Que se esconde detrás de la reforma que estudia el Gobierno
Miércoles 20 de julio de 2011 | Publicado en edición impresa
Foto LA NACION
El kirchnerismo es insaciable. Da por descontado que gana las elecciones presidenciales de octubre y desliza que ya se está preparando para quedarse, incluso, más allá de 2015. Y, para hacerlo posible, cocina a fuego lento una receta conocida que, sin embargo, tiene un sabor exótico: reformar la Constitución para establecer el parlamentarismo, una propuesta aparentemente atractiva pero que enmascara la reelección indefinida.
Se menciona como escriba, sin garantías de que lo sea, al secretario de Medios, Juan Manuel Abal Medina. Se deja trascender un ideólogo, sin importar que él niegue estar detrás de la iniciativa: el juez de la Corte Eugenio Zaffaroni , cuyo nombre se invoca para conjurar cualquier sospecha de autoritarismo. Y en el momento oportuno se revelará una estrategia de marketing político: se disimulará la intención de perpetuarse en el poder bajo el argumento de que el parlamentarismo es un sistema de gobierno soft, light, más dulce que el presidencialismo criollo, de corte cesarista.
Pero, en realidad, se trataría de camuflar la idea opuesta: buscar un cauce formal que permita que el movimiento -el cristinismo, que pretende desplazar al peronismo- siga ilimitadamente en el poder.
Es indudable que el sistema norteamericano, cuando fue trasplantado a América latina -como consecuencia de las deformaciones culturales que produjeron los golpes militares y varios líderes demagógicos-, degeneró en algunos países en democracias formales y plebiscitarias, con las cuales el pueblo, los intendentes, los gobernadores y todas las instituciones depositan el verdadero poder en un caudillo, ungido como todopoderoso.
Es indudable que ningún líder, sea el jefe de Estado de un presidencialismo o un primer ministro emergido de un parlamentarismo , siente agrado alguno en abandonar el poder cuando se aproxima el final de su gestión de gobierno. Pero no está en los cálculos de nadie que Barack Obama vaya a querer modificar la Enmienda XXII de la Constitución, que lo limita a dos períodos. En cambio, en América latina, la codicia puede más: Hugo Chávez logró que el pueblo le votara un referéndum que lo habilita a presentarse nuevamente en 2012.
A primera vista, el parlamentarismo parece mucho más atractivo, porque, como se dijo, ofrece la solución a la imposible cuadratura del círculo: soluciona los problemas de autoritarismo y, al mismo tiempo, los límites a la reelección. Nadie entiende bien por qué hay personas que rechazan la oferta de este pack perfecto.
Miremos de cerca la cuestión: en los países parlamentaristas conviven un jefe de Estado (que puede ser un rey o un presidente votado por el pueblo); un primer ministro, elegido por el Parlamento (cuya mayoría -mientras se mantenga- puede reelegir indefinidamente al primer ministro), y un Tribunal Constitucional muy poderoso, que es la única autoridad que puede declarar inválidas las leyes. El esquema crea la sensación de que el poder está más dividido y limitado.
Pero, realmente, ¿engendra el parlamentarismo liderazgos menos fuertes que el presidencialismo? ¿Podría funcionar en la Argentina un sistema tan ajeno a nuestra historia? ¿No será usado de excusa para cometer nuevos desaguisados, con el argumento de que hay que dar tiempo a conocer el nuevo sistema? ¿No pierden los jueces, ya de por sí débiles, aún más poder? ¿Tiene el primer ministro menos poder que un presidente?
No todo lo que brilla es oro, ni siquiera en los países parlamentarios: en varios de ellos, se critica una creciente «presidencialización» del parlamentarismo. Basta con mirar que en el sistema «semipresidencialista» francés engendró figuras dominantes como Jacques Chirac o Nicolas Sarkozy. O que en el parlamentarismo se abrieron paso figuras dominantes como Tony Blair (Reino Unido) o Silvio Berlusconi (Italia). Aún cuando sus gestiones merezcan distintos juicios de valor, todos ellos encarnan ejemplos de liderazgos muy fuertes y a muchos les costaría diferenciar entre el jefe de gobierno italiano y el Menem de los noventa.
