Neustadt y Walsh, con ecos en el presente

En el Día del Periodista, una mirada sobre la prensa oficial
Martes 07 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
Creen que emulan a Rodolfo Walsh y apenas les alcanza para ser una imitación, de mala calidad, de Bernardo Neustadt. Hoy es el Día del Periodista y la alusión a tan antagónicos nombres viene al caso para, a partir de sus semblanzas, establecer similitudes y diferencias, más tácitas que explícitas, con el ejército de informadores que revistan en alguna de las múltiples vertientes (audiovisual, gráfica y redes sociales) del creciente aparato estatal y paraoficial de comunicación. La maquinaria está conformada por medios públicos, empresarios «amigos», hombres y mujeres de prensa oficialistas de corazón y los conversos, que nunca faltan, sólo por amor al dinero y al pluriempleo bien remunerado. Estos son los más fáciles de detectar porque exhiben, por lo general, un fanatismo afectado y superficial, además de mostrarse decididamente coléricos con quienes se aparten medio centímetro del catecismo oficial. Son exégetas renegados de Bernie porque aseguran aborrecerlo, aunque paradójicamente lo han superado con creces como orgullosos hiperoficialistas.
Neustadt -de cuyo fallecimiento se cumplen hoy, precisamente, tres años- fue por mucho tiempo el blanco predilecto al que sus colegas supuestamente más progresistas solían atacar con un grave cargo: ser acomodaticio al poder de turno.
De Walsh, como perfecta antítesis de Neustadt, se suele destacar lo contrario: su entrega militante a la literatura y al periodismo, y la defensa de sus ideales hasta poner en grave riesgo su vida y perderla, incluso, por mantenerse inclaudicable hasta el final. Pero, claro, el concepto de militancia en Walsh era combativo y bastante alejado de la versión obsecuente hacia las autoridades actuales concebida por el jefe de la agencia oficial Télam.
Neustadt y Walsh fueron contemporáneos el uno del otro. El primero nació en Rumania (su padre era diplomático), en 1925, y el segundo vio la luz en Choele-Choel (Río Negro), dos años más tarde. Walsh murió en 1977, a los 50 años, durante un enfrentamiento, cuando un grupo de tareas intentaba cazarlo tras su audaz y valiente «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar». Neustadt, en cambio, abandonó la escena en 2008, a los 83 años, en medio de un plácido almuerzo sabatino en su casona de Martínez, tres días después de escribir en su blog lo siguiente sobre el matrimonio Kirchner: «Consulté con un psiquiatra: son sadomasoquistas, gozan lastimando». Muchas veces, las simplificaciones del creador de las revistas Todo y Extra y la radio Milenium eran tan eficaces como irritantes.
Si Neustadt resulta emblemático a la hora de analizar qué efecto produce en un periodista ser un oficialista pertinaz, el tema de la militancia sobrevuela de manera persistente la agitada trayectoria de Walsh. Los que hoy tienen como modelo a este último no podrían, sin embargo, estar más en sus antípodas. Walsh no entendía la militancia como se la ejerce ahora: ser apenas un mero propalador burocrático y acrítico de lo que hace el Gobierno. Por el contrario, Walsh -precursor del nuevo periodismo, con sus novelas sobre episodios reales mucho antes que Truman Capote y Tom Wolfe- siempre buscó para sí mismo un lugar de incomodidad, de incorrección política, de cuestionamiento al orden establecido e, incluso, a sus propios camaradas, cuando abrazó la lucha armada.
El «no me dejen solo» de Neustadt (uno de sus tantos célebres giros, como «lo dejamos ahí», «terminé», «duermo cuatro horas» y sus constantes apelaciones a «doña Rosa») parecía una resignada letanía de lo que la vida le impuso con más determinación: la soledad (pupilo de chico, con padres más que fríos y distantes, una vida amorosa que nunca terminó de estabilizarse y un pronunciado vacío a su alrededor que le hicieron buena parte de sus colegas, incluso los que él mismo formó).
