Por Marcos Novaro
11/07/11 – 01:13
INDECISO
Ha habido épocas en que el electorado porteño acompañaba con entusiasmo las corrientes dominantes de la política nacional, por ejemplo, durante el alfonsinismo. Y otras en que votó más bien en contra de la opinión del resto del país, como durante el comienzo del menemismo, y en el período de auge del kirchnerismo. Hoy parece existir un escenario que combina algunos rasgos de ambas situaciones. Por un lado, en su electorado pesan muchas de las mismas tendencias que parecen imperar a nivel nacional: el conformismo con lo que hay, cierta indiferencia a las señales de alarma respecto a la corrupción, la ineficiencia de las políticas de vivienda, educación y salud, la falta de sustentabilidad y la desigualdad inherente al festival de consumo, etc. Por otro, dado que en la Ciudad el sistema de partidos se ha debilitado aun en mayor medida que a nivel nacional, por la práctica extinción del voto radical y las profundas fracturas que atraviesan al peronismo, el llamado “voto independiente” es ampliamente mayoritario, las preferencias cambian de una elección a otra según factores difíciles de prever, y se vuelve muy difícil formar mayorías y sostenerlas a lo largo del tiempo.
En este contexto, no es poco mérito que Mauricio Macri esté por lograr su reelección. Pero ello se ve compensado por la persistente fragmentación que ha imperado y seguirá imperando en la Legislatura, que dificulta un trabajo medianamente coherente en ella y alienta los comportamientos especulativos de miras más bien cortas. Y por el gran poder extorsivo que ejercen grupos de presión no sometidos a la competencia electoral: en particular, empresarios contratistas y tres o cuatro gremios que pueden volver un infierno la vida cotidiana de los porteños (municipales, camioneros, porteros, taxistas y alguno más).
La elección de este domingo también muestra la escasa significación de las fronteras ideológicas que con tanto esmero el kirchnerismo ha venido fortaleciendo en el debate público, para hacer de ellas barreras infranqueables entre el “voto nacional y popular” y el “voto oligárquico”, dos categorías que se puede decir que en la Ciudad nunca han existido, y menos ahora. No sólo a Macri lo han votado más en la zona sur, donde habita el grueso de los porteños pobres, que en los barrios de clase media, sino que lo han hecho probablemente por los mismos motivos que muchos de ellos votarían en octubre por el Gobierno: porque no ven que haya alternativas mucho mejores, porque creen que aunque no sea cierto que “vayamos bien” tampoco se ve que vayamos francamente mal, y la idea de un cambio preventivo que evite problemas mayores en el futuro no es (ni ha sido casi nunca: recordemos la convertibilidad) un criterio muy relevante de juicio a la hora de votar.
Puede que, como en otras ocasiones, la Ciudad de Buenos Aires termine votando en contra de Cristina Kirchner, pero hay menos chances de que eso suceda en el resto de las grandes ciudades, Rosario y Córdoba, donde el antikirchnerismo de las clases medias no se ha debilitado tanto. Influyen en parte los generosos e innecesarios subsidios que los porteños reciben a través del gas, la electricidad y el transporte, que más que duplican los recursos invertidos en la Asistencia Universal por Hijo, y hacen de los votos porteños el objeto de un clientelismo de lujo. Pero pesa sobre todo la particular debilidad de las alternativas que los porteños tienen a la mano: a diferencia de esos otros distritos, en donde el socialismo, el peronismo disidente y partidos locales como el juecismo han echado raíz, y han buscado coaligarse con proyectos nacionales de cambio, en la Ciudad autónoma el macrismo se ha refugiado en un vecinalismo localista y casi aislacionista. De allí que el voto que él ha recogido tenga grandes posibilidades de dispersarse en las elecciones presidenciales, entre distintas opciones opositoras, Binner, Alfonsín, Duhalde, e incluso el apoyo a la Presidenta.
*Investigador del Conicet y director de Cipol.
