La puesta en escena cuidada, pero las formas improvisadas, porque improvisar y hacerlo con elegancia y tono es para pocos y esos pocos no se privan nunca de ejercer su habilidad superior. La audiencia predispuesta al aplauso, arreada o invitada a los salones refulgentes sin saber del todo para qué los llamaban, o presintiendo justamente eso que terminaba pasando, regodeándose en el privilegio de estar allí cuando eso sucedía. La teatralidad, se ha dicho, que Cristina Elisabet Fernández de Kirchner eligió una vez más, ahora para anunciarse, insinuar sin terminar de decirlo pero diciéndolo de modo que todos entendieron, los que estaban allí y los que la vieron por cadena nacional hablándoles desde su lugar en el mundo, la pantalla de televisión.
El lugar elegido fue perfecto. El mismo salón de la Casa Rosada donde fue velado el cuerpo de Néstor Kirchner hace ocho meses. Esta vez no hizo falta forzar el recuerdo, aunque la mención de aquel dolor que no se extingue, del apoyo recibido en esas horas de parte de los miles que lo homenajeaban a él y la coronaban a ella, acentuó el carácter dramático, la épica de la ofrenda personal, el discurso del hacer por los otros, porque los otros piden y obligan a nuevas entregas.
El manejo de los tiempos también compuso la teatralidad, en la que la impostura es una herramienta ejercida y aceptada.
La tensión sostenida casi hasta el límite legal para formalizar el anuncio que todos suponían se demostró eso: tensión buscada y lograda como efecto político que ayuda a controlar el centro de la escena. Cristina dijo que la decisión de intentar la reelección la tomó durante el velatorio, cuando la gente le pedía “fuerza”, y le daba su fuerza también. Eso fue hace ocho meses. Hasta ahora sólo había recomendado que no se hagan los rulos a los que le reclamaban que se proclamara candidata. Ella, por lo visto, ya se los había hecho.
Alguien dirá que el destino le acercó cierto tributo de sangre.
Se recordará que Kirchner sufrió un corte en la frente, producto de un cabezazo a la cámara de un fotógrafo durante los tumultos del día en que asumió la Presidencia. Terminó jurando con un parche que malamente le esponjaba la sangre. Ella pasó por un trance similar, un día después del anuncio, al salir de un acto en el Instituto Leloir, donde entregó distinciones a científicos, en uno de los rubros más sólidos de su gestión y curiosamente menos difundidos por la caudalosa propaganda oficial. Allí, después de bajar las escaleras tomada de las manos por asistentes impecables, resbaló y golpeó contra una reja cuando -como Kirchner en aquel 25 de mayo- fue a saludarse con la gente que la vivaba. Corte en la frente también, sangre también, y un breve susto afortunadamente conjurado. A nadie puede atribuirse control sobre la casualidad.
Por cierto, la actuación del anuncio incluyó el capítulo del trato despectivo hacia los opositores, a esta altura un clásico que revela pliegues auténticos de la personalidad política presidencial. Y fue notoria también la presencia de los artistas. Rostros populares o al menos conocidos, emociones seguramente auténticas, hombres y mujeres hechizados desde hace rato por Cristina, halagados por ella, reconocidos. Entre ellos, a ella se la ve exultante, siempre.
Viene a cuento, entonces, un episodio sucedido en la Casa Rosada el 27 de marzo de 2008, cuando ya había estallado a pleno el conflicto con el campo. Esa noche Cristina recibió en su despacho a Francis Ford Coppola, cineasta genial, que visitaba la ciudad ultimando los detalles para la filmación de “Tetro”. Un conocido de Coppola y también de Enrique Albistur, entonces secretario de Medios, había facilitado el contacto y la invitación.
“¡Maestro!”, cuentan que recibió la Presidenta al famoso productor y director, autor de películas monumentales como “El padrino” y “Apocalypse Now”. Le habló de la admiración por su obra y abundó en detalles acerca de cómo le habían conmovido a ella sus creaciones. Fue, como corresponde en estos casos, un encuentro feliz, colmado de cordialidades recíprocas.
