Martes 21 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
Hebe de Bonafini siempre ha sido para el oficialismo, igual que Hugo Moyano, una aliada muy necesaria y a la vez «impresentable», difícil de controlar y mantener alineada o de correr al segundo plano cuando su presencia resulta políticamente inconveniente. Hay quienes creen que su caída en desgracia perjudicaría la causa de los derechos humanos, con un efecto equivalente a lo sucedido con el ataque a La Tablada en 1989. Pero el paralelo es, por varios motivos, forzado. Por empezar, el divorcio entre Bonafini y «la causa de los derechos humanos» es desde hace tiempo evidente para mucha gente. Salvo para el discurso oficial, por lo que es natural que éste sea el principal damnificado con la crisis en curso.
El entendimiento entre los Kirchner y Hebe de Bonafini se basó en varios acuerdos; los hubo prácticos y los hubo ideológicos, algunos beneficiaron a la democracia argentina, como la reapertura de juicios por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, y otros fueron más discutibles o directamente perjudiciales, como los que están saliendo a la luz en estos días.
Entre las cuestiones ideológicas que cimentaron esa alianza se destaca el interés por reivindicar a las víctimas de la represión no sólo como ciudadanos, es decir, titulares de derechos individuales que habían sido atropellados desde el Estado, sino como actores políticos, protagonistas de proyectos de cambio que podían servir de fuente de inspiración y guía en el presente. En alguna medida, al menos, porque en este terreno no dejó de haber sustanciales diferencias entre Bonafini, que reivindica, desde mucho antes de que los Kirchner llegaran a la Casa Rosada, el proyecto revolucionario que animó a los desaparecidos o al grueso de ellos, y llegó incluso a pedir que «los FAL con que combatieron nuestros hijos estén expuestos en la ESMA», y la línea oficial, que recoge las ideas setentistas, pero no todos los hábitos ni las prácticas políticas de aquella época.
En lo que sí coincidieron plenamente fue en usar esa memoria de los años 70, y la autoidentificación como «herederos y continuadores de aquellas luchas» como arma discursiva para descalificar y poner fuera del campo de legitimidad democrática a sus adversarios: porque si el kirchnerismo era «hijo de las Madres» y heredero de las víctimas, quienes lo criticaban podían ser tachados de continuadores o herederos de los victimarios. Los ejemplos de cómo se ha aplicado esta operación son tan abundantes y conocidos que no hace falta explayarse: goles secuestrados, Papel Prensa, las adopciones de Herrera de Noble, los «grupos de tareas» de los piquetes ruralistas, etcétera. En este sentido, es poco lo que los oficialistas pueden reprochar a los Schoklender, porque lo que éstos hicieron fue, cuanto más, transitar desprolija y torpemente el camino que los Kirchner habilitaron para usar los derechos humanos como enjuague bucal de las más diversas tropelías.
Esa operación, para ser mínimamente creíble, necesitó de una anterior, la que disculpó a los revolucionarios de los 70 de cualquier responsabilidad en la escalada de violencia que vivió el país desde bastante antes del golpe de 1976. Esta operación primera y fundamental apuntó a desterrar cualquier discusión sobre el tema, volviendo imposible siquiera tomar en consideración hechos muy notables y conocidos, como el número, las circunstancias y la condición de los muertos que la guerrilla acumuló en su haber a partir de 1970. La fórmula escogida para concretar esta operación de borramiento u olvido fue la impugnación de la «teoría de los dos demonios», argumento, por cierto, precario y objetable, tanto en términos morales como históricos, que formulara Alfonsín en la transición democrática para crear un espacio de negociación entre versiones extremas e irreconciliables sobre el pasado inmediato. El problema es que lo que el kirchnerismo ha ofrecido en su lugar no supuso una lectura superadora, ni moral ni históricamente, sino una suerte de involución hacia las tesis ya harto trajinadas en los años 60 y 70 en cuanto a que «la violencia de arriba legitima la violencia de abajo», «los pueblos y, por extensión, sus vanguardias políticas, tienen un derecho natural a la revolución» y «la superioridad moral de la izquierda, que la habilita a forjar «un país mejor» (como si los demás no lo desearan) justifica que ella ejerza cierto grado de coerción y violación de derechos sobre sus oponentes, moralmente inferiores», criterio este último que, según se ha visto, Bonafini aplica tanto a la rendición de cuentas por el uso de fondos públicos como a la discriminación entre buenos y malos periodistas, buenos y malos actos de terror, etcétera.
Esto sirvió para que Mirtha Legrand, Clarín, la Sociedad Rural o los herederos de Ricardo Balbín pudieran ser considerados responsables de lo sucedido a partir de 1976, y disculpar, en cambio, a los montoneros y al ERP; y, lo que ha sido más sutil y aún más útil para el oficialismo, para que los peronistas se vieran en la necesidad de alinearse detrás de este relato, a riesgo de que se les recordara su aval o tolerancia (compartida por muchos) a la represión ilegal, antes y después del golpe, y se los excluyera del campo «nacional y popular», monopolio de la virtud y la legitimidad.
