La acción directa ha calado hondo en la Argentina del S. XXI. Los ecos del 2001 siguen vigentes y se han profundizado de modo notable. Ya no son sólo los sectores de menores recursos los que apelan a metodologías donde la institucionalidad dominante se ve desbordada y se produce un cara a cara sin mediación alguna. Donde el sentido primigenio del acto, por ejemplo en aquellos primeros cortes de ruta de los entonces denominados fogoneros, estaba dado por «poner el cuerpo», como un símbolo de que era lo único que quedaba en una batalla desigual que había resquebrajado identidades, al punto tal de invisibilizar a las mismas. Precisamente, esos cortes tenían una intención de fondo que iba más allá de una reivindicación puntual: volver visibles a sujetos que se habían caído literalmente del mapa.
Eso fue en la segunda mitad de los 90, cuando el menemato comenzaba su ocaso y la convertibilidad tambaleaba, aunque trascendería al riojano. La hecatombe social de comienzos de siglo arrojó aún a más ciudadanos a esa esfera intangible que podría titularse «márgenes» y en consecuencia extendió esa necesidad de «poner el cuerpo» a nuevos sectores. Con el paso del tiempo, la metodología se afianzó no sólo como una consideración de ser la última instancia para ejercer un reclamo ante la ausencia de canales institucionales legítimos y válidos, sino por su creciente efectividad. Es decir, la percepción social generalizada se inclinó por pensar que la acción directa (y sus representaciones específicas: corte de ruta, toma de un establecimiento, bloqueo de camiones a la salida de una fábrica, incendiar un tren que no sale, étc) es la mejor forma para hacerse oír y para conseguir lo que se pretende. Ejemplo abstracto: es más efectivo (entendiendo efectividad como la capacidad por la cual lo que un actor exije es recepcionado por aquel al cual se está interpelando, encauzándose una solución concreta para esa exigencia) un corte de ruta de algunas organizaciones sociales en el Puente Pueyrredón para exigir que suba el monto de la AUH que un paro de ATE pidiendo aumento de salarios (aunque la movilización es una forma de acción directa, está ciertamente institucionalizada). En una brillante nota del año 2006, Marito Wainfeld interpretaba una situación que continuó evolucionando exponencialmente, cruzando de forma transversal ideologías y clases sociales (lock out patronal de 2008, como ejemplo paradigmático).
En los últimos meses, hemos asistido a varios capítulos de sustantiva importancia en relación a este tipo de acciones. Las tomas de los colegios secundarios de la Ciudad de Buenos Aires y la de las facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Sociales de la UBA conminaron la atención de los medios de comunicación, que resaltaron y criticaron las formas, pero se les complicó hacer lo mismo con los motivos. Ese es el meollo de la cuestión. La acción directa reclama para sí legitimidad. Cuando los actores que la encarnan logran imponer ampliamente la justicia de sus reclamos, ya hay una batalla ganada. Y la polémica se centra en el cómo.
Alguien que supo transitar los pasillos de Sociales durante 6 años y que no ha dejado de hacerlo, ya en otra faceta, se vio sorprendido por la masividad de las asambleas que nunca decayeron en cantidad (algo habitual en otros procesos del mismo estilo) y que, pese a numerosas polémicas, continuaron siendo la forma organizativa donde se deliberaba y se decidía los pasos a seguir. Con el correr de los días, comenzaron a surgir amplios cuestionamientos de aquellos que compartían los motivos, pero ya se habían hartado de la forma y querían encontrarle una vuelta de tuerca al asunto. Lamentablemente, gran parte de esas críticas permanecieron en el mundillo cibernético y poco se hicieron escuchar en el ámbito que la comunidad estudiantil había decidido para tal fin (aunque sean tan largas y terminen casi siempre de madrugada). Sí, ya sé, los troscos y su hilarante épica de que estos movimientos representan un avance revolucionario y que se le puede «torcer el brazo al gobierno» (a éste o a cualquier otro, total es lo mismo, no?), la izquierda independiente que a veces quedó en el medio de una contradicción (kirchnerismo vs troscos) y no se supo parar por encima como verdadero conducción del Centro y una gestión con menos cintura que un lavarropas, entre otras cosas. Ok, coincido con todo eso (por ende lo escribo) pero no es el eje que estamos tocando puntualmente. La toma nunca perdió real legitimidad entre sus protagonistas (más activos o más pasivos), más allá de un fuerte desgaste, lógico en procesos tan largos (aunque Gualeguaychú deja en ridículo este evento). Aunque cierta fetichización del método de lucha que se produce, merece ser evaluada más profundamente, dado que no se actúa en abstracto, las condiciones para actuar así se mantuvieron vigentes durante el tiempo que transcurrió el conflicto.