Ambos, Walsh y Neustadt, tienen en sus respectivas biografías algunos momentos que, seguramente, habrían preferido borrar. El primero hizo una breve incursión en la Alianza Libertadora Nacionalista -«la mejor creación del nazismo en la Argentina», la rotuló agudamente años después- e, influido por su hermano, piloto de la muy antiperonista aviación naval, simpatizó con el golpe militar que derrocó a Juan Domingo Perón. «Puedo, sin remordimiento, repetir -reconocía- que he sido partidario del estallido de septiembre de 1955. Abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que fomentaba la obsecuencia por un lado y los desbordes por el otro.»
Pronto se develó que el lugar que a Walsh más le gustaba ocupar era el de la vereda de enfrente, la del cuestionamiento permanente a los poderosos, casi un romántico anarquista que no quería optar entre «la barbarie peronista y la barbarie revolucionaria». Neustadt, en cambio, pareció sentirse más a gusto en el seno del justicialismo original: fue jefe de prensa del Consejo Superior Peronista y fue ascendido a medida que el régimen se desmoronaba: pasó a la Secretaría de Estado de Asuntos Políticos, luego fue promovido a director general de Relaciones con el Pueblo, para terminar como secretario privado del vicepresidente de la Nación, el contralmirante Alberto Tessaire (el primer alto funcionario que se dio vuelta en cuanto el gobierno cayó).
La frase «hay un fusilado que vive», que Walsh escuchó de casualidad en un bar de La Plata, donde solía jugar al ajedrez, detonó su obra magna: Operación Masacre, una crónica electrizante sobre los fusilamientos de civiles y militares en 1956 que publicó dos años después. El texto de Operación Masacre es implacable, magro de adjetivos y sin intentos de adoctrinar a nadie. Crónica pura y dura, atiborrada de datos y con timming cinematográfico. Sin el menor asomo, por suerte, del «periodismo militante», meloso y obsecuente, que campea en la prensa adicta actual.
Neustadt encontró su hábitat natural en la televisión (aunque también supo ser muy escuchado en la primera mañana radial): con Tiempo Nuevo, desde 1966, reinventó el programa político en TV y lo convirtió en una floreciente unidad de negocios que después muchos imitaron («Estas empresas a las que les interesa el país auspician a?»). Llevó ese formato a su apogeo y, treinta años después, a su declinación, cuando el género fue eyectado hacia el cable, para ser reemplazado por talk shows y programas de escándalos y esperpentos mediáticos.
«Neustadt nunca fue un protegido de la dictadura, como pensábamos en aquel momento. Se ganó el espacio y se ganó el rating. Durante el gobierno radical le tiraron con todo. Eticamente tiene cosas que no me gustan, políticamente no coincido con él, pero profesionalmente lo respeto. Nadie puede negar el fenómeno periodístico que significó.» Quién así habla es un periodista del que nadie sospecharía de simpatizar con Neustadt: Horacio Verbitsky, tal cual lo consigna Jorge Fernández Díaz en su libro El hombre que se inventó a sí mismo (Sudamericana, Buenos Aires, 1997). Neustadt también fue generoso al catalogar a Verbitsky como «uno de los pocos periodistas que investigan de verdad en este país». Otra época, sin duda, donde las diferencias de estilos e ideologías entre los periodistas no habían descendido todavía a las catacumbas de las difamaciones cruzadas, al quite de saludos, a la objeción palabra por palabra de lo que dice el otro, o a suponer que todo lo que escribe un periodista deviene de un poder superior (el Gobierno o los dueños de las empresas periodísticas) que le dicta lo que debe hacer.
