Jueves 05 de mayo de 2011 | Publicado en edición impresa
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Beatriz Sarlo tiene razón: como escribió en su último libro, el kirchnerismo está ganando la batalla cultural de este presente. Y el ex jefe de Gabinete, Alberto Fernández, también tiene razón: el último servicio que le hizo Néstor Kirchner al «proyecto» fue haberse muerto, porque con su desaparición física se llevó «todo lo malo» y permitió el nacimiento de una «nueva presidenta», quien a partir del último adiós empezó a ser vista, por la mayoría de los argentinos, como si fuera otra persona. Más querible. Menos soberbia. Alguien a quien se podría comprender y apoyar.
El triunfo de la batalla cultural que planteó el kirchnerismo está a la vista. Todos los actores políticos y sociales a los que puso en cuestión se encuentran a la defensiva: desde el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, hasta el Grupo Clarín, a quien Kirchner había elegido como su mejor amigo hasta que decidió combatirlo como si fuera el peor demonio.
El «caso Macri» merece un mínimo análisis. Desde el mismo instante en que asumió, Kirchner y sus hombres lo eligieron como el enemigo por vencer. Primero lo estigmatizaron; después lo enfrentaron en su propio terreno, la ciudad de Buenos Aires, y más tarde, cuando comprobaron que nadie lo defendía, se dedicaron a insultarlo. El ejemplo más claro de la parábola es lo que hace el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, quien lo califica de vago, conejo negro e hijo de papá. Y todo le sale gratis. O lo que es mejor: cobra por sus servicios el reconocimiento de la Presidenta, quien no lo ama, pero lo deja hacer y hasta le escribe el prólogo de sus zonceras (un catálogo de lugares comunes que incluye una lista titulada antibibliografía, con los libros que recomienda leer para detectar las «debilidades» del «enemigo»).
No es extraño que Macri se haya bajado de la carrera presidencial. Si el jefe de la ciudad no es capaz de ser defendido por la gente que cree en su proyecto, ¿con qué posibilidad de éxito puede ir a pelear una elección nacional?
Macri y sus asesores suponían que el rechazo que generaba Néstor Kirchner lo transformaría en el emergente de un proyecto alternativo «más normal» y «menos caótico». Pero en el camino se toparon con dos grandes inconvenientes. Uno fue la desaparición física de Kirchner y del rechazo hacia su figura. El otro es la falta de actitud tanto de Macri como de su pequeño y cerrado equipo. La muerte súbita forma parte de las cosas que exceden a la política. Pero a la actitud no se la puede comprar en ningún shopping. Actitud, por poner un solo ejemplo, es lo que le sobraba a Kirchner en vida. Con pura actitud pasó del desconocimiento casi absoluto a la presidencia de la Nación. Con actitud -y también millones de pesos de la caja del Estado- logró seducir a gobernadores, intendentes, legisladores, sindicalistas, artistas, intelectuales, dueños de medios y periodistas, y los comprometió en muchas de sus batallas, a las que tiñó de mística y romanticismo.
La elección de Clarín como el enemigo público número uno pareció -desde la perspectiva del Kirchner calculador, como lo define Sarlo- más acertada todavía. No sólo porque en el camino se encontró con un montón de «víctimas» que en algún momento se habían sentido maltratadas por el diario (ver el resultado de la votación a favor de la ley de medios en el Senado). También porque puso al «monopolio» por encima «de todos y de todas». Y así, de un solo golpe, colocó a la oposición política y a todo el periodismo crítico -incluso al que no comulga con las prácticas profesionales de Clarín- en un escalón inferior y menos digno de la batalla. Es decir: le bajó el precio a casi todo el mundo, y le dio al proyecto del Gobierno una pátina de trascendencia temporal que hasta entonces no poseía.
A la batalla cultural ganada por el Gobierno hay que agregarle, además de la ley de medios, Fútbol para Todos. No sólo porque le arrebató, de la noche a la mañana, uno de los mejores instrumentos de comunicación a Clarín. También porque lo transformó en el mayor instrumento de difusión y propaganda de la administración y puso en evidencia la falta de reacción de la oposición política frente a las grandes iniciativas oficiales. En ese sentido, como bien lo destaca Sarlo, los grandes referentes del Frente para la Victoria deberían estar muy agradecidos a Gabriel Mariotto. El presidente de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual aportó a la movida un discurso muy atractivo para los sectores que se consideran progresistas.
Pero la gran victoria de Néstor Kirchner fue, sobre todo, política. Porque antes de morirse, incluso, le empezó a dar, a la gestión, junto a la presidenta Cristina Fernández, un sesgo «nacional y popular» que puso al Gobierno más cerca de la «mayoría» no politizada.
La Asignación por Hijo -aunque no sea todavía universal y haya sido primero planteada por la oposición-; los aumentos salariales a través de las paritarias, que vienen acompañando a la inflación; la suba del mínimo no imponible para el pago de Ganancias -aunque sea insuficiente-son algunas de las medidas con las que nadie, en su sano juicio, puede estar en desacuerdo.
Hoy parece más o menos claro que la supremacía cultural del kirchnerismo y la muerte de su líder, junto con su intento de transformarlo en un mito, le bastarían a Cristina Fernández para ganar las elecciones en la primera vuelta. Tampoco hay ninguna duda, a seis meses de su desaparición, de que el ex presidente era un líder «distinto», capaz de cambiar las situaciones políticas que le venían dadas y hacerlas jugar a su favor.
La gran pregunta de la hora es qué hará la jefa del Estado con semejante legado. Si profundizará sus sesgos más autoritarios y seguirá inventando enemigos para sostener la mística del proyecto o pasará a la historia como alguien que transformó el país incluyendo a todos. Aun a los que no piensan como ella ni comparten su manera de ejercer el poder.
