19-07-1100:00
Román Lejtman Periodista
Sabe que no ganará y que su carrera política está cerca del final. Fue elegido por descarte y apenas manejó la campaña electoral. Se enteró tarde que un millón de pesos de los fondos partidarios electorales se gastó en 90 segundos, para poner dos spots que nadie recuerda en un programa nocturno adonde los debates estallan sin pedido de los periodistas.
Fue formado en la obediencia política y tuvo que hacer un brusco giro dialéctico para borrar su paradigma de análisis, una mirada gorila del peronismo trabajado en los cursos de materialismo histórico que tomó cuando era adolescente y le explicaban que Jorge Rafael Videla era un general con raíz sanmartiniana.
Es honesto, y ya asumió que el partido dominante sacrificó su carrera y sus ideas. Se muestra sumiso y acepta el plan urdido a sus espaldas, diseñado en secreto por el poder real que reside en la Quinta de Olivos. Jamás dirá que la arquitectura oficial fue un fracaso, simula aceptación exhibiendo su sonrisa melancólica y su barba recortada con esmero. Catorce puntos, sobre cuarenta y cuatro, sacó la lista tramada por unos pocos. Reconoce la historia del primer candidato, pero no entiende por qué tuvo que pagar su derrota, aceptar su arrogancia macerada en la impunidad que le da su llegada irrestricta al despacho rosa de la Casa Rosada.
Ahora intentan explicarle que el fracaso electoral es consecuencia de su frágil mirada política, que no le permitió entender la confrontación implícita que existe entre una estrategia global abarcadora versus la necesidad de cerrar filas en el peronismo y rechazar cualquier concepto de inclusión de aquellos que se educaron en la izquierda y ahora buscan la reforma a través de otros métodos.
No tiene control del aparato partidario, ni maneja los fondos de campaña. En la intimidad del poder rechazan su estrategia de acercamiento a los partidos de la oposición y la táctica electoral se ajustará a un discurso que necesariamente deberá excluir a la principal referencia del poder oficialista.
Cuando estuvo junto a ella en la Quinta de Olivos, hace ocho días, se mostró sonriente y permeable. Le pidió que llegara al balotaje y que lograra treinta y cinco puntos del padrón. Aceptó el compromiso, y después de cuatro horas de cónclave, entendió que había protagonizado su propio funeral político: le dieron café, lo palmearon y hablaron maravillas de su vida institucional.
Ella estará en las fotos, hará mención al combate en sus discursos oficiales y atenderá las llamadas telefónicas. Pero no está prevista la cercanía pública, ni los actos compartidos. Será una patrulla perdida, con fecha de vencimiento, aguardando un final que ya está escrito.
Entonces, lo único que queda es un epílogo heroico, ajeno a los parámetros conocidos. No habrá renuncia previa, ni declinación en el combate diario. Se trata de establecer una ceremonia que alumbre a los verdaderos responsables de la derrota, que sirva para señalar a los indudables protagonistas de la faena.
Cuando llegue el resultado final, cuando la distancia entre el triunfador y el segundo exhiba la desmesura de la voluntad popular, su caída mutará en triunfo personal. Estará solo, enfrentando su destino. Recordando sus años de Marx y Engels, la pizza en el Imperio de Canning y Corrientes, los fines de año en la Costanera.
Será Clint Eastwood en el final de Gran Torino. Un gesto que implica un sacrificio. Morir para imputar a los verdaderos responsables. Que al final, pagan.
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Román Lejtman Periodista
Sabe que no ganará y que su carrera política está cerca del final. Fue elegido por descarte y apenas manejó la campaña electoral. Se enteró tarde que un millón de pesos de los fondos partidarios electorales se gastó en 90 segundos, para poner dos spots que nadie recuerda en un programa nocturno adonde los debates estallan sin pedido de los periodistas.
Fue formado en la obediencia política y tuvo que hacer un brusco giro dialéctico para borrar su paradigma de análisis, una mirada gorila del peronismo trabajado en los cursos de materialismo histórico que tomó cuando era adolescente y le explicaban que Jorge Rafael Videla era un general con raíz sanmartiniana.
Es honesto, y ya asumió que el partido dominante sacrificó su carrera y sus ideas. Se muestra sumiso y acepta el plan urdido a sus espaldas, diseñado en secreto por el poder real que reside en la Quinta de Olivos. Jamás dirá que la arquitectura oficial fue un fracaso, simula aceptación exhibiendo su sonrisa melancólica y su barba recortada con esmero. Catorce puntos, sobre cuarenta y cuatro, sacó la lista tramada por unos pocos. Reconoce la historia del primer candidato, pero no entiende por qué tuvo que pagar su derrota, aceptar su arrogancia macerada en la impunidad que le da su llegada irrestricta al despacho rosa de la Casa Rosada.
Ahora intentan explicarle que el fracaso electoral es consecuencia de su frágil mirada política, que no le permitió entender la confrontación implícita que existe entre una estrategia global abarcadora versus la necesidad de cerrar filas en el peronismo y rechazar cualquier concepto de inclusión de aquellos que se educaron en la izquierda y ahora buscan la reforma a través de otros métodos.
No tiene control del aparato partidario, ni maneja los fondos de campaña. En la intimidad del poder rechazan su estrategia de acercamiento a los partidos de la oposición y la táctica electoral se ajustará a un discurso que necesariamente deberá excluir a la principal referencia del poder oficialista.
Cuando estuvo junto a ella en la Quinta de Olivos, hace ocho días, se mostró sonriente y permeable. Le pidió que llegara al balotaje y que lograra treinta y cinco puntos del padrón. Aceptó el compromiso, y después de cuatro horas de cónclave, entendió que había protagonizado su propio funeral político: le dieron café, lo palmearon y hablaron maravillas de su vida institucional.
Ella estará en las fotos, hará mención al combate en sus discursos oficiales y atenderá las llamadas telefónicas. Pero no está prevista la cercanía pública, ni los actos compartidos. Será una patrulla perdida, con fecha de vencimiento, aguardando un final que ya está escrito.
Entonces, lo único que queda es un epílogo heroico, ajeno a los parámetros conocidos. No habrá renuncia previa, ni declinación en el combate diario. Se trata de establecer una ceremonia que alumbre a los verdaderos responsables de la derrota, que sirva para señalar a los indudables protagonistas de la faena.
Cuando llegue el resultado final, cuando la distancia entre el triunfador y el segundo exhiba la desmesura de la voluntad popular, su caída mutará en triunfo personal. Estará solo, enfrentando su destino. Recordando sus años de Marx y Engels, la pizza en el Imperio de Canning y Corrientes, los fines de año en la Costanera.
Será Clint Eastwood en el final de Gran Torino. Un gesto que implica un sacrificio. Morir para imputar a los verdaderos responsables. Que al final, pagan.
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Esto suena un poco proyectivo, como dirían los freudianos.