Empresarios & CIA. / Por Francisco Olivera
Domingo 08 de mayo de 2011 | Publicado en edición impresa
Jorge Brito suele ser testigo de situaciones memorables. Una de las últimas fue un almuerzo reciente del que participaba, además del ministro Amado Boudou, la propia Cristina Kirchner. La Presidenta tutea al banquero y encabezó su consejo con un halagador «Jorge». Le advirtió que, en adelante, si alguien del Gobierno osaba pedirle lo que en la Argentina se da en llamar «aporte para la política», se lo comunicara personalmente a ella. Cerca de la puerta, cuando el dueño del Macro se retiraba, insistió en lo mismo: «Acordate de lo que te dije».
La anécdota, ratificada a La Nacion por dos fuentes, se propagó por doble vía: el mundo corporativo y la periferia política de la quinta de Olivos. No se acallaron todavía, en ciertos directorios, los comentarios por el supuesto rechazo presidencial, meses atrás, a una de estas generosas contribuciones. «Se lo confirmo: ella valijas no quiere», dijo a este diario un empresario con varias décadas de trabajo en el país.
Es entendible que haya estupor. Son los mismos ejecutivos que definen la corrupción kirchnerista como la más grandilocuente en décadas, incluidos los 90. Aunque la memoria empresarial es frágil, tal vez la aspereza del modo actual y determinados porcentajes hayan endurecido algunos veredictos.
¿Hay una nueva etapa? ¿Es una postura? Las conclusiones son múltiples y consumen el tiempo de conversaciones de negocios. «A ella siempre le gustó decir que le debe las carteras Louis Vuitton a su condición de abogada», dijo un dirigente que estuvo varias veces con la jefa del Estado. Otra de estas elucubraciones es bien argentina y elemental: Cristina Kirchner ha decidido lavarle la cara al Gobierno.
Si es estrategia, el éxito es abrumador. No sólo entre hombres de negocios. Operadores estatales reconocen, puertas adentro, que los fondos de campaña publicitaria calculados para la Presidenta son apenas un cuarto de lo que pensaban destinar, el año pasado, si el candidato era Néstor Kirchner. No era barato, agregan, remontar su imagen ante la sociedad. Ahora las encuestas sonríen.
¿Estamos, por el contrario, ante un giro genuino? Hay empresarios que sacan conclusiones a partir de charlas con ex miembros del Gobierno. Apenas explotó el escándalo de la valija de Guido Antonini Wilson, funcionarios que estaban entonces en el círculo presidencial reconocían a ejecutivos, en privado, que debían sobreactuar ante la Presidenta con un argumento que no terminaba de convencerlos ni a ellos: se trataba de una operación de la CIA. «Mire que esto queda grabado», le advertía entonces el periodista Nelson Castro a Aníbal Fernández en vivo, mientras el ministro negaba que el «mequetrefe» venezolano hubiera entrado en la Casa Rosada, algo que probaron después las cámaras de la TV pública. Si no Fernández, la Presidenta creía realmente en una jugada de inteligencia destinada a arruinarle sus primeros días de mandato, recuerdan los viejos kirchneristas.
Hay que decir que la asignatura pendiente al respecto es monumental. La Argentina cae sin parar no sólo en los rankings de transparencia, sino en la misma materia. Tal vez algún día algún magistrado ponga el ojo en serio sobre las compras de combustible a Venezuela. Cerradas sin el menor control o licitación, esas operaciones son, por ejemplo, diez veces los 250 millones de dólares involucrados en el contrato de la causa IBM-Banco Nación (1994). Cualquier investigador que crea realmente en la transparencia debería hacer la prueba sólo con levantar el teléfono y pedir datos al respecto en el Ministerio de Planificación. Tal vez los más soñadores prefieran buscarlos por Internet. Con todo, el malhumor presidencial se asentó entonces sólo en la única de las cuatro valijas que detuvo Luján Telpuk, la copiosa empleada de Aduana que eligió después cubrirse, paradojas de la vida, descubriéndose para Playboy.
La nueva imagen amaga además con nuevos actores. Ante gente de confianza, Julio De Vido es cada vez menos críptico en sus ganas de irse. Roberto Baratta, el subsecretario que asumió las atribuciones del ministro de Planificación, encabeza ahora los contactos con el establishment. Pero se le han oído promesas similares: dice que quiere alejarse a fines de año.