© La Nacion
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Beatriz Sarlo tiene razón: como escribió en su último libro, el kirchnerismo está ganando la batalla cultural de este presente. Y el ex jefe de Gabinete, Alberto Fernández, también tiene razón: el último servicio que le hizo Néstor Kirchner al «proyecto» fue haberse muerto, porque con su desaparición física se llevó «todo lo malo» y permitió el nacimiento de una «nueva presidenta», quien a partir del último adiós empezó a ser vista, por la mayoría de los argentinos, como si fuera otra persona. Más querible. Menos soberbia. Alguien a quien se podría comprender y apoyar.
El triunfo de la batalla cultural que planteó el kirchnerismo está a la vista. Todos los actores políticos y sociales a los que puso en cuestión se encuentran a la defensiva: desde el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, hasta el Grupo Clarín, a quien Kirchner había elegido como su mejor amigo hasta que decidió combatirlo como si fuera el peor demonio.
El «caso Macri» merece un mínimo análisis. Desde el mismo instante en que asumió, Kirchner y sus hombres lo eligieron como el enemigo por vencer. Primero lo estigmatizaron; después lo enfrentaron en su propio terreno, la ciudad de Buenos Aires, y más tarde, cuando comprobaron que nadie lo defendía, se dedicaron a insultarlo. El ejemplo más claro de la parábola es lo que hace el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, quien lo califica de vago, conejo negro e hijo de papá. Y todo le sale gratis. O lo que es mejor: cobra por sus servicios el reconocimiento de la Presidenta, quien no lo ama, pero lo deja hacer y hasta le escribe el prólogo de sus zonceras (un catálogo de lugares comunes que incluye una lista titulada antibibliografía, con los libros que recomienda leer para detectar las «debilidades» del «enemigo»).
No es extraño que Macri se haya bajado de la carrera presidencial. Si el jefe de la ciudad no es capaz de ser defendido por la gente que cree en su proyecto, ¿con qué posibilidad de éxito puede ir a pelear una elección nacional?
Macri y sus asesores suponían que el rechazo que generaba Néstor Kirchner lo transformaría en el emergente de un proyecto alternativo «más normal» y «menos caótico». Pero en el camino se toparon con dos grandes inconvenientes. Uno fue la desaparición física de Kirchner y del rechazo hacia su figura. El otro es la falta de actitud tanto de Macri como de su pequeño y cerrado equipo. La muerte súbita forma parte de las cosas que exceden a la política. Pero a la actitud no se la puede comprar en ningún shopping. Actitud, por poner un solo ejemplo, es lo que le sobraba a Kirchner en vida. Con pura actitud pasó del desconocimiento casi absoluto a la presidencia de la Nación. Con actitud -y también millones de pesos de la caja del Estado- logró seducir a gobernadores, intendentes, legisladores, sindicalistas, artistas, intelectuales, dueños de medios y periodistas, y los comprometió en muchas de sus batallas, a las que tiñó de mística y romanticismo.
La elección de Clarín como el enemigo público número uno pareció -desde la perspectiva del Kirchner calculador, como lo define Sarlo- más acertada todavía. No sólo porque en el camino se encontró con un montón de «víctimas» que en algún momento se habían sentido maltratadas por el diario (ver el resultado de la votación a favor de la ley de medios en el Senado). También porque puso al «monopolio» por encima «de todos y de todas». Y así, de un solo golpe, colocó a la oposición política y a todo el periodismo crítico -incluso al que no comulga con las prácticas profesionales de Clarín- en un escalón inferior y menos digno de la batalla. Es decir: le bajó el precio a casi todo el mundo, y le dio al proyecto del Gobierno una pátina de trascendencia temporal que hasta entonces no poseía.
A la batalla cultural ganada por el Gobierno hay que agregarle, además de la ley de medios, Fútbol para Todos. No sólo porque le arrebató, de la noche a la mañana, uno de los mejores instrumentos de comunicación a Clarín. También porque lo transformó en el mayor instrumento de difusión y propaganda de la administración y puso en evidencia la falta de reacción de la oposición política frente a las grandes iniciativas oficiales. En ese sentido, como bien lo destaca Sarlo, los grandes referentes del Frente para la Victoria deberían estar muy agradecidos a Gabriel Mariotto. El presidente de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual aportó a la movida un discurso muy atractivo para los sectores que se consideran progresistas.
Pero la gran victoria de Néstor Kirchner fue, sobre todo, política. Porque antes de morirse, incluso, le empezó a dar, a la gestión, junto a la presidenta Cristina Fernández, un sesgo «nacional y popular» que puso al Gobierno más cerca de la «mayoría» no politizada.
La Asignación por Hijo -aunque no sea todavía universal y haya sido primero planteada por la oposición-; los aumentos salariales a través de las paritarias, que vienen acompañando a la inflación; la suba del mínimo no imponible para el pago de Ganancias -aunque sea insuficiente-son algunas de las medidas con las que nadie, en su sano juicio, puede estar en desacuerdo.
Hoy parece más o menos claro que la supremacía cultural del kirchnerismo y la muerte de su líder, junto con su intento de transformarlo en un mito, le bastarían a Cristina Fernández para ganar las elecciones en la primera vuelta. Tampoco hay ninguna duda, a seis meses de su desaparición, de que el ex presidente era un líder «distinto», capaz de cambiar las situaciones políticas que le venían dadas y hacerlas jugar a su favor.
La gran pregunta de la hora es qué hará la jefa del Estado con semejante legado. Si profundizará sus sesgos más autoritarios y seguirá inventando enemigos para sostener la mística del proyecto o pasará a la historia como alguien que transformó el país incluyendo a todos. Aun a los que no piensan como ella ni comparten su manera de ejercer el poder.
© La Nacion