El parlamentarismo es un sistema que nació, creció, evolucionó y generó sus propias deficiencias y trampas:
El país que desarrolló el sistema fue Inglaterra, a lo largo de unos ocho siglos: en el XII, los nobles se reunían para disputarle cuotas de poder al rey absoluto; con el tiempo, el Parlamento, que era un órgano convocado ocasionalmente por el monarca para recabar consejo, ganó fuerza y comenzó a sesionar en períodos prestablecidos y, a partir del siglo XVIII, generó el gobierno de Gabinete, donde el primer ministro y los ministros del Gabinete son elegidos por los legisladores, entre sus propios hombres.
En el siglo XX, para retomar sus propias tradiciones o para superar los problemas políticos creados por el nazismo, el fascismo y el franquismo, otros muchos países -entre ellos Japón, Italia, Alemania o España- adaptaron el mecanismo. Pero el sistema da resultados muy dispares.
En algunos países parlamentarios, si bien existe el gobierno de gabinete, el primer ministro comenzó a olvidarse de convocar a sus colegas, retaceándoles información y poder. ¿No le suena conocido ese escenario? ¿Acaso en la Argentina, el Presidente comparte información con todos sus ministros?
El sistema de gobierno parlamentario no significa que, en la práctica, el primer ministro sea más débil que un presidente ni, tampoco, que el poder esté necesariamente más dividido.
Por el contrario, en el parlamentarismo, cuando se hacen elecciones populares, los partidos menos votados -que en el Parlamento representan a la minoría-, tienen muchos problemas para controlar al primer ministro y a los legisladores del bloque mayoritario, que son los que están en el gobierno. ¡Incluso los juristas alemanes se quejan de esa deficiencia del sistema!
Esa conclusión es elemental: el partido más votado o una coalición de partidos, nombra al gabinete. Si bien hay sofisticados mecanismos de control, la mayoría necesita abroquelarse frente a la minoría, porque de otra manera podría prosperar una moción para remover al primer ministro. A menos, claro esté, que la mayoría encuentre a su propio líder, dentro de sus propias filas, un reemplazo más popular: fue lo que le ocurrió, por ejemplo, a Margaret Thatcher cuando su propio partido -no el Parlamento en pleno- eligió a John Major como su sucesor en el gobierno.
Aplicar este sistema en la Argentina genera muchas dudas:
* Si un presidente argentino, sea Carlos Menem, Cristina Kirchner o cualquier otro, no tolera que la oposición le controle siquiera un decreto de necesidad y urgencia, ¿por qué debemos suponer que toleraría que la oposición parlamentaria pueda controlar toda su gestión?
*El parlamentarismo funciona mejor en países con dos o tres partidos fuertes (por ejemplo, en Inglaterra, donde hay conservadores, liberales y laboristas) que en sociedades de un partido dominante o en sociedades fragmentadas en decenas o cientos de agrupaciones. En efecto, si hay un partido más fuerte que los otros (por ejemplo, un movimiento como el peronismo o el kirchnerismo), podría ser el único elector del jefe de gobierno. Y si, por el contrario, este primer ministro es electo por una coalición de muchos partidos, termina quedando atrapado por las exigencias de los líderes de esa coalición. O negocia, o entrega cuotas de poder o, bien, los compra con prebendas.
*Finalmente, ¿dónde coloca el Parlamentarismo a los jueces? Mientras en los Estados Unidos o en la Argentina, cualquier magistrado de primera instancia o una cámara de apelaciones pueden declarar inconstitucional una ley o cualquier norma, en el parlamentarismo esa atribución la tiene exclusivamente el Tribunal Constitucional, que está integrado por políticos y jueces.
¿No será ese el escenario que busca el kirchnerismo para aplicar sin control las leyes más controvertidas y esquivar a muchos jueces molestos, que a veces declaran inválidas esas leyes? ¿No vimos ya los argentinos, con el Consejo de la Magistratura, lo que significó crear un órgano mixto integrado por políticos, jueces, académicos y legisladores? Es cierto que el Tribunal Constitucional tiene, también, otra función: resolver los conflictos entre los distintos poderes del Estado. Pero, ¿podrá cumplir esa función en la Argentina, cuando la Corte ni siquiera se atreve a dictar la inconstitucionalidad de un decreto de Cristina Kirchner?
Tal vez por eso, no todos los jueces de la Corte Suprema comparten las ideas de Zaffaroni de avanzar hacia el parlamentarismo. De prosperar esta idea, el actual máximo tribunal de nuestro país quedaría reducido, simplemente, a una alta cámara de apelaciones (casación).
La Argentina no tiene, actualmente, un déficit de normas o de sistemas jurídicos. Nuestra enfermedad es la cultura autoritaria que pervierte cualquier sistema.
