Los candidatos de una oposición fragmentada
Jueves 16 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
Por lo visto, ya está completo el repertorio de los pretendientes a la presidencia. Son cinco ofertas, si excluimos a los candidatos ubicados en la izquierda y al candidato puntano, A. Rodríguez Saá. De mayor a menor, según indican encuestas preliminares, tendríamos la fórmula kirchnerista, la de Alfonsín-González Fraga , y luego el lote que forman Duhalde-Das Neves , Carrió-A. Pérez y Binner-Morandini . Este es el efecto, acaso previsible, de un clima impregnado por un faccionalismo pertinaz.
El peronismo sigue dividido y la antigua alianza de hace dos años (¿quién se acuerda del Acuerdo Cívico Social?) ha estallado con los tres candidatos -Carrió, Alfonsín y Binner- que la conformaban. El sistema de partidos se excita con este menú de un pluralismo extremo a la criolla, al cual, sin embargo, acota la presencia saliente, por ahora, del Frente para a Victoria.
Combinación pues de impulsos hegemónicos, por un lado, y de fragmentación, por el otro. Lo menos que podría decirse, después de comprobar una decantación preliminar con la renuncia a las candidaturas presidenciales de Macri y Solanas, es que se ha instalado un confuso punto de partida.
Vale la pena recordar que el pluralismo es uno de los legados más preciosos de la democracia contemporánea. Pero no es lo mismo el pluralismo en tanto producto de la heterogeneidad de los grupos sociales, o el pluralismo cultural anclado en la creatividad humana, que el pluralismo político que demanda una democracia en forma. Si los dos primeros dan cuenta de rasgos socioculturales, el segundo alude a la calidad de los partidos y de los representantes.
Por tanto, el pluralismo político ofrece una imagen de la diversidad política del país y, al mismo tiempo, busca reducirla a un escenario en el cual la ciudadanía pueda advertir la competencia de propuestas creíbles de gobierno. El pluralismo político, entonces, es aquel que debería responder a las demandas de la sociedad, fijando alternativas confiables y, en consecuencia, abriendo cauce a la alternancia. De nada vale, por consiguiente, un pluralismo regado por candidatos que el electorado no percibe como futuros gobernantes. Serán, a lo sumo, buenos testimonios de honradez o de coherencia sin raíces en las expectativas sociales.
Naturalmente, estos atributos plantean una exigencia de visibilidad colectiva que se entronca con la pluralidad de motivos que nos mueven a depositar el voto. Este es otro aspecto del pluralismo, esta vez radicado en nuestra conciencia individual de electores. En realidad, votamos por muchas razones: por convicción en cuanto a valores; por interés en relación, por ejemplo, con los resultados de un gobierno en funciones, o simplemente por tradición (porque en general se vota peronista, radical o, como ocurrió el domingo pasado en la clave de una hegemonía de provincia, por el Movimiento Popular Neuquino).
Mientras las oposiciones procuran captar un voto que, por convicciones arraigadas, condena la corrupción, la prepotencia y el abuso autoritario, el oficialismo lo hace cerrando filas, invocando sus propios ideales de cara a una batalla cultural, encapsulándose en palacio, desviando acusaciones, y apostando a que el electorado emita su voto basado en la bonanza económica y en el hecho de que, tradicionalmente, el peronismo gobierna en la Argentina.
Habría que preguntarse qué efectos electorales tienen en nuestra sociedad los repetidos escándalos de una corrupción que enlaza agentes privados de variada especie con agentes estatales. Es una cadena con eslabones ligados de un modo u otro al Gobierno, que ha llegado hasta el extremo de envolver a agrupaciones defensoras de derechos humanos.
La pregunta es pues pertinente: ¿en qué proporción las convicciones éticas afectan la credibilidad de un gobierno que opera en la trastienda traficando prebendas y dineros públicos? En realidad, es probable que estos juicios de reprobación moral influyan sobre el comportamiento (de lo contrario viviríamos en una sociedad corrupta) siempre y cuando se entienda que estas valoraciones se cruzan en un mismo sujeto con la percepción de otras realidades como el empleo, las mejoras salariales, el acceso al crédito de consumo, el aumento de las jubilaciones o la Asignación Universal por Hijo.
Aunque la inflación erosione el campo de ese voto ligado al interés de cada uno, las oposiciones no deben permanecer ajenas a estos datos fuertes. Es necesario entonces un salto cualitativo en el debate y sumar al reclamo de un voto por convicción un discurso sólido capaz de convencer al electorado de que el Gobierno no sólo es condenable por déficit moral, sino también por déficit de gobernabilidad. Hay que superar, en suma, el dilema que proponen dos apotegmas consagrados: el de «roba pero hace» y el que, en la vereda de enfrente, sentencia «es honrado, pero no hace». Ni uno ni otro. Necesitamos un gobierno decente, de hacedores eficaces. Un republicanismo de fines, al cual complementa con eficacia un republicanismo de medios.