A la edulcoración de los discursos presidenciales (con referencias divinificadas hacia «él») se sumaron convocatorias recientes a la Unión Industrial Argentina (UIA) y la CGT. Días atrás, en Roma, donde participaba de la beatificación de Juan Pablo II, Ricardo Lorenzetti, presidente de la Corte Suprema, dijo entre argentinos que el diálogo con la Presidenta había mejorado. Y casi no hubo industrial que no hubiera salido del encuentro en la Casa Rosada sin la ilusión de que, tal vez, la relación con el sector fabril podría evolucionar.
Tanto que, lejos de la defensa corporativa que vienen ejerciendo, varios de ellos sonrieron cuando la jefa del Estado aludía sarcásticamente a Techint, cuyo representante, Luis Betnaza, permanecía de viaje en España. No nombró al holding: dijo que había que evitar proteger a monopolios que después manejaran a su antojo el precio de insumos difundidos como la chapa. El que me manda mensajes por los diarios quiere decir que no quiere hablar conmigo, transmitió, y cerró con un «ya saben a quién me refiero». Habían sido publicadas ese día las declaraciones de Paolo Rocca desde Houston.
Una táctica de aislamiento que parece haber funcionado una vez más. Dirigentes que pertenecen a la corriente ideológica más radicalizada del Gobierno aventuran en estos días, en conversaciones reservadas, cuál debería ser el próximo objetivo de la euforia intervencionista nacional: Cablevisión. ¿Habrá entonces reacción corporativa? Habrá que ver. Pero las prepagas vienen de una mala experiencia en la Asociación Empresaria Argentina (AEA), foro que tiene a Jorge Aufiero, presidente de Medicus y de una de las cámaras del sector, machacando hace un mes con pedidos de respaldo para rechazar algunas de las reformas de la ley. La respuesta que dio a La Nacion un miembro de AEA que cree en la salud privada sepultará esa esperanza en cinco minutos: «Eso ya está».
folivera@lanacion.com.ar
Domingo 08 de mayo de 2011 | Publicado en edición impresa
Jorge Brito suele ser testigo de situaciones memorables. Una de las últimas fue un almuerzo reciente del que participaba, además del ministro Amado Boudou, la propia Cristina Kirchner. La Presidenta tutea al banquero y encabezó su consejo con un halagador «Jorge». Le advirtió que, en adelante, si alguien del Gobierno osaba pedirle lo que en la Argentina se da en llamar «aporte para la política», se lo comunicara personalmente a ella. Cerca de la puerta, cuando el dueño del Macro se retiraba, insistió en lo mismo: «Acordate de lo que te dije».
La anécdota, ratificada a La Nacion por dos fuentes, se propagó por doble vía: el mundo corporativo y la periferia política de la quinta de Olivos. No se acallaron todavía, en ciertos directorios, los comentarios por el supuesto rechazo presidencial, meses atrás, a una de estas generosas contribuciones. «Se lo confirmo: ella valijas no quiere», dijo a este diario un empresario con varias décadas de trabajo en el país.
Es entendible que haya estupor. Son los mismos ejecutivos que definen la corrupción kirchnerista como la más grandilocuente en décadas, incluidos los 90. Aunque la memoria empresarial es frágil, tal vez la aspereza del modo actual y determinados porcentajes hayan endurecido algunos veredictos.
¿Hay una nueva etapa? ¿Es una postura? Las conclusiones son múltiples y consumen el tiempo de conversaciones de negocios. «A ella siempre le gustó decir que le debe las carteras Louis Vuitton a su condición de abogada», dijo un dirigente que estuvo varias veces con la jefa del Estado. Otra de estas elucubraciones es bien argentina y elemental: Cristina Kirchner ha decidido lavarle la cara al Gobierno.
Si es estrategia, el éxito es abrumador. No sólo entre hombres de negocios. Operadores estatales reconocen, puertas adentro, que los fondos de campaña publicitaria calculados para la Presidenta son apenas un cuarto de lo que pensaban destinar, el año pasado, si el candidato era Néstor Kirchner. No era barato, agregan, remontar su imagen ante la sociedad. Ahora las encuestas sonríen.