© La Nacion
Miércoles 20 de julio de 2011 | Publicado en edición impresa
Foto LA NACION
El kirchnerismo es insaciable. Da por descontado que gana las elecciones presidenciales de octubre y desliza que ya se está preparando para quedarse, incluso, más allá de 2015. Y, para hacerlo posible, cocina a fuego lento una receta conocida que, sin embargo, tiene un sabor exótico: reformar la Constitución para establecer el parlamentarismo, una propuesta aparentemente atractiva pero que enmascara la reelección indefinida.
Se menciona como escriba, sin garantías de que lo sea, al secretario de Medios, Juan Manuel Abal Medina. Se deja trascender un ideólogo, sin importar que él niegue estar detrás de la iniciativa: el juez de la Corte Eugenio Zaffaroni , cuyo nombre se invoca para conjurar cualquier sospecha de autoritarismo. Y en el momento oportuno se revelará una estrategia de marketing político: se disimulará la intención de perpetuarse en el poder bajo el argumento de que el parlamentarismo es un sistema de gobierno soft, light, más dulce que el presidencialismo criollo, de corte cesarista.
Pero, en realidad, se trataría de camuflar la idea opuesta: buscar un cauce formal que permita que el movimiento -el cristinismo, que pretende desplazar al peronismo- siga ilimitadamente en el poder.
Es indudable que el sistema norteamericano, cuando fue trasplantado a América latina -como consecuencia de las deformaciones culturales que produjeron los golpes militares y varios líderes demagógicos-, degeneró en algunos países en democracias formales y plebiscitarias, con las cuales el pueblo, los intendentes, los gobernadores y todas las instituciones depositan el verdadero poder en un caudillo, ungido como todopoderoso.
Es indudable que ningún líder, sea el jefe de Estado de un presidencialismo o un primer ministro emergido de un parlamentarismo , siente agrado alguno en abandonar el poder cuando se aproxima el final de su gestión de gobierno. Pero no está en los cálculos de nadie que Barack Obama vaya a querer modificar la Enmienda XXII de la Constitución, que lo limita a dos períodos. En cambio, en América latina, la codicia puede más: Hugo Chávez logró que el pueblo le votara un referéndum que lo habilita a presentarse nuevamente en 2012.
A primera vista, el parlamentarismo parece mucho más atractivo, porque, como se dijo, ofrece la solución a la imposible cuadratura del círculo: soluciona los problemas de autoritarismo y, al mismo tiempo, los límites a la reelección. Nadie entiende bien por qué hay personas que rechazan la oferta de este pack perfecto.
Miremos de cerca la cuestión: en los países parlamentaristas conviven un jefe de Estado (que puede ser un rey o un presidente votado por el pueblo); un primer ministro, elegido por el Parlamento (cuya mayoría -mientras se mantenga- puede reelegir indefinidamente al primer ministro), y un Tribunal Constitucional muy poderoso, que es la única autoridad que puede declarar inválidas las leyes. El esquema crea la sensación de que el poder está más dividido y limitado.
Pero, realmente, ¿engendra el parlamentarismo liderazgos menos fuertes que el presidencialismo? ¿Podría funcionar en la Argentina un sistema tan ajeno a nuestra historia? ¿No será usado de excusa para cometer nuevos desaguisados, con el argumento de que hay que dar tiempo a conocer el nuevo sistema? ¿No pierden los jueces, ya de por sí débiles, aún más poder? ¿Tiene el primer ministro menos poder que un presidente?
No todo lo que brilla es oro, ni siquiera en los países parlamentarios: en varios de ellos, se critica una creciente «presidencialización» del parlamentarismo. Basta con mirar que en el sistema «semipresidencialista» francés engendró figuras dominantes como Jacques Chirac o Nicolas Sarkozy. O que en el parlamentarismo se abrieron paso figuras dominantes como Tony Blair (Reino Unido) o Silvio Berlusconi (Italia). Aún cuando sus gestiones merezcan distintos juicios de valor, todos ellos encarnan ejemplos de liderazgos muy fuertes y a muchos les costaría diferenciar entre el jefe de gobierno italiano y el Menem de los noventa.