Aun cuando, con los años, Walsh se fue acercando al peronismo (al mismo tiempo que Neustadt se alejaba), no lo hizo por el lado más fácil ni tampoco para conformarse con ser simple y vertical caja de resonancia de lo que dictaminaran los poderosos del partido político más importante de la Argentina. Con ¿Quién mató a Rosendo? (1969) se metió con el poder sindical del temible líder metalúrgico Augusto Timoteo Vandor, que, antes de sucumbir ante una ráfaga de metralla, se sentía en condiciones de disputarle el poder al mismísimo Perón. Tampoco se avino, años después, a aceptar dócilmente los gruesos errores tácticos de la organización Montoneros, que llevarían a una generación de jóvenes a un inútil baño de sangre.
A pesar de que por el programa de Neustadt, durante la dictadura militar, desfilaron todo tipo de funcionarios de ese régimen, tampoco se las llevó de arriba. El almirante Emilio Eduardo Massera lo aborrecía y a su gente se le imputó que una mañana la oficina de Neustadt apareciera patas arriba con su archivo diezmado y fuese robada, incluso, la foto en la que se veía al periodista posar en Puerta de Hierro junto a Perón.
En el 83, cuando todavía no había comenzado la retirada militar del poder, Neustadt le hizo frente en cámara a una verdadera potencia periodística mundial como la gran entrevistadora Oriana Fallaci. «¿No le parece un poco injusto -le preguntó sin titubear- tratar a todos los periodistas de colaboracionistas, de fascistas y cobardes?» La italiana no se quedó atrás: «Personalmente, usted no me interesa absolutamente nada, señor Neustadt. A mí me interesa el público argentino? El periodismo no se puede dejar doblegar. Sin un periodismo de régimen, una dictadura no puede sobrevivir».
No obstante, al año siguiente, ya en democracia, Bernardo Neustadt era el gran árbitro en el debate entre el canciller Dante Caputo y el senador Vicente Saadi, antes del plebiscito por el diferendo con Chile por el Canal de Beagle.
Aun en el acto político más jugado de Rodolfo Walsh -la Carta a la Junta, que les envía a los propios comandantes, a las embajadas y a medios del extranjero-, el periodismo puro (no el panfleto, tampoco la consigna repetida y vaciada de contenido) es la bandera que el autor de Caso Satanowsky (1973) vuelve a agitar en su última contribución a la profesión, a la que había aportado desde infinidad de medios tradicionales y clandestinos.
Comenzaba así su desesperado alegato a las máximas autoridades de facto: «La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en El Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos son algunos de los hechos que me obligan en esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años».
En esa misiva a los militares, Walsh ya menciona los «virtuales campos de concentración» y afirma que «las 3 A [la organización terrorista de ultraderecha paraestatal que cobijó José López Rega durante el gobierno de Isabel Perón] son hoy las 3 Armas», a las que acusa de «alfombrar de muertos el Río de la Plata o arrojar prisioneros al mar».
Además de Mariano Grondona, con quien integró una exitosa dupla que se rompió cuando Neustadt se volcó intensamente a Carlos Menem (hasta le armó una manifestación en su apoyo, que se conoció como la «Plaza del sí», y el propio presidente lo reemplazó en la conducción de su programa en cierta ocasión en que Neustadt fue intervenido quirúrgicamente), junto al hacedor de Tiempo Nuevo se desarrollaron periodistas (y también militantes) de todas las tendencias, como Pepe Eliaschev, Carlos Ulanovsky, Daniel Hadad, Marcelo Longobardi, Magdalena Ruiz Guiñazú, Dardo Cabo, Miguel Bonasso, Enrique Walker y Hernán Invernizzi.
A su manera, con sus virtudes y defectos, Walsh y Neustadt fueron vitales y vehementes. Acertaron y se equivocaron. Concibieron su profesión de manera abismalmente opuesta. Uno buscó la lucha y se quemó en ella. El otro señaló el camino de los periodistas cuentapropistas en los medios audiovisuales.
Se los relaciona en una misma nota no por lo que ellos hicieron sino por lo que ahora sucede: muchos de los que hoy reivindican a Walsh se volvieron Neustadt casi sin darse cuenta. La vida tiene esas paradojas y el periodismo -que es la única forma imperfecta de dar testimonio de ella día tras día-, también.
© La Nacion

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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