Al salir del despacho presidencial, caminando aún los pasillos de la Casa Rosada, Coppola tomó por los antebrazos a sus acompañantes y, hablando en italiano, les dijo: “Esta no es una Presidenta, esta es una diva”. Coppola es un hombre que entiende de esas cosas.
El lugar elegido fue perfecto. El mismo salón de la Casa Rosada donde fue velado el cuerpo de Néstor Kirchner hace ocho meses. Esta vez no hizo falta forzar el recuerdo, aunque la mención de aquel dolor que no se extingue, del apoyo recibido en esas horas de parte de los miles que lo homenajeaban a él y la coronaban a ella, acentuó el carácter dramático, la épica de la ofrenda personal, el discurso del hacer por los otros, porque los otros piden y obligan a nuevas entregas.
El manejo de los tiempos también compuso la teatralidad, en la que la impostura es una herramienta ejercida y aceptada.
La tensión sostenida casi hasta el límite legal para formalizar el anuncio que todos suponían se demostró eso: tensión buscada y lograda como efecto político que ayuda a controlar el centro de la escena. Cristina dijo que la decisión de intentar la reelección la tomó durante el velatorio, cuando la gente le pedía “fuerza”, y le daba su fuerza también. Eso fue hace ocho meses. Hasta ahora sólo había recomendado que no se hagan los rulos a los que le reclamaban que se proclamara candidata. Ella, por lo visto, ya se los había hecho.
Alguien dirá que el destino le acercó cierto tributo de sangre.
Se recordará que Kirchner sufrió un corte en la frente, producto de un cabezazo a la cámara de un fotógrafo durante los tumultos del día en que asumió la Presidencia. Terminó jurando con un parche que malamente le esponjaba la sangre. Ella pasó por un trance similar, un día después del anuncio, al salir de un acto en el Instituto Leloir, donde entregó distinciones a científicos, en uno de los rubros más sólidos de su gestión y curiosamente menos difundidos por la caudalosa propaganda oficial. Allí, después de bajar las escaleras tomada de las manos por asistentes impecables, resbaló y golpeó contra una reja cuando -como Kirchner en aquel 25 de mayo- fue a saludarse con la gente que la vivaba. Corte en la frente también, sangre también, y un breve susto afortunadamente conjurado. A nadie puede atribuirse control sobre la casualidad.
Por cierto, la actuación del anuncio incluyó el capítulo del trato despectivo hacia los opositores, a esta altura un clásico que revela pliegues auténticos de la personalidad política presidencial. Y fue notoria también la presencia de los artistas. Rostros populares o al menos conocidos, emociones seguramente auténticas, hombres y mujeres hechizados desde hace rato por Cristina, halagados por ella, reconocidos. Entre ellos, a ella se la ve exultante, siempre.
Viene a cuento, entonces, un episodio sucedido en la Casa Rosada el 27 de marzo de 2008, cuando ya había estallado a pleno el conflicto con el campo. Esa noche Cristina recibió en su despacho a Francis Ford Coppola, cineasta genial, que visitaba la ciudad ultimando los detalles para la filmación de “Tetro”. Un conocido de Coppola y también de Enrique Albistur, entonces secretario de Medios, había facilitado el contacto y la invitación.
“¡Maestro!”, cuentan que recibió la Presidenta al famoso productor y director, autor de películas monumentales como “El padrino” y “Apocalypse Now”. Le habló de la admiración por su obra y abundó en detalles acerca de cómo le habían conmovido a ella sus creaciones. Fue, como corresponde en estos casos, un encuentro feliz, colmado de cordialidades recíprocas.
Al salir del despacho presidencial, caminando aún los pasillos de la Casa Rosada, Coppola tomó por los antebrazos a sus acompañantes y, hablando en italiano, les dijo: “Esta no es una Presidenta, esta es una diva”. Coppola es un hombre que entiende de esas cosas.