Esta «teoría de un solo demonio» ha sido terriblemente tóxica para la democracia argentina, para nuestra cultura política y, lo que es ahora visible, para la causa de los derechos humanos. No simplemente porque la corrompió con dineros públicos y manejos propios de la peor política partidaria. En esencia, era ya tóxica antes de que el dinero empezara a fluir a manos llenas en las cuentas de Sergio Schoklender; lo fue cuando la divorció de los principios liberal-democráticos, cuando la llevó a mentir alevosamente sobre el pasado y convirtió la legitimidad de los derechos humanos en el arma con que una facción podía acallar a una enorme gama de actores sociales y políticos. Cuando debilitó todo principio de pertenencia y convivencia colectiva para afirmar como «carta de triunfo» los derechos de las víctimas y sus representantes.
Italia tiene una historia en muchos aspectos parecida a la nuestra. Pero las diferencias culturales y políticas actuales en este terreno son más instructivas que las similitudes. Uno puede encontrar en muchas ciudades italianas homenajes a los muertos de la resistencia antifascista. Mientras que el Estado paga religiosamente las pensiones de los veteranos de la Segunda Guerra. No por eso reivindica su participación en ese conflicto. Y lo que es más importante: a nadie se le ocurre por una cosa o la otra confundir la resistencia con las Brigadas Rojas.
© La Nacion
El autor es sociólogo, historiador y profesor universitario
Hebe de Bonafini siempre ha sido para el oficialismo, igual que Hugo Moyano, una aliada muy necesaria y a la vez «impresentable», difícil de controlar y mantener alineada o de correr al segundo plano cuando su presencia resulta políticamente inconveniente. Hay quienes creen que su caída en desgracia perjudicaría la causa de los derechos humanos, con un efecto equivalente a lo sucedido con el ataque a La Tablada en 1989. Pero el paralelo es, por varios motivos, forzado. Por empezar, el divorcio entre Bonafini y «la causa de los derechos humanos» es desde hace tiempo evidente para mucha gente. Salvo para el discurso oficial, por lo que es natural que éste sea el principal damnificado con la crisis en curso.
El entendimiento entre los Kirchner y Hebe de Bonafini se basó en varios acuerdos; los hubo prácticos y los hubo ideológicos, algunos beneficiaron a la democracia argentina, como la reapertura de juicios por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, y otros fueron más discutibles o directamente perjudiciales, como los que están saliendo a la luz en estos días.
Entre las cuestiones ideológicas que cimentaron esa alianza se destaca el interés por reivindicar a las víctimas de la represión no sólo como ciudadanos, es decir, titulares de derechos individuales que habían sido atropellados desde el Estado, sino como actores políticos, protagonistas de proyectos de cambio que podían servir de fuente de inspiración y guía en el presente. En alguna medida, al menos, porque en este terreno no dejó de haber sustanciales diferencias entre Bonafini, que reivindica, desde mucho antes de que los Kirchner llegaran a la Casa Rosada, el proyecto revolucionario que animó a los desaparecidos o al grueso de ellos, y llegó incluso a pedir que «los FAL con que combatieron nuestros hijos estén expuestos en la ESMA», y la línea oficial, que recoge las ideas setentistas, pero no todos los hábitos ni las prácticas políticas de aquella época.
En lo que sí coincidieron plenamente fue en usar esa memoria de los años 70, y la autoidentificación como «herederos y continuadores de aquellas luchas» como arma discursiva para descalificar y poner fuera del campo de legitimidad democrática a sus adversarios: porque si el kirchnerismo era «hijo de las Madres» y heredero de las víctimas, quienes lo criticaban podían ser tachados de continuadores o herederos de los victimarios. Los ejemplos de cómo se ha aplicado esta operación son tan abundantes y conocidos que no hace falta explayarse: goles secuestrados, Papel Prensa, las adopciones de Herrera de Noble, los «grupos de tareas» de los piquetes ruralistas, etcétera. En este sentido, es poco lo que los oficialistas pueden reprochar a los Schoklender, porque lo que éstos hicieron fue, cuanto más, transitar desprolija y torpemente el camino que los Kirchner habilitaron para usar los derechos humanos como enjuague bucal de las más diversas tropelías.
Esa operación, para ser mínimamente creíble, necesitó de una anterior, la que disculpó a los revolucionarios de los 70 de cualquier responsabilidad en la escalada de violencia que vivió el país desde bastante antes del golpe de 1976. Esta operación primera y fundamental apuntó a desterrar cualquier discusión sobre el tema, volviendo imposible siquiera tomar en consideración hechos muy notables y conocidos, como el número, las circunstancias y la condición de los muertos que la guerrilla acumuló en su haber a partir de 1970. La fórmula escogida para concretar esta operación de borramiento u olvido fue la impugnación de la «teoría de los dos demonios», argumento, por cierto, precario y objetable, tanto en términos morales como históricos, que formulara Alfonsín en la transición democrática para crear un espacio de negociación entre versiones extremas e irreconciliables sobre el pasado inmediato. El problema es que lo que el kirchnerismo ha ofrecido en su lugar no supuso una lectura superadora, ni moral ni históricamente, sino una suerte de involución hacia las tesis ya harto trajinadas en los años 60 y 70 en cuanto a que «la violencia de arriba legitima la violencia de abajo», «los pueblos y, por extensión, sus vanguardias políticas, tienen un derecho natural a la revolución» y «la superioridad moral de la izquierda, que la habilita a forjar «un país mejor» (como si los demás no lo desearan) justifica que ella ejerza cierto grado de coerción y violación de derechos sobre sus oponentes, moralmente inferiores», criterio este último que, según se ha visto, Bonafini aplica tanto a la rendición de cuentas por el uso de fondos públicos como a la discriminación entre buenos y malos periodistas, buenos y malos actos de terror, etcétera.
Esto sirvió para que Mirtha Legrand, Clarín, la Sociedad Rural o los herederos de Ricardo Balbín pudieran ser considerados responsables de lo sucedido a partir de 1976, y disculpar, en cambio, a los montoneros y al ERP; y, lo que ha sido más sutil y aún más útil para el oficialismo, para que los peronistas se vieran en la necesidad de alinearse detrás de este relato, a riesgo de que se les recordara su aval o tolerancia (compartida por muchos) a la represión ilegal, antes y después del golpe, y se los excluyera del campo «nacional y popular», monopolio de la virtud y la legitimidad.
Esta «teoría de un solo demonio» ha sido terriblemente tóxica para la democracia argentina, para nuestra cultura política y, lo que es ahora visible, para la causa de los derechos humanos. No simplemente porque la corrompió con dineros públicos y manejos propios de la peor política partidaria. En esencia, era ya tóxica antes de que el dinero empezara a fluir a manos llenas en las cuentas de Sergio Schoklender; lo fue cuando la divorció de los principios liberal-democráticos, cuando la llevó a mentir alevosamente sobre el pasado y convirtió la legitimidad de los derechos humanos en el arma con que una facción podía acallar a una enorme gama de actores sociales y políticos. Cuando debilitó todo principio de pertenencia y convivencia colectiva para afirmar como «carta de triunfo» los derechos de las víctimas y sus representantes.
Italia tiene una historia en muchos aspectos parecida a la nuestra. Pero las diferencias culturales y políticas actuales en este terreno son más instructivas que las similitudes. Uno puede encontrar en muchas ciudades italianas homenajes a los muertos de la resistencia antifascista. Mientras que el Estado paga religiosamente las pensiones de los veteranos de la Segunda Guerra. No por eso reivindica su participación en ese conflicto. Y lo que es más importante: a nadie se le ocurre por una cosa o la otra confundir la resistencia con las Brigadas Rojas.
© La Nacion
El autor es sociólogo, historiador y profesor universitario
la oposicion aprovecha,y lo hara hasta el limite maximo,lo acontecido con Schoklender y Bonafini.Por eso hay quien sostiene que el señor de marras es un agente infiltrado de los servicios…al modo Astiz…Lo que es toxico para la democracia argentina es la forma y extension relizada por el gobierno militar de entonces.Y algunos demonios andan sueltos.Y no vale citar ejemplos ajenos,como hace don Novaro.
A quien se refiere como agente infiltrado al estilo Astiz?
Cuales serán los «ejemplos ajenos»?
se sobreentiende que es el acusado.En cuanto a los ejemplos ajenos,debio leer mejor el articulo de Novaro,porque habla de ITALIA..
Primero gracias por la aclaración. En segundo lugar, es un sobre entendido que cualquier oposición y cualquier oficialismo aprovecha
circunstancias que le son favorables (en este caso los goles en contra).
Y yendo al artículo en si, don Novaro, como usted lo menciona, supongo que descalificativamente, no habla de Italia, sino de la experiencia y las actitudes que asumió ese Pais en circunstancias parecidas, parecidas nada más. Se puede estar de acuerdo o no igual que con el resto del contenido del artículo, pero no veo que usted lo haga.
Por mi parte creo que es enriquecedor, sin que nos aliente a pensar
en similitud de responsabilidades ni magnitud de horrores, sino más bien en aquellos hechos que también ocurrieron y que no han merecido el debido repudio. Están más que bien prescriptos. Pero merecen estar más que bien repudiados.
Yo me permito agregar uno solo, el del infame y delirante Comandante Masetti en los sesenta y pico, en el norte, cuando mandó fusilar a dos jovencitos que revistaban en sus filas.
Forma parte de otras historias que la actual Historia Oficial se niega incluir como si ello disminuyera el repudio a todo lo que significó el terror de la dictadura.
Espero que ahora llegue a la conclusión de que leí el artículo de marras.
Su silencio y el de muchos otros me confirman que de algunos temas «no conviene hablar».