Domingo 31 de julio de 2011 | Publicado en edición impresa
La dura ruptura de Alberto Fernández con Cristina Kirchner es una metáfora de muchas cosas. Nadie como el ex jefe de Gabinete participó en la intimidad de las decisiones del matrimonio Kirchner durante cinco largos años. ¿Por qué no se pudo conservar, una vez disuelta la unión política, ni siquiera la relación personal que habían entablado entre ellos? ¿Por qué la simple disidencia es equiparable a la dramática traición en el rígido universo del kirchnerismo?
Alberto y Aníbal Fernández fueron amigos políticos y personales hasta mucho después de que el primero se fue del Gabinete. ¿Por qué Aníbal Fernández se vio en la necesidad política de contestarle al otro Fernández con frases cargadas de insultos y con un estilo que desmerece su propia jerarquía institucional? Esas frías ráfagas de política en los días recientes sólo exhiben hasta qué punto el kirchnerismo ha cultivado la división y el rencor como paradigmas fundamentales de su gestión política.
Esa severa constatación no sería tan grave si abarcara sólo a algunos políticos. El problema más serio es que tales fisuras se expandieron peligrosamente por la sociedad. La fractura expuesta que mostró Alberto Fernández es, entonces, nada más que un síntoma de fracturas mucho más amplias, en las que sólo caben amigos o enemigos, obedientes o traidores. Los funcionarios kirchneristas toman nota. Deducen, con razón, que sólo les queda, si quieren durar en las poltronas del poder, una sumisión absoluta a la jefa del Estado.
Hace poco, en medio del final de las gestiones por las listas de candidatos que sólo confeccionaba Cristina Kirchner, uno de los políticos heridos por el desaire le propuso a Carlos Zannini que actuaran como si hubiera un acuerdo. ¿Para qué la humillación? , le preguntó al influyente secretario presidencial. La Presidenta quiere que todo el mundo sepa que ella es la que manda y que nadie más manda. No se puede actuar ningún acuerdo , le respondió Zannini. El caso habla de los modos de la Presidenta, pero también del escaso respeto que sienten por sí mismos muchos funcionarios. Siempre se puede decir que no.
Hace pocos días, Cristina Kirchner recibió a María Eugenia Bielsa, la peronista que ganó las elecciones a diputados provinciales en Santa Fe, y al primer candidato a diputado nacional por esa provincia, Omar Perotti, que competirá junto con las presidenciales de octubre. Agustín Rossi estuvo ausente porque había perdido. Rossi perdió por más de 16 puntos con respecto al ganador, el socialista Antonio Bonfatti, y por 13 puntos con respecto al segundo, Miguel Del Sel.
La ausencia de Rossi fue la definición de la ingratitud. El diputado fue uno de los kirchneristas más leales que hubo en los últimos seis años, la voz de la defensa de todas las políticas oficiales en el Congreso y la cara que justificó en los medios periodísticos todas las decisiones de los Kirchner. Afuera Rossi. En el kirchnerismo no hay lugar para perdedores, aunque éstos hayan perdido por ser kirchneristas. El campo no ha olvidado , resumió Carlos Reutemann el desastre santafecino. No se ha olvidado de los Kirchner, quiso decir. La culpa no fue de Rossi.
Alberto Fernández cargaba desde hace tiempo con la adjudicación de culpas por parte del kirchnerismo. Ya Néstor Kirchner, en una reunión con los intelectuales de Carta Abierta, le había endilgado a él la responsabilidad de decisiones que los cartistas cuestionaban. Eran decisiones fundamentales, que jamás se hubieran tomado sin el consentimiento explícito del ex presidente.
Aníbal Fernández siguió ahora esa senda y recordó en su réplica que Alberto Fernández había sido legislador porteño por una alianza con Domingo Cavallo y Gustavo Beliz. Es cierto. En esa lista, llena de peronistas que se habían alejado del menemismo, estaban muchos actuales funcionarios del Gobierno. Pero estaba, fundamentalmente, María Laura Leguizamón, que es actualmente compañera de fórmula de Aníbal Fernández; los dos son candidatos a senadores nacionales por la provincia de Buenos Aires.
La Presidenta es también dueña de la historia. Es la otra demostración de este estridente divorcio político. Hasta ahora su gobierno había desfigurado, cambiado o reescrito la historia de personas que nunca estuvieron cerca de ella, aunque todas son opositoras o críticas a su gestión.
