Ñoquis nombrados para que el funcionario haga caja personal. Gastos familiares solventados con dinero público. Autobombo de políticos en afán de figuración. Disputas por espacios de poder. Denuncias de robo de expedientes. Amenazas. Peleas a gritos que derivan en intervención policial primero y en investigación judicial después. Intento de nombrar más y más empleados, la forma más barata (porque la pagamos todos) de aceitar los mecanismos de la militancia.
Todos esos deshechos de la política sucedieron en el INADI, el instituto contra la discriminación que entró en zona de escándalo al trenzarse su titular Claudio Morgado y su segunda, María Rachid. Cuando el bochorno ya no se pudo esconder los echaron a los dos y Cristina nombró interventor a Pedro Mouratian, un tipo reconocido y respetado que había sido vicepresidente del INADI y al que habían limpiado limpiamente seis meses atrás, cuando el kirchnerismo decidió sumar al Instituto a su caravana proselitista, con generosa inyección de fondos mediante.
El progresismo de rapiña, especie de doble moral que practica en privado las mismas malas artes que critica en público, copó el INADI a partir del éxito alcanzado con la ley de matrimonio homosexual y la defensa de los pueblos originarios (exceptuando, claro, la represión y asesinato de aborígenes en Formosa donde gobierna el muy kirchnerista Gildo Insfrán).
La explosión de las peleas entre el actor Morgado y la líder de la comunidad gay Rachid, que denunció la corrupción sin que lograran acallarla, había sido anticipada al Gobierno por gente de la política y también de las entidades sociales vinculadas al INADI. Pero nadie escuchó esos avisos.
Morgado había llegado con el aval de Néstor Kirchner a fines de 2009, al concluir su mandato de diputado. Cuando Kirchner murió quedó pedaleando en el aire. Rachid entró un año más tarde, sostenida por Aníbal Fernández, que le reprochaba a Morgado la liviandad de su acción. La colisión estaba escrita desde el primer día.
La historia del INADI no merecía esta vergüenza. Creado bajo el impulso de Carlos Corach en pleno menemismo, la ley que lo regula dice que el presidente y vice deben tener acuerdo del Senado y duran cuatro años en el cargo, con cuatro directores que nombra el Poder Ejecutivo y tres más que representan a organizaciones reconocidas por su defensa de los derechos humanos. Estos tres directores son designados por la DAIA en nombre de la comunidad judía, FEARAB de las entidades argentino-árabes y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos
El INADI comenzó a funcionar en 1997 con Víctor Ramos como titular. Cuando llegó la Alianza puso al frente al actual juez de la Corte Suprema, Eugenio Raúl Zaffaroni. Con alto valor simbólico, pero sin autonomía real ni presupuesto suficiente, el organismo quedó acéfalo cuando la breve gestión de Adolfo Rodríguez Saá despidió a Zaffaroni. El gobierno de Eduardo Duhalde tardó un largo tiempo en nombrar sucesor, pero eligió bien: puso a Enrique Oteiza, catedrático, investigador y una figura relevante de la ciencia y la cultura argentinas, además de afiliado socialista.
Ya en pleno kirchnerismo el INADI levantó el perfil. En setiembre de 2006 desembarcó María José Lubertino, de origen radical. Se multiplicaron por diez el presupuesto y la dotación que tuvo Oteiza: pasaron a ser 330 empleados y casi 20 millones de pesos al año. Lubertino hizo del INADI su propia vidriera política, pero las entidades que integran el directorio le reconocen haberle dado una presencia y dinámica hasta entonces ausentes. Cuando Lubertino se fue de diputada llegó Morgado y el resto es conocido. Un dato: hoy el INADI tiene 550 empleados y casi 50 millones de pesos anuales.
Junto a Lubertino se alejó Mouratian, el motor interno del INADI en esos años. El presidente de la DAIA, Aldo Donzis, intercedió ante el ministro Julio Alak para que el Estado no dejara escapar a un funcionario de su capacidad. Alak le fabricó entonces la Coordinación de Políticas contra la Discriminación en el Ministerio de Justicia. Allí estaba Mouratian cuando la tormenta que nadie quiso evitar le llovió encima al capital simbólico del kirchnerismo. Ahora tiene que arreglar el desastre. Para empezar, pidió una auditoría. Y lo bien que hizo: son tiempos en que la caja explica casi todo.
