Si como Perón creía cada uno de nosotros es artífice de su propio destino, Daniel Filmus no puede desconocer lo mucho que ha hecho y dejado de hacer para correr la suerte que corrió en las elecciones de anteayer. Condicionado como estuvo por el desapego personal que, a lo largo de toda la campaña, le manifestó la Presidenta, no pudo sin embargo hacer otra cosa que cargar sobre sus hombros con las consecuencias de las oscuridades sembradas, desde hace mucho, por el gobierno nacional. Así, al menos, lo entendió el 70% del electorado porteño. A Filmus lo derrotó, ante todo, la disconformidad social que en la ciudad de Buenos Aires genera la gestión de su propio partido.
El oficialismo hubiera querido que la confrontación en la Capital fuese entre progresistas y conservadores. La gente decidió que sería entre la ley y la corrupción, entre el espíritu de convivencia y el afán de beligerancia. Y votó contra el Gobierno potenciando la figura de Mauricio Macri a nivel nacional. Si los platos rotos de la derrota los pagó un hombre que se dejó construir como vocero del maniqueísmo oficialista, los beneficios de esa disconformidad popular recayeron sobre un jefe de gobierno que supo transmitir un espíritu de convivencia pacífica y capitalizar a su favor la agresión inverosímil de la que lo hizo objeto una Presidenta empecinada desde siempre en humillar a sus adversarios significativos.
La renegación de sus derrotas -un procedimiento usual en el kirchnerismo- obliga a sus voceros a promover un discurso del que bastaría decir que es maníaco y tragicómico, si no fuera peligroso. Ciertamente no es éste el mejor modo de avanzar por un camino democrático. Pero es el único posible cuando se responde a un proyecto autoritario.
Cabandié no fue aceptado como candidato a legislador más que por la mitad del electorado que optó por Filmus. ¿Por qué no se lo quiere en las filas kirchneristas con la misma rotundidad con que lo quiere Cristina Fernández? No parece ser ésta una pregunta que la Presidenta esté dispuesta a plantearse. ¿Advertirá ella a tiempo cuánto hace para promover las derrotas que tanto la pueden afectar? Hay algo de la subjetividad de cada candidato que también se premia o se castiga con el voto. Cristina Fernández no parece darse cuenta, cada vez que se pronuncia, de cuánto de su autosuficiencia arrasadora se filtra en todo lo que dice y hasta qué punto ese modo de ser incide desfavorablemente en un electorado harto de jactancias, verticalismos monárquicos y providencialismos.
Nadie sabrá nunca cuántos fueron los votos primordialmente antikirchneristas que abultaron el caudal de Pro, sin expresar auténtica adhesión al jefe de gobierno. Pero cabe creer, a lo que todo indica, que fueron muchos y que serán aún más en la convocatoria programada para el 31 de julio. El propósito de derrotar los hechos con las palabras -«Cristina ya ganó»- se derrumbó en la ciudad de Buenos Aires y exige del gobierno nacional un cambio de estrategia. Pero nada induce a pensar que aun cuando ese cambio se produzca logre remontar el rechazo que ha producido en la Capital. El consumo indiscriminado y el oportunismo económico no parecen ser las variables con las que el Gobierno logró cautivar a la clase media porteña. ¿Lo serán frente a la clase media del resto del país? Cuesta creerlo. Sobre todo, le cuesta creerlo a Ricardo Alfonsín, que ya no oculta los efectos de la transfiguración que Macri ha sufrido a sus ojos. Hasta ayer era un límite infranqueable; ahora empieza a ser un horizonte apetecible. El voto porteño mayoritario refleja una necesidad básica que acaso termine por ser un imperativo nacional: la de impedir que el partido gobernante domine el escenario político. La UCR ha empezado a dar señales de haberlo advertido. Sus reservas ante Pro parecen hoy menos inamovibles que ayer. Si el apoyo de Alfonsín a Macri en el ballottage venidero terminara de concretarse, el triunfo de ese ideal democrático y republicano sobre la intransigencia partidaria habrá alcanzado una profundidad inusual en la historia del radicalismo.
Es posible que las peores bajezas aún estén por suceder. El oficialismo ya ha dado pruebas, en el pasado reciente, de que con tal de llegar adonde necesita no repara en medios ni lo frenan los escrúpulos. Pero tendría que considerar lo que una y otra vez resalta ante los ojos del sentido común: cuánto más hace por hundir en el barro a sus inadmisibles adversarios, más los favorece ante el electorado, harto de sus patrañas.
El resultado de anteayer arroja a la cara del kirchnerismo la evidencia de que su retórica, sus consignas de campaña y muchas de sus conductas en el ejercicio del poder conforman, en verdad, una retaguardia conservadora y no una vanguardia innovadora, como se empeñan en presumir. El esfuerzo desesperado y torpe que el Gobierno viene haciendo para que sus contradicciones y gravísimos conflictos éticos aparezcan ante la sociedad como males que le son impuestos y no como el resultado amargo y brutal que generan sus propias conductas de nada le ha servido. En la ciudad de Buenos Aires se votó contra un responsable y no contra una víctima inocente. Y así volverá a suceder el 31 de julio.