La novedad que plantea el caso de Alberto Fernández es que la Presidenta reconstruye también la historia que ella misma vivió. Acusó al ex jefe de Gabinete de haber sido el vocero de quienes supuestamente no querían que ella llegara a la presidencia. Si hay algo que reprocharle a Alberto Fernández es que durante el proceso interno de elección de uno de los Kirchner para las presidenciales de 2007, y también durante la campaña electoral de ese año, promovió a una Cristina Kirchner más institucional que su marido y más respetuosa de las formas democráticas. En el error o en el cálculo, lo cierto es que Fernández se equivocó: Cristina nunca fue así cuando se acomodó en la Casa de Gobierno.
También resulta que el ex ministro fue un convencido de la causa destituyente de la Presidenta (que, en honor a la verdad histórica, nunca existió) durante el conflicto con el campo. La información periodística de aquella época (publicada en su momento por LA NACION) indica que fue Alberto Fernández quien le sacó de las manos la renuncia que la Presidenta ya tenía decidida. Eso sucedió en las horas posteriores a la madrugada en la que Julio Cobos desempató en el Senado en contra del Gobierno.
Una semana después, Néstor Kirchner lo acusó a Fernández de haber influido de mala manera ante su esposa. Tendríamos que habernos ido y vos la hiciste cambiar de opinión , le dijo a quemarropa. Alberto Fernández consultó la opinión de la propia Cristina. Néstor tiene razón. Este país no merece que nosotros seamos presidentes , le contestó la jefa del Gobierno. Fue su última conversación con Cristina. Al día siguiente, Fernández se convirtió en ex jefe de Gabinete. Ya había escuchado lo suficiente y era demasiado , fue su única deducción.
El kirchnerismo reaccionó como reacciona el kirchnerismo: sus dirigentes compitieron para destratar al antiguo colaborador de los Kirchner. Viejos amigos lo desacreditaron en un olvido súbito de la historia común. El peronismo histórico (desde De la Sota hasta Duhalde) fatigó el teléfono de Alberto Fernández para solidarizarse con él. En esta última lista se inscribieron también funcionarios con cargos electivos, protegidos por lo tanto del despido presidencial.
Cuatro muertos en Jujuy. Aquellas peleas en el kirchnerismo coincidieron con otra catástrofe de violencia y muerte en la Argentina. Los ocupantes de terrenos privados jujeños pertenecen a una organización social que es antikirchnerista. Nunca recibió nada del gobierno federal.
El método que usaron, la ocupación, es ciertamente reprochable, pero desnuda un problema social irresuelto, el de la vivienda, que se extiende desde la Capital hasta todos los extremos del país. El gobierno nacional se deshizo de la culpa y la derivó al gobierno provincial, a la Justicia y a los propietarios privados de los terrenos. En Buenos Aires, la Presidenta se predisponía en esas horas a destinarle una fortuna, 1200 millones de pesos, al Fútbol para Todos, proyecto que luego fue postergado.
Alguien lejano tendrá la culpa de la tragedia jujeña. Otros tendrán la culpa. Nunca será del gobierno de Cristina Kirchner. Es otra metáfora implícita que deja el caso de Alberto Fernández.
La dura ruptura de Alberto Fernández con Cristina Kirchner es una metáfora de muchas cosas. Nadie como el ex jefe de Gabinete participó en la intimidad de las decisiones del matrimonio Kirchner durante cinco largos años. ¿Por qué no se pudo conservar, una vez disuelta la unión política, ni siquiera la relación personal que habían entablado entre ellos? ¿Por qué la simple disidencia es equiparable a la dramática traición en el rígido universo del kirchnerismo?
Alberto y Aníbal Fernández fueron amigos políticos y personales hasta mucho después de que el primero se fue del Gabinete. ¿Por qué Aníbal Fernández se vio en la necesidad política de contestarle al otro Fernández con frases cargadas de insultos y con un estilo que desmerece su propia jerarquía institucional? Esas frías ráfagas de política en los días recientes sólo exhiben hasta qué punto el kirchnerismo ha cultivado la división y el rencor como paradigmas fundamentales de su gestión política.
Esa severa constatación no sería tan grave si abarcara sólo a algunos políticos. El problema más serio es que tales fisuras se expandieron peligrosamente por la sociedad. La fractura expuesta que mostró Alberto Fernández es, entonces, nada más que un síntoma de fracturas mucho más amplias, en las que sólo caben amigos o enemigos, obedientes o traidores. Los funcionarios kirchneristas toman nota. Deducen, con razón, que sólo les queda, si quieren durar en las poltronas del poder, una sumisión absoluta a la jefa del Estado.