Todos esos deshechos de la política sucedieron en el INADI, el instituto contra la discriminación que entró en zona de escándalo al trenzarse su titular Claudio Morgado y su segunda, María Rachid. Cuando el bochorno ya no se pudo esconder los echaron a los dos y Cristina nombró interventor a Pedro Mouratian, un tipo reconocido y respetado que había sido vicepresidente del INADI y al que habían limpiado limpiamente seis meses atrás, cuando el kirchnerismo decidió sumar al Instituto a su caravana proselitista, con generosa inyección de fondos mediante.
El progresismo de rapiña, especie de doble moral que practica en privado las mismas malas artes que critica en público, copó el INADI a partir del éxito alcanzado con la ley de matrimonio homosexual y la defensa de los pueblos originarios (exceptuando, claro, la represión y asesinato de aborígenes en Formosa donde gobierna el muy kirchnerista Gildo Insfrán).
La explosión de las peleas entre el actor Morgado y la líder de la comunidad gay Rachid, que denunció la corrupción sin que lograran acallarla, había sido anticipada al Gobierno por gente de la política y también de las entidades sociales vinculadas al INADI. Pero nadie escuchó esos avisos.
Morgado había llegado con el aval de Néstor Kirchner a fines de 2009, al concluir su mandato de diputado. Cuando Kirchner murió quedó pedaleando en el aire. Rachid entró un año más tarde, sostenida por Aníbal Fernández, que le reprochaba a Morgado la liviandad de su acción. La colisión estaba escrita desde el primer día.
La historia del INADI no merecía esta vergüenza. Creado bajo el impulso de Carlos Corach en pleno menemismo, la ley que lo regula dice que el presidente y vice deben tener acuerdo del Senado y duran cuatro años en el cargo, con cuatro directores que nombra el Poder Ejecutivo y tres más que representan a organizaciones reconocidas por su defensa de los derechos humanos. Estos tres directores son designados por la DAIA en nombre de la comunidad judía, FEARAB de las entidades argentino-árabes y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos
El INADI comenzó a funcionar en 1997 con Víctor Ramos como titular. Cuando llegó la Alianza puso al frente al actual juez de la Corte Suprema, Eugenio Raúl Zaffaroni. Con alto valor simbólico, pero sin autonomía real ni presupuesto suficiente, el organismo quedó acéfalo cuando la breve gestión de Adolfo Rodríguez Saá despidió a Zaffaroni. El gobierno de Eduardo Duhalde tardó un largo tiempo en nombrar sucesor, pero eligió bien: puso a Enrique Oteiza, catedrático, investigador y una figura relevante de la ciencia y la cultura argentinas, además de afiliado socialista.
Ya en pleno kirchnerismo el INADI levantó el perfil. En setiembre de 2006 desembarcó María José Lubertino, de origen radical. Se multiplicaron por diez el presupuesto y la dotación que tuvo Oteiza: pasaron a ser 330 empleados y casi 20 millones de pesos al año. Lubertino hizo del INADI su propia vidriera política, pero las entidades que integran el directorio le reconocen haberle dado una presencia y dinámica hasta entonces ausentes. Cuando Lubertino se fue de diputada llegó Morgado y el resto es conocido. Un dato: hoy el INADI tiene 550 empleados y casi 50 millones de pesos anuales.
Junto a Lubertino se alejó Mouratian, el motor interno del INADI en esos años. El presidente de la DAIA, Aldo Donzis, intercedió ante el ministro Julio Alak para que el Estado no dejara escapar a un funcionario de su capacidad. Alak le fabricó entonces la Coordinación de Políticas contra la Discriminación en el Ministerio de Justicia. Allí estaba Mouratian cuando la tormenta que nadie quiso evitar le llovió encima al capital simbólico del kirchnerismo. Ahora tiene que arreglar el desastre. Para empezar, pidió una auditoría. Y lo bien que hizo: son tiempos en que la caja explica casi todo.