El parlamentarismo es un sistema que nació, creció, evolucionó y generó sus propias deficiencias y trampas:
El país que desarrolló el sistema fue Inglaterra, a lo largo de unos ocho siglos: en el XII, los nobles se reunían para disputarle cuotas de poder al rey absoluto; con el tiempo, el Parlamento, que era un órgano convocado ocasionalmente por el monarca para recabar consejo, ganó fuerza y comenzó a sesionar en períodos prestablecidos y, a partir del siglo XVIII, generó el gobierno de Gabinete, donde el primer ministro y los ministros del Gabinete son elegidos por los legisladores, entre sus propios hombres.
En el siglo XX, para retomar sus propias tradiciones o para superar los problemas políticos creados por el nazismo, el fascismo y el franquismo, otros muchos países -entre ellos Japón, Italia, Alemania o España- adaptaron el mecanismo. Pero el sistema da resultados muy dispares.
En algunos países parlamentarios, si bien existe el gobierno de gabinete, el primer ministro comenzó a olvidarse de convocar a sus colegas, retaceándoles información y poder. ¿No le suena conocido ese escenario? ¿Acaso en la Argentina, el Presidente comparte información con todos sus ministros?
El sistema de gobierno parlamentario no significa que, en la práctica, el primer ministro sea más débil que un presidente ni, tampoco, que el poder esté necesariamente más dividido.
Por el contrario, en el parlamentarismo, cuando se hacen elecciones populares, los partidos menos votados -que en el Parlamento representan a la minoría-, tienen muchos problemas para controlar al primer ministro y a los legisladores del bloque mayoritario, que son los que están en el gobierno. ¡Incluso los juristas alemanes se quejan de esa deficiencia del sistema!
Esa conclusión es elemental: el partido más votado o una coalición de partidos, nombra al gabinete. Si bien hay sofisticados mecanismos de control, la mayoría necesita abroquelarse frente a la minoría, porque de otra manera podría prosperar una moción para remover al primer ministro. A menos, claro esté, que la mayoría encuentre a su propio líder, dentro de sus propias filas, un reemplazo más popular: fue lo que le ocurrió, por ejemplo, a Margaret Thatcher cuando su propio partido -no el Parlamento en pleno- eligió a John Major como su sucesor en el gobierno.
Aplicar este sistema en la Argentina genera muchas dudas:
* Si un presidente argentino, sea Carlos Menem, Cristina Kirchner o cualquier otro, no tolera que la oposición le controle siquiera un decreto de necesidad y urgencia, ¿por qué debemos suponer que toleraría que la oposición parlamentaria pueda controlar toda su gestión?
*El parlamentarismo funciona mejor en países con dos o tres partidos fuertes (por ejemplo, en Inglaterra, donde hay conservadores, liberales y laboristas) que en sociedades de un partido dominante o en sociedades fragmentadas en decenas o cientos de agrupaciones. En efecto, si hay un partido más fuerte que los otros (por ejemplo, un movimiento como el peronismo o el kirchnerismo), podría ser el único elector del jefe de gobierno. Y si, por el contrario, este primer ministro es electo por una coalición de muchos partidos, termina quedando atrapado por las exigencias de los líderes de esa coalición. O negocia, o entrega cuotas de poder o, bien, los compra con prebendas.
*Finalmente, ¿dónde coloca el Parlamentarismo a los jueces? Mientras en los Estados Unidos o en la Argentina, cualquier magistrado de primera instancia o una cámara de apelaciones pueden declarar inconstitucional una ley o cualquier norma, en el parlamentarismo esa atribución la tiene exclusivamente el Tribunal Constitucional, que está integrado por políticos y jueces.
¿No será ese el escenario que busca el kirchnerismo para aplicar sin control las leyes más controvertidas y esquivar a muchos jueces molestos, que a veces declaran inválidas esas leyes? ¿No vimos ya los argentinos, con el Consejo de la Magistratura, lo que significó crear un órgano mixto integrado por políticos, jueces, académicos y legisladores? Es cierto que el Tribunal Constitucional tiene, también, otra función: resolver los conflictos entre los distintos poderes del Estado. Pero, ¿podrá cumplir esa función en la Argentina, cuando la Corte ni siquiera se atreve a dictar la inconstitucionalidad de un decreto de Cristina Kirchner?
Tal vez por eso, no todos los jueces de la Corte Suprema comparten las ideas de Zaffaroni de avanzar hacia el parlamentarismo. De prosperar esta idea, el actual máximo tribunal de nuestro país quedaría reducido, simplemente, a una alta cámara de apelaciones (casación).
La Argentina no tiene, actualmente, un déficit de normas o de sistemas jurídicos. Nuestra enfermedad es la cultura autoritaria que pervierte cualquier sistema.
© La Nacion