La cultura política de nuestros tiempos no concibe la negociación como un valor primario, sino como el resultante de una presión expresada de modo directo. El «golpear y negociar» vandorista al palo, pero en vez de un tremendo paro, un bloqueo de establecimiento o un copamiento de una institución. Es así. Como las autoridades a las que se les exigía sentarse a una mesa y responder a un reclamo justo, tuvieron una reacción tardía, el método se extendió en el tiempo. Y eso indudablemente empieza a alimentar críticas de todo tipo porque se desdibuja la noción de límite. ¿Hasta cuándo es posible seguir tomando una Facultad? Hay dos respuestas posibles, desde la óptica del cronista: 1) Hasta que se accede a lo solicitado; 2) Hasta que la famosa relación de fuerzas dé (asambleas que no decaen en cantidad de asistentes es el primer indicador; algo menos tangible es la percepción hacia afuera). Hubo 1 en su momento, pero pareció no alcanzar, al tiempo que 2 se seguía dando, aún con matices producto de la duración. Si hay 1, y 2 ya no existe, a otra cosa mariposa y resuelto el quilombo. No siempre es tan fácil. ¿Se podría haber realizado una tregua más sensata cuando apareció 1 en vez de continuar e incluso redoblar? Da la sensación que ahí hubo un error, aunque el diario del lunes mostró un triunfo. Lo del Ministerio de Educación fue una locura foquista, pero otra vez: el desenlace de una acción desbocada concluyó exitosamente – más allá de las lamentables detenciones – para quienes la protagonizaron, beneficiándose también otros actores que no apoyaban nada de lo que se estaba haciendo. Sileoni dijo que los estudiantes «han obtenido lo mismo que hubieran obtenido sin romper la puerta». ¿Seguro de esto, ministro? Ya sabemos que Clarín miente, pero cada tanto tira algo piola y que podemos compartir. Sintesis final: la acción directa incomoda, pone adelante en la mirada de las sociedad las formas por sobre los motivos (en este caso, bastante más que justos) y en numerosas ocasiones, a veces más tarde que temprano, consigue lo que pretende. Un fenómeno para seguir prestando atención.
Es interesante tu análisis. Un aspecto para profundizar sería, no solo cómo la acción directa se contrapone con la llamada «institucionalidad» sino como ésta última le resta legitimidad discursivamente a pesar de someterse a ella en los hechos dando por tierra los argumentos que hasta hace poco se esgrimían con rabiosa tenacidad.
Tu artículo es excelente. Creo sin embargo, y sobre todo a partir del comentario de Santiago D., que la oposición «acción directa» Vs. «institucionalidad» debería quererse como un resurgimiento de esta última, a partir de consensos nuevos y una nueva cultura política. En definitiva, una asamblea no deja de ser una institución.
Sí, la institucionalidad post-2001 sigue aún muy deslegitimada. Por parte de muchísimos actores, incluso los que predican discursivamente que hay que intentar revivirla. Intenté reflejar con un ejemplo particular lo que es esa cultura política que hoy prima. No siempre fue así, no siempre lo será. Gracias por los halagos.