conclusión de que aquellos “negros de mierda que deberían ser cagados a tiros” (frase que dijo Cacho Castaña), son fruto de años y años de políticas estatales de corte netamente neoliberal, son los excluidos por su voracidad. Sistema impuesto violentamente por los carniceros de la dictadura. La destrucción de la industria nacional, el desmembramiento profundo de la calidad educativa en todos sus niveles, el vaciamiento cultural e intelectual del país, todo aquello no son para ellos realidades que exponen causalidad y efecto, sino que simplemente no son o no están. La negación conciente, la negación por omisión y la negación por convicción son la columna vertebral de su discurso. Porque el que la dictadura haya terminado en cierto momento, no quita el peso ni el valor de lo que impuso. Suena tan obvio y palpable que ofende, porque lo que impuso se vio prolongado, por más que hayan surgido luego gobiernos elegidos democráticamente, por más que haya habido enjuiciamientos y que haya rebrotado luego de querer ser aniquilada, la voz que la denunciaba. Se vio prolongada porque, entre tantas otras cosas, lo que también impuso fue una cierta pauta cultural y social que sigue haciendo eco, camufladamente en más de un caso. ¿Es decir que cualquiera que reclame “mano dura” y despotrica en contra de la “inseguridad”, es inevitablemente funcional a un pensamiento golpista? Dejando de lado aquellos casos particulares en lo que es así, por ejemplo, como la señora que estaba delante de mí en la cola de un kiosco, que decía : “es que ahora es terrible, cualquier negrito viene y te roba… en cambio antes, antes podíamos andar tranquilos por las calles…” y ni hablar de cierta gente de “el campo” que vocifera “¡lo que hay que hacer es quemar el país!” –tema en el que no entro ahora, por riesgo a desdibujar el tema central- , pensemos en aquella gente que, como entes autómatas, repiten ciertas fórmulas. Digámoslo así: se puede ser funcional a X cosa de manera directa o no, de forma voluntaria o no. Porque lo que se tiene en cuenta en última instancia es el hecho de que todo análisis superficial, de que toda cosa dada por sentada por lo que es en un momento dado actual, de que todo aquello repetido por sentido común o por cierta extraña solidaridad en apariencia, responde no sólo a eso en sí, sino que si no es inteligentemente contextualizado como realidades que son y están compuestas por los cientos de factores que entran en juego, sino es deducido como algo que trasciende mucho más allá de estadísticas, datos, noticias puntuales, etc., sí termina siendo acorde a un modo de analizar y de pretender cambiar la realidad en base a consignas que golpean los cimientos de la vapuleada democracia, en donde ésta representa a todos y no sólo a unos pocos que gritan solamente cuando sus intereses se ven amenazados, porque sino, por ejemplo, no podría hablarse de aquella muy considerable cantidad de civiles que decían no saber nada, que no veían nada, y que terminaban haciéndole el juego a la dictadura. Pero sobre todo, porque muchos de ellos no querían saber. El pensamiento individualista por excelencia (¿o acaso el “no te metas” no sigue vigente bajo otras caretas?).
Es decir, cambian los datos y los hechos, pero no las formas y sus contenidos subyacentes. Lo que subyace es, entre otras cosas, una lógica determinada a la hora de pensar, plantear y afirmar ciertas realidades. La lógica que niega las raíces de una problemática, de cómo se desarrollan y por qué se dan ciertos hechos. La lógica de simplemente asumir sin mirar la estructuración fáctica y cualitativa de los sucesos sociales. Radica en una forma de visión errada, concientemente o no. Es un error de interpretación de la Historia, como si ésta fuera una cuestión inerte y con la vitalidad petrificada de un museo, en donde los hechos sólo siguen un modo (cualquiera) de ser mostrados. Pero en la contraposición de aquella actitud está lo fascinante y la importancia fundamental de un modo activo de pensar la Historia: todo se entrelaza, constantemente. Piensen un segundo: muchísima gente piensa en las cosas como si estas nacieran de la nada. Lo que sucede hoy no se relaciona con nada, no tiene origen ni raíces. La pobreza de hoy es un capricho de una realidad delimitada únicamente por números, estadísticas, noticias escabrosas y por la rabia de la gente que quiere estar en paz. La delincuencia es sólo un método racional de la maldad. Es decir, la estigmatización más simplista es la forma de darle cuerpo a una inquietud social.
De ninguna forma se trata de justificar cualquier aberrante hecho, pero sí se trata de implementar un método de análisis que implique una mirada amplia para lograr discernir desde qué punto se debe trabajar para superar cuestión tan compleja y aguda como es el tema de la llamada “seguridad”.
Y precisamente allí es en donde la memoria se debe tornar sustancialmente activa, sustancialmente actora como parte fundamental en la contraparte de aquella realidad desvirtuada. La memoria no es una imagen congelada a ser honorada simplemente por lo que muestra o representa en su puntualidad objetiva, sino porque es lo que mantiene vivo lo que subyace independientemente del momento histórico específico, de las circunstancias, de lo contextual. Es lo que hace que lo que llamado pasado se transforme en carne del presente, porque lo representado muestra la inherencia de ciertas cosas.
La memoria, los Derechos Humanos, la Justicia, no son cuestiones inertes. El recordar algo tan trágico y doloroso como el golpe militar, es en realidad seguir validando pensamientos, lógicas, ideas que luchan contra ese facilismo que engatuza a tantos que simplemente ven una tranquilidad ficticia porque no quieren saber que más allá de ellos tantos otros mueren sin paz alguna, arrebatados por el hambre, la desigualdad y la falta de oportunidades.