Por cierto, para colmar este vacío se proponen programas de gobierno. Siempre fue así, en los términos de una elaboración consciente o, en su defecto, de un esquema improvisado a los apurones. Pero, al igual que ese esfuerzo aplicado al proyecto del buen gobierno de la sociedad, es preciso transmitir también una voluntad de autoridad, algo así como el ascenso social de una auctoritas respaldada en la capacidad de los liderazgos para despertar creencias y adhesiones. El pasado provee ejemplos. En el país abundaron candidatos con buenos planes a los cuales no se les llevaba el apunte y candidatos pletóricos de oportunismo que, simplemente, decían «Síganme, que no los voy a defraudar» (palabras de Carlos Menem en la campaña de 1998-1999). De nuevo: ni uno ni otro.
No parece que éste sea en la actualidad el contrapunto predominante. Más que oportunista, el Gobierno sigue instalado en unos resultados y en una ideología, ambos elevados a la categoría de dogma, que le permiten destacarse en la carrera. Resta conocer cuál de los otros cuatro candidatos podría desafiarlo con más enjundia. Es un trance difícil que atraviesa varios escenarios, delimitados por el sistema de ballottage incorporado a la reforma constitucional de 1994 (un candidato es elegido presidente con el 45% de los votos, o bien con un porcentaje superior al 40% y diez puntos de diferencia con su seguidor inmediato).
El primero de estos escenarios, más favorable para las oposiciones, sería aquel en el que se inclina la intención de voto del oficialismo hacia abajo del 40%. Aquí el pluralismo de las cinco candidaturas habría logrado desempeñar con éxito la función de recortar desde diferentes lugares el bloque electoral del oficialismo. Si en cambio el oficialismo traspone el umbral del 40%, sin llegar al 45%, entonces el respaldo al candidato que lo desafía desde el segundo puesto debería aumentar para abrir el cepo de los diez puntos de diferencia. De algún modo, según esta hipótesis, habría que polarizar al elección.
Como se ve, hay un conjunto de instituciones mal hechas y de conductas faccionalistas que parecen conspirar en contra: las reglas electorales, este ballottage sui géneris, la excitación del pluralismo. Sería absurdo negar estas restricciones, salvo que el electorado, con más inteligencia que los propios dirigentes, simplifique espontáneamente las opciones y haga suya la propuesta que mejor satisfaga la voluntad de alternancia. En eso consistirá al cabo la competencia de las oposiciones: en sobresalir sobre un lote nutrido.
© La Nacion
Jueves 16 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
Por lo visto, ya está completo el repertorio de los pretendientes a la presidencia. Son cinco ofertas, si excluimos a los candidatos ubicados en la izquierda y al candidato puntano, A. Rodríguez Saá. De mayor a menor, según indican encuestas preliminares, tendríamos la fórmula kirchnerista, la de Alfonsín-González Fraga , y luego el lote que forman Duhalde-Das Neves , Carrió-A. Pérez y Binner-Morandini . Este es el efecto, acaso previsible, de un clima impregnado por un faccionalismo pertinaz.
El peronismo sigue dividido y la antigua alianza de hace dos años (¿quién se acuerda del Acuerdo Cívico Social?) ha estallado con los tres candidatos -Carrió, Alfonsín y Binner- que la conformaban. El sistema de partidos se excita con este menú de un pluralismo extremo a la criolla, al cual, sin embargo, acota la presencia saliente, por ahora, del Frente para a Victoria.
Combinación pues de impulsos hegemónicos, por un lado, y de fragmentación, por el otro. Lo menos que podría decirse, después de comprobar una decantación preliminar con la renuncia a las candidaturas presidenciales de Macri y Solanas, es que se ha instalado un confuso punto de partida.
Vale la pena recordar que el pluralismo es uno de los legados más preciosos de la democracia contemporánea. Pero no es lo mismo el pluralismo en tanto producto de la heterogeneidad de los grupos sociales, o el pluralismo cultural anclado en la creatividad humana, que el pluralismo político que demanda una democracia en forma. Si los dos primeros dan cuenta de rasgos socioculturales, el segundo alude a la calidad de los partidos y de los representantes.
Por tanto, el pluralismo político ofrece una imagen de la diversidad política del país y, al mismo tiempo, busca reducirla a un escenario en el cual la ciudadanía pueda advertir la competencia de propuestas creíbles de gobierno. El pluralismo político, entonces, es aquel que debería responder a las demandas de la sociedad, fijando alternativas confiables y, en consecuencia, abriendo cauce a la alternancia. De nada vale, por consiguiente, un pluralismo regado por candidatos que el electorado no percibe como futuros gobernantes. Serán, a lo sumo, buenos testimonios de honradez o de coherencia sin raíces en las expectativas sociales.