Hace poco, en medio del final de las gestiones por las listas de candidatos que sólo confeccionaba Cristina Kirchner, uno de los políticos heridos por el desaire le propuso a Carlos Zannini que actuaran como si hubiera un acuerdo. ¿Para qué la humillación? , le preguntó al influyente secretario presidencial. La Presidenta quiere que todo el mundo sepa que ella es la que manda y que nadie más manda. No se puede actuar ningún acuerdo , le respondió Zannini. El caso habla de los modos de la Presidenta, pero también del escaso respeto que sienten por sí mismos muchos funcionarios. Siempre se puede decir que no.
Hace pocos días, Cristina Kirchner recibió a María Eugenia Bielsa, la peronista que ganó las elecciones a diputados provinciales en Santa Fe, y al primer candidato a diputado nacional por esa provincia, Omar Perotti, que competirá junto con las presidenciales de octubre. Agustín Rossi estuvo ausente porque había perdido. Rossi perdió por más de 16 puntos con respecto al ganador, el socialista Antonio Bonfatti, y por 13 puntos con respecto al segundo, Miguel Del Sel.
La ausencia de Rossi fue la definición de la ingratitud. El diputado fue uno de los kirchneristas más leales que hubo en los últimos seis años, la voz de la defensa de todas las políticas oficiales en el Congreso y la cara que justificó en los medios periodísticos todas las decisiones de los Kirchner. Afuera Rossi. En el kirchnerismo no hay lugar para perdedores, aunque éstos hayan perdido por ser kirchneristas. El campo no ha olvidado , resumió Carlos Reutemann el desastre santafecino. No se ha olvidado de los Kirchner, quiso decir. La culpa no fue de Rossi.
Alberto Fernández cargaba desde hace tiempo con la adjudicación de culpas por parte del kirchnerismo. Ya Néstor Kirchner, en una reunión con los intelectuales de Carta Abierta, le había endilgado a él la responsabilidad de decisiones que los cartistas cuestionaban. Eran decisiones fundamentales, que jamás se hubieran tomado sin el consentimiento explícito del ex presidente.
Aníbal Fernández siguió ahora esa senda y recordó en su réplica que Alberto Fernández había sido legislador porteño por una alianza con Domingo Cavallo y Gustavo Beliz. Es cierto. En esa lista, llena de peronistas que se habían alejado del menemismo, estaban muchos actuales funcionarios del Gobierno. Pero estaba, fundamentalmente, María Laura Leguizamón, que es actualmente compañera de fórmula de Aníbal Fernández; los dos son candidatos a senadores nacionales por la provincia de Buenos Aires.
La Presidenta es también dueña de la historia. Es la otra demostración de este estridente divorcio político. Hasta ahora su gobierno había desfigurado, cambiado o reescrito la historia de personas que nunca estuvieron cerca de ella, aunque todas son opositoras o críticas a su gestión.
La novedad que plantea el caso de Alberto Fernández es que la Presidenta reconstruye también la historia que ella misma vivió. Acusó al ex jefe de Gabinete de haber sido el vocero de quienes supuestamente no querían que ella llegara a la presidencia. Si hay algo que reprocharle a Alberto Fernández es que durante el proceso interno de elección de uno de los Kirchner para las presidenciales de 2007, y también durante la campaña electoral de ese año, promovió a una Cristina Kirchner más institucional que su marido y más respetuosa de las formas democráticas. En el error o en el cálculo, lo cierto es que Fernández se equivocó: Cristina nunca fue así cuando se acomodó en la Casa de Gobierno.
También resulta que el ex ministro fue un convencido de la causa destituyente de la Presidenta (que, en honor a la verdad histórica, nunca existió) durante el conflicto con el campo. La información periodística de aquella época (publicada en su momento por LA NACION) indica que fue Alberto Fernández quien le sacó de las manos la renuncia que la Presidenta ya tenía decidida. Eso sucedió en las horas posteriores a la madrugada en la que Julio Cobos desempató en el Senado en contra del Gobierno.
Una semana después, Néstor Kirchner lo acusó a Fernández de haber influido de mala manera ante su esposa. Tendríamos que habernos ido y vos la hiciste cambiar de opinión , le dijo a quemarropa. Alberto Fernández consultó la opinión de la propia Cristina. Néstor tiene razón. Este país no merece que nosotros seamos presidentes , le contestó la jefa del Gobierno. Fue su última conversación con Cristina. Al día siguiente, Fernández se convirtió en ex jefe de Gabinete. Ya había escuchado lo suficiente y era demasiado , fue su única deducción.
El kirchnerismo reaccionó como reacciona el kirchnerismo: sus dirigentes compitieron para destratar al antiguo colaborador de los Kirchner. Viejos amigos lo desacreditaron en un olvido súbito de la historia común. El peronismo histórico (desde De la Sota hasta Duhalde) fatigó el teléfono de Alