El escenario
Jueves 02 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
El radicalismo inició anteayer una gestión para invitar a Roberto Lavagna a secundar a Ricardo Alfonsín en su fórmula presidencial. Alfonsín y Hermes Binner no interrumpieron sus conversaciones y hasta podrían reunirse el próximo domingo. Pero el matrimonio, en el sentido de compartir una propuesta nacional, está roto . En ese contexto hay que leer la carta en la que Alfonsín presentó ayer a Francisco de Narváez como candidato a gobernador de su partido en la provincia de Buenos Aires.
Lavagna venía rechazando las propuestas de los radicales con el siguiente argumento: «Ustedes tienen todavía un compromiso con el socialismo, que fue ratificado por la Convención Nacional; para empezar a hablar hace falta que liquiden ese acuerdo». La aproximación es trabajosa. Lavagna escucha ofertas del duhaldismo y, además, conserva algunos malos recuerdos de la campaña en que la UCR lo llevó como candidato a presidente, cuatro años atrás. Además, un grupo de empresarios le entregó días atrás una encuesta que lo envalentonó: allí él aparece, sin hacer campaña, con 12% de intención de voto, mientras que Alfonsín registra un 18%. Para convencer a Lavagna los radicales han buscado a algunos mediadores, como Javier González Fraga.
El alejamiento entre Alfonsín y Binner es muy revelador de algunas características del juego político posterior al deceso de Néstor Kirchner. Con esa muerte la oposición perdió un activo valiosísimo. Kirchner registraba índices de imagen negativa que garantizaban una ola de voto castigo muy favorable a sus adversarios.
Por su figura pasaba, para usar la fórmula clásica de Mao, la contradicción principal de la Argentina. Era una pésima posición para alguien que, además, debía competir con un sistema electoral con segunda vuelta. El ballottage no fue inventado para promover, sino para impedir la llegada de alguien al poder. Era el problema en que estaba envuelto Kirchner cuando lo sorprendió la muerte.
Su viuda, la Presidenta, trabaja desde hace siete meses para desmontar esa polarización. Redujo a sólo un par los innumerables conflictos heredados de su esposo. Escondió entre bambalinas a las figuras más desprestigiadas de su equipo y ubicó al frente de la escena a un elenco menos vapuleado. Exhibe su duelo a toda hora, en busca de la última gota de empatía. Sus discursos ya no denuncian enemigos ni conspiraciones; proclaman que ha llegado una edad de oro en la que las transformaciones emprendidas por su esposo han sido coronadas por el éxito. A partir de toda esta construcción el Gobierno presume de que su triunfo es inevitable.
Los números
Las encuestas dicen otra cosa. Es verdad que el electorado ya no está partido en dos. Es decir, el desplazamiento del kirchnerismo no aparece como una prioridad mayoritaria. Pero de ahí no se desprende que la victoria de Cristina Kirchner sea inexorable.
Si se admite una simplificación, la opinión pública presenta tres grupos: un 30% ya decidió votar por la Presidenta; otro 30% dice que jamás la votaría, y un 40% todavía no sabe qué va a hacer. Esa franja es el mercado que se disputan el oficialismo y sus rivales.
La novedad de esta configuración respecto de la que prevalecía hace un año no es el éxito fatal del kirchnerismo, sino la mayor probabilidad de una derrota opositora. El aumento de ese riesgo ha provocado en muchos adversarios del Gobierno una reacción conservadora. ¿Conservadora de qué? De un distrito o de una identidad.
La lógica de Binner
El caso Binner se inscribe en esa lógica. El gobernador de Santa Fe rompió con Alfonsín diciendo que para los socialistas es inaceptable un acuerdo con De Narváez. ¿Por qué toleran, entonces, la compañía de un partido de centroderecha, como el Demócrata Progresista, en Santa Fe?, se preguntan los radicales. Binner no tiene respuesta. O, si la tiene, quizá sea inconfesable: «En Santa Fe, venimos ganando; en cambio en Buenos Aires, y en el país, podemos perder», diría.
En Binner se cumple una ley que rige sobre todo en fuerzas con alguna carga doctrinaria, como las de centroizquierda: antes de arriesgar la propia identidad, hay que asegurarse la victoria. Cuando la gloria se muestra incierta, conviene disponer de una estrategia que atenúe el costo del fracaso en el seno de la propia agrupación.