© La Nacion
El oficialismo hubiera querido que la confrontación en la Capital fuese entre progresistas y conservadores. La gente decidió que sería entre la ley y la corrupción, entre el espíritu de convivencia y el afán de beligerancia. Y votó contra el Gobierno potenciando la figura de Mauricio Macri a nivel nacional. Si los platos rotos de la derrota los pagó un hombre que se dejó construir como vocero del maniqueísmo oficialista, los beneficios de esa disconformidad popular recayeron sobre un jefe de gobierno que supo transmitir un espíritu de convivencia pacífica y capitalizar a su favor la agresión inverosímil de la que lo hizo objeto una Presidenta empecinada desde siempre en humillar a sus adversarios significativos.
La renegación de sus derrotas -un procedimiento usual en el kirchnerismo- obliga a sus voceros a promover un discurso del que bastaría decir que es maníaco y tragicómico, si no fuera peligroso. Ciertamente no es éste el mejor modo de avanzar por un camino democrático. Pero es el único posible cuando se responde a un proyecto autoritario.
Cabandié no fue aceptado como candidato a legislador más que por la mitad del electorado que optó por Filmus. ¿Por qué no se lo quiere en las filas kirchneristas con la misma rotundidad con que lo quiere Cristina Fernández? No parece ser ésta una pregunta que la Presidenta esté dispuesta a plantearse. ¿Advertirá ella a tiempo cuánto hace para promover las derrotas que tanto la pueden afectar? Hay algo de la subjetividad de cada candidato que también se premia o se castiga con el voto. Cristina Fernández no parece darse cuenta, cada vez que se pronuncia, de cuánto de su autosuficiencia arrasadora se filtra en todo lo que dice y hasta qué punto ese modo de ser incide desfavorablemente en un electorado harto de jactancias, verticalismos monárquicos y providencialismos.
Nadie sabrá nunca cuántos fueron los votos primordialmente antikirchneristas que abultaron el caudal de Pro, sin expresar auténtica adhesión al jefe de gobierno. Pero cabe creer, a lo que todo indica, que fueron muchos y que serán aún más en la convocatoria programada para el 31 de julio. El propósito de derrotar los hechos con las palabras -«Cristina ya ganó»- se derrumbó en la ciudad de Buenos Aires y exige del gobierno nacional un cambio de estrategia. Pero nada induce a pensar que aun cuando ese cambio se produzca logre remontar el rechazo que ha producido en la Capital. El consumo indiscriminado y el oportunismo económico no parecen ser las variables con las que el Gobierno logró cautivar a la clase media porteña. ¿Lo serán frente a la clase media del resto del país? Cuesta creerlo. Sobre todo, le cuesta creerlo a Ricardo Alfonsín, que ya no oculta los efectos de la transfiguración que Macri ha sufrido a sus ojos. Hasta ayer era un límite infranqueable; ahora empieza a ser un horizonte apetecible. El voto porteño mayoritario refleja una necesidad básica que acaso termine por ser un imperativo nacional: la de impedir que el partido gobernante domine el escenario político. La UCR ha empezado a dar señales de haberlo advertido. Sus reservas ante Pro parecen hoy menos inamovibles que ayer. Si el apoyo de Alfonsín a Macri en el ballottage venidero terminara de concretarse, el triunfo de ese ideal democrático y republicano sobre la intransigencia partidaria habrá alcanzado una profundidad inusual en la historia del radicalismo.
Es posible que las peores bajezas aún estén por suceder. El oficialismo ya ha dado pruebas, en el pasado reciente, de que con tal de llegar adonde necesita no repara en medios ni lo frenan los escrúpulos. Pero tendría que considerar lo que una y otra vez resalta ante los ojos del sentido común: cuánto más hace por hundir en el barro a sus inadmisibles adversarios, más los favorece ante el electorado, harto de sus patrañas.
El resultado de anteayer arroja a la cara del kirchnerismo la evidencia de que su retórica, sus consignas de campaña y muchas de sus conductas en el ejercicio del poder conforman, en verdad, una retaguardia conservadora y no una vanguardia innovadora, como se empeñan en presumir. El esfuerzo desesperado y torpe que el Gobierno viene haciendo para que sus contradicciones y gravísimos conflictos éticos aparezcan ante la sociedad como males que le son impuestos y no como el resultado amargo y brutal que generan sus propias conductas de nada le ha servido. En la ciudad de Buenos Aires se votó contra un responsable y no contra una víctima inocente. Y así volverá a suceder el 31 de julio.
© La Nacion