11/07/11 – 01:13
INDECISO
Ha habido épocas en que el electorado porteño acompañaba con entusiasmo las corrientes dominantes de la política nacional, por ejemplo, durante el alfonsinismo. Y otras en que votó más bien en contra de la opinión del resto del país, como durante el comienzo del menemismo, y en el período de auge del kirchnerismo. Hoy parece existir un escenario que combina algunos rasgos de ambas situaciones. Por un lado, en su electorado pesan muchas de las mismas tendencias que parecen imperar a nivel nacional: el conformismo con lo que hay, cierta indiferencia a las señales de alarma respecto a la corrupción, la ineficiencia de las políticas de vivienda, educación y salud, la falta de sustentabilidad y la desigualdad inherente al festival de consumo, etc. Por otro, dado que en la Ciudad el sistema de partidos se ha debilitado aun en mayor medida que a nivel nacional, por la práctica extinción del voto radical y las profundas fracturas que atraviesan al peronismo, el llamado “voto independiente” es ampliamente mayoritario, las preferencias cambian de una elección a otra según factores difíciles de prever, y se vuelve muy difícil formar mayorías y sostenerlas a lo largo del tiempo.
En este contexto, no es poco mérito que Mauricio Macri esté por lograr su reelección. Pero ello se ve compensado por la persistente fragmentación que ha imperado y seguirá imperando en la Legislatura, que dificulta un trabajo medianamente coherente en ella y alienta los comportamientos especulativos de miras más bien cortas. Y por el gran poder extorsivo que ejercen grupos de presión no sometidos a la competencia electoral: en particular, empresarios contratistas y tres o cuatro gremios que pueden volver un infierno la vida cotidiana de los porteños (municipales, camioneros, porteros, taxistas y alguno más).
La elección de este domingo también muestra la escasa significación de las fronteras ideológicas que con tanto esmero el kirchnerismo ha venido fortaleciendo en el debate público, para hacer de ellas barreras infranqueables entre el “voto nacional y popular” y el “voto oligárquico”, dos categorías que se puede decir que en la Ciudad nunca han existido, y menos ahora. No sólo a Macri lo han votado más en la zona sur, donde habita el grueso de los porteños pobres, que en los barrios de clase media, sino que lo han hecho probablemente por los mismos motivos que muchos de ellos votarían en octubre por el Gobierno: porque no ven que haya alternativas mucho mejores, porque creen que aunque no sea cierto que “vayamos bien” tampoco se ve que vayamos francamente mal, y la idea de un cambio preventivo que evite problemas mayores en el futuro no es (ni ha sido casi nunca: recordemos la convertibilidad) un criterio muy relevante de juicio a la hora de votar.
Puede que, como en otras ocasiones, la Ciudad de Buenos Aires termine votando en contra de Cristina Kirchner, pero hay menos chances de que eso suceda en el resto de las grandes ciudades, Rosario y Córdoba, donde el antikirchnerismo de las clases medias no se ha debilitado tanto. Influyen en parte los generosos e innecesarios subsidios que los porteños reciben a través del gas, la electricidad y el transporte, que más que duplican los recursos invertidos en la Asistencia Universal por Hijo, y hacen de los votos porteños el objeto de un clientelismo de lujo. Pero pesa sobre todo la particular debilidad de las alternativas que los porteños tienen a la mano: a diferencia de esos otros distritos, en donde el socialismo, el peronismo disidente y partidos locales como el juecismo han echado raíz, y han buscado coaligarse con proyectos nacionales de cambio, en la Ciudad autónoma el macrismo se ha refugiado en un vecinalismo localista y casi aislacionista. De allí que el voto que él ha recogido tenga grandes posibilidades de dispersarse en las elecciones presidenciales, entre distintas opciones opositoras, Binner, Alfonsín, Duhalde, e incluso el apoyo a la Presidenta.
*Investigador del Conicet y director de Cipol.