Margarita Stolbizer puede estar pensando de esta manera. El propio Alfonsín lo ha hecho cada vez que radicales porteños o cordobeses, por conveniencias locales, le propusieron un binomio con Gabriela Michetti: «Si llegamos a perder abrazados a Macri, ¿cómo enfrentaríamos después la interna del partido?».
Hay otro criterio de Binner, que complementa el anterior. Es posible que sus objeciones contra De Narváez no sean inamovibles. Sobre todo porque son muy indefinidas. Sin embargo, esos reparos son una buena excusa para que Binner alcance un objetivo importantísimo: evitar un enfrentamiento con Cristina Kirchner en un momento en que el adversario a vencer en Santa Fe es alguien tan identificado con ella como Agustín Rossi.
El gobernador evitó la confrontación cada vez que la Casa Rosada se mostraba poderosa. Es posible que, para enfrentar a Rossi, Binner quiera provincializar la campaña socialista y desaparecer de la escena nacional. En ese trámite corre el riesgo de ofender a sus aliados radicales. Ya hay algunos que tomaron contacto con Miguel del Sel, el candidato del macrismo en Santa Fe. Son minucias. Lo importante es que para Binner salvar el feudo es más importante que expulsar a los Kirchner del poder.
Alfonsín está más lejos de oponer al kirchnerismo una coalición similar por su amplitud. Es posible que sus dificultades se deban a que el suyo era un experimento imposible. El Gobierno se propone polarizar al electorado entre un «proyecto nacional y popular», que puja por una distribución más democrática del ingreso, y «las corporaciones», que reaccionan en defensa de sus intereses agredidos.
La pretensión de desbaratar ese diseño adoptando un discurso de centroizquierda y, a la vez, asociándose con De Narváez en el principal distrito del país acaso haya sido una quimera. Es posible que Alfonsín deba adoptar una estrategia muy distinta de la que ha venido cultivando hasta ahora. Quizá deba abandonar el trabajoso rompecabezas en el que se estuvo empeñando para construir un consenso en el seno del electorado. Buscar no sólo una polarización alternativa a la que propone el Gobierno, sino también un mandato. Para esa tarea le hacen falta todavía un discurso, una visión, una propuesta. Si no alcanza ese objetivo, aun ganando, le será imposible gobernar.
Jueves 02 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
El radicalismo inició anteayer una gestión para invitar a Roberto Lavagna a secundar a Ricardo Alfonsín en su fórmula presidencial. Alfonsín y Hermes Binner no interrumpieron sus conversaciones y hasta podrían reunirse el próximo domingo. Pero el matrimonio, en el sentido de compartir una propuesta nacional, está roto . En ese contexto hay que leer la carta en la que Alfonsín presentó ayer a Francisco de Narváez como candidato a gobernador de su partido en la provincia de Buenos Aires.
Lavagna venía rechazando las propuestas de los radicales con el siguiente argumento: «Ustedes tienen todavía un compromiso con el socialismo, que fue ratificado por la Convención Nacional; para empezar a hablar hace falta que liquiden ese acuerdo». La aproximación es trabajosa. Lavagna escucha ofertas del duhaldismo y, además, conserva algunos malos recuerdos de la campaña en que la UCR lo llevó como candidato a presidente, cuatro años atrás. Además, un grupo de empresarios le entregó días atrás una encuesta que lo envalentonó: allí él aparece, sin hacer campaña, con 12% de intención de voto, mientras que Alfonsín registra un 18%. Para convencer a Lavagna los radicales han buscado a algunos mediadores, como Javier González Fraga.
El alejamiento entre Alfonsín y Binner es muy revelador de algunas características del juego político posterior al deceso de Néstor Kirchner. Con esa muerte la oposición perdió un activo valiosísimo. Kirchner registraba índices de imagen negativa que garantizaban una ola de voto castigo muy favorable a sus adversarios.
Por su figura pasaba, para usar la fórmula clásica de Mao, la contradicción principal de la Argentina. Era una pésima posición para alguien que, además, debía competir con un sistema electoral con segunda vuelta. El ballottage no fue inventado para promover, sino para impedir la llegada de alguien al poder. Era el problema en que estaba envuelto Kirchner cuando lo sorprendió la muerte.
Su viuda, la Presidenta, trabaja desde hace siete meses para desmontar esa polarización. Redujo a sólo un par los innumerables conflictos heredados de su esposo. Escondió entre bambalinas a las figuras más desprestigiadas de su equipo y ubicó al frente de la escena a un elenco menos vapuleado. Exhibe su duelo a toda hora, en busca de la última gota de empatía. Sus discursos ya no denuncian enemigos ni conspiraciones; proclaman que ha llegado una edad de oro en la que las transformaciones emprendidas por su esposo han sido coronadas por el éxito. A partir de toda esta construcción el Gobierno presume de que su triunfo es inevitable.
Los números
Las encuestas dicen otra cosa. Es verdad que el electorado ya no está partido en dos. Es decir, el desplazamiento del kirchnerismo no aparece como una prioridad mayoritaria. Pero de ahí no se desprende que la victoria de Cristina Kirchner sea inexorable.
Si se admite una simplificación, la opinión pública presenta tres grupos: un 30% ya decidió votar por la Presidenta; otro 30% dice que jamás la votaría, y un 40% todavía no sabe qué va a hacer. Esa franja es el mercado que se disputan el oficialismo y sus rivales.
La novedad de esta configuración respecto de la que prevalecía hace un año no es el éxito fatal del kirchnerismo, sino la mayor probabilidad de una derrota opositora. El aumento de ese riesgo ha provocado en muchos adversarios del Gobierno una reacción conservadora. ¿Conservadora de qué? De un distrito o de una identidad.
La lógica de Binner
El caso Binner se inscribe en esa lógica. El gobernador de Santa Fe rompió con Alfonsín diciendo que para los socialistas es inaceptable un acuerdo con De Narváez. ¿Por qué toleran, entonces, la compañía de un partido de centroderecha, como el Demócrata Progresista, en Santa Fe?, se preguntan los radicales. Binner no tiene respuesta. O, si la tiene, quizá sea inconfesable: «En Santa Fe, venimos ganando; en cambio en Buenos Aires, y en el país, podemos perder», diría.
En Binner se cumple una ley que rige sobre todo en fuerzas con alguna carga doctrinaria, como las de centroizquierda: antes de arriesgar la propia identidad, hay que asegurarse la victoria. Cuando la gloria se muestra incierta, conviene disponer de una estrategia que atenúe el costo del fracaso en el seno de la propia agrupación.
Margarita Stolbizer puede estar pensando de esta manera. El propio Alfonsín lo ha hecho cada vez que radicales porteños o cordobeses, por conveniencias locales, le propusieron un binomio con Gabriela Michetti: «Si llegamos a perder abrazados a Macri, ¿cómo enfrentaríamos después la interna del partido?».
Hay otro criterio de Binner, que complementa el anterior. Es posible que sus objeciones contra De Narváez no sean inamovibles. Sobre todo porque son muy indefinidas. Sin embargo, esos reparos son una buena excusa para que Binner alcance un objetivo importantísimo: evitar un enfrentamiento con Cristina Kirchner en un momento en que el adversario a vencer en Santa Fe es alguien tan identificado con ella como Agustín Rossi.
El gobernador evitó la confrontación cada vez que la Casa Rosada se mostraba poderosa. Es posible que, para enfrentar a Rossi, Binner quiera provincializar la campaña socialista y desaparecer de la escena nacional. En ese trámite corre el riesgo de ofender a sus aliados radicales. Ya hay algunos que tomaron contacto con Miguel del Sel, el candidato del macrismo en Santa Fe. Son minucias. Lo importante es que para Binner salvar el feudo es más importante que expulsar a los Kirchner del poder.
Alfonsín está más lejos de oponer al kirchnerismo una coalición similar por su amplitud. Es posible que sus dificultades se deban a que el suyo era un experimento imposible. El Gobierno se propone polarizar al electorado entre un «proyecto nacional y popular», que puja por una distribución más democrática del ingreso, y «las corporaciones», que reaccionan en defensa de sus intereses agredidos.
La pretensión de desbaratar ese diseño adoptando un discurso de centroizquierda y, a la vez, asociándose con De Narváez en el principal distrito del país acaso haya sido una quimera. Es posible que Alfonsín deba adoptar una estrategia muy distinta de la que ha venido cultivando hasta ahora. Quizá deba abandonar el trabajoso rompecabezas en el que se estuvo empeñando para construir un consenso en el seno del electorado. Buscar no sólo una polarización alternativa a la que propone el Gobierno, sino también un mandato. Para esa tarea le hacen falta todavía un discurso, una visión, una propuesta. Si no alcanza ese objetivo, aun ganando, le será imposible gobernar.