Naturalmente, estos atributos plantean una exigencia de visibilidad colectiva que se entronca con la pluralidad de motivos que nos mueven a depositar el voto. Este es otro aspecto del pluralismo, esta vez radicado en nuestra conciencia individual de electores. En realidad, votamos por muchas razones: por convicción en cuanto a valores; por interés en relación, por ejemplo, con los resultados de un gobierno en funciones, o simplemente por tradición (porque en general se vota peronista, radical o, como ocurrió el domingo pasado en la clave de una hegemonía de provincia, por el Movimiento Popular Neuquino).
Mientras las oposiciones procuran captar un voto que, por convicciones arraigadas, condena la corrupción, la prepotencia y el abuso autoritario, el oficialismo lo hace cerrando filas, invocando sus propios ideales de cara a una batalla cultural, encapsulándose en palacio, desviando acusaciones, y apostando a que el electorado emita su voto basado en la bonanza económica y en el hecho de que, tradicionalmente, el peronismo gobierna en la Argentina.
Habría que preguntarse qué efectos electorales tienen en nuestra sociedad los repetidos escándalos de una corrupción que enlaza agentes privados de variada especie con agentes estatales. Es una cadena con eslabones ligados de un modo u otro al Gobierno, que ha llegado hasta el extremo de envolver a agrupaciones defensoras de derechos humanos.
La pregunta es pues pertinente: ¿en qué proporción las convicciones éticas afectan la credibilidad de un gobierno que opera en la trastienda traficando prebendas y dineros públicos? En realidad, es probable que estos juicios de reprobación moral influyan sobre el comportamiento (de lo contrario viviríamos en una sociedad corrupta) siempre y cuando se entienda que estas valoraciones se cruzan en un mismo sujeto con la percepción de otras realidades como el empleo, las mejoras salariales, el acceso al crédito de consumo, el aumento de las jubilaciones o la Asignación Universal por Hijo.
Aunque la inflación erosione el campo de ese voto ligado al interés de cada uno, las oposiciones no deben permanecer ajenas a estos datos fuertes. Es necesario entonces un salto cualitativo en el debate y sumar al reclamo de un voto por convicción un discurso sólido capaz de convencer al electorado de que el Gobierno no sólo es condenable por déficit moral, sino también por déficit de gobernabilidad. Hay que superar, en suma, el dilema que proponen dos apotegmas consagrados: el de «roba pero hace» y el que, en la vereda de enfrente, sentencia «es honrado, pero no hace». Ni uno ni otro. Necesitamos un gobierno decente, de hacedores eficaces. Un republicanismo de fines, al cual complementa con eficacia un republicanismo de medios.
Por cierto, para colmar este vacío se proponen programas de gobierno. Siempre fue así, en los términos de una elaboración consciente o, en su defecto, de un esquema improvisado a los apurones. Pero, al igual que ese esfuerzo aplicado al proyecto del buen gobierno de la sociedad, es preciso transmitir también una voluntad de autoridad, algo así como el ascenso social de una auctoritas respaldada en la capacidad de los liderazgos para despertar creencias y adhesiones. El pasado provee ejemplos. En el país abundaron candidatos con buenos planes a los cuales no se les llevaba el apunte y candidatos pletóricos de oportunismo que, simplemente, decían «Síganme, que no los voy a defraudar» (palabras de Carlos Menem en la campaña de 1998-1999). De nuevo: ni uno ni otro.
No parece que éste sea en la actualidad el contrapunto predominante. Más que oportunista, el Gobierno sigue instalado en unos resultados y en una ideología, ambos elevados a la categoría de dogma, que le permiten destacarse en la carrera. Resta conocer cuál de los otros cuatro candidatos podría desafiarlo con más enjundia. Es un trance difícil que atraviesa varios escenarios, delimitados por el sistema de ballottage incorporado a la reforma constitucional de 1994 (un candidato es elegido presidente con el 45% de los votos, o bien con un porcentaje superior al 40% y diez puntos de diferencia con su seguidor inmediato).
El primero de estos escenarios, más favorable para las oposiciones, sería aquel en el que se inclina la intención de voto del oficialismo hacia abajo del 40%. Aquí el pluralismo de las cinco candidaturas habría logrado desempeñar con éxito la función de recortar desde diferentes lugares el bloque electoral del oficialismo. Si en cambio el oficialismo traspone el umbral del 40%, sin llegar al 45%, entonces el respaldo al candidato que lo desafía desde el segundo puesto debería aumentar para abrir el cepo de los diez puntos de diferencia. De algún modo, según esta hipótesis, habría que polarizar al elección.
Como se ve, hay un conjunto de instituciones mal hechas y de conductas faccionalistas que parecen conspirar en contra: las reglas electorales, este ballottage sui géneris, la excitación del pluralismo. Sería absurdo negar estas restricciones, salvo que el electorado, con más inteligencia que los propios dirigentes, simplifique espontáneamente las opciones y haga suya la propuesta que mejor satisfaga la voluntad de alternancia. En eso consistirá al cabo la competencia de las oposiciones: en sobresalir sobre un lote nutrido.
© La Nacion