¿Estamos, por el contrario, ante un giro genuino? Hay empresarios que sacan conclusiones a partir de charlas con ex miembros del Gobierno. Apenas explotó el escándalo de la valija de Guido Antonini Wilson, funcionarios que estaban entonces en el círculo presidencial reconocían a ejecutivos, en privado, que debían sobreactuar ante la Presidenta con un argumento que no terminaba de convencerlos ni a ellos: se trataba de una operación de la CIA. «Mire que esto queda grabado», le advertía entonces el periodista Nelson Castro a Aníbal Fernández en vivo, mientras el ministro negaba que el «mequetrefe» venezolano hubiera entrado en la Casa Rosada, algo que probaron después las cámaras de la TV pública. Si no Fernández, la Presidenta creía realmente en una jugada de inteligencia destinada a arruinarle sus primeros días de mandato, recuerdan los viejos kirchneristas.
Hay que decir que la asignatura pendiente al respecto es monumental. La Argentina cae sin parar no sólo en los rankings de transparencia, sino en la misma materia. Tal vez algún día algún magistrado ponga el ojo en serio sobre las compras de combustible a Venezuela. Cerradas sin el menor control o licitación, esas operaciones son, por ejemplo, diez veces los 250 millones de dólares involucrados en el contrato de la causa IBM-Banco Nación (1994). Cualquier investigador que crea realmente en la transparencia debería hacer la prueba sólo con levantar el teléfono y pedir datos al respecto en el Ministerio de Planificación. Tal vez los más soñadores prefieran buscarlos por Internet. Con todo, el malhumor presidencial se asentó entonces sólo en la única de las cuatro valijas que detuvo Luján Telpuk, la copiosa empleada de Aduana que eligió después cubrirse, paradojas de la vida, descubriéndose para Playboy.
La nueva imagen amaga además con nuevos actores. Ante gente de confianza, Julio De Vido es cada vez menos críptico en sus ganas de irse. Roberto Baratta, el subsecretario que asumió las atribuciones del ministro de Planificación, encabeza ahora los contactos con el establishment. Pero se le han oído promesas similares: dice que quiere alejarse a fines de año.
A la edulcoración de los discursos presidenciales (con referencias divinificadas hacia «él») se sumaron convocatorias recientes a la Unión Industrial Argentina (UIA) y la CGT. Días atrás, en Roma, donde participaba de la beatificación de Juan Pablo II, Ricardo Lorenzetti, presidente de la Corte Suprema, dijo entre argentinos que el diálogo con la Presidenta había mejorado. Y casi no hubo industrial que no hubiera salido del encuentro en la Casa Rosada sin la ilusión de que, tal vez, la relación con el sector fabril podría evolucionar.
Tanto que, lejos de la defensa corporativa que vienen ejerciendo, varios de ellos sonrieron cuando la jefa del Estado aludía sarcásticamente a Techint, cuyo representante, Luis Betnaza, permanecía de viaje en España. No nombró al holding: dijo que había que evitar proteger a monopolios que después manejaran a su antojo el precio de insumos difundidos como la chapa. El que me manda mensajes por los diarios quiere decir que no quiere hablar conmigo, transmitió, y cerró con un «ya saben a quién me refiero». Habían sido publicadas ese día las declaraciones de Paolo Rocca desde Houston.
Una táctica de aislamiento que parece haber funcionado una vez más. Dirigentes que pertenecen a la corriente ideológica más radicalizada del Gobierno aventuran en estos días, en conversaciones reservadas, cuál debería ser el próximo objetivo de la euforia intervencionista nacional: Cablevisión. ¿Habrá entonces reacción corporativa? Habrá que ver. Pero las prepagas vienen de una mala experiencia en la Asociación Empresaria Argentina (AEA), foro que tiene a Jorge Aufiero, presidente de Medicus y de una de las cámaras del sector, machacando hace un mes con pedidos de respaldo para rechazar algunas de las reformas de la ley. La respuesta que dio a La Nacion un miembro de AEA que cree en la salud privada sepultará esa esperanza en cinco minutos: «Eso ya está».
folivera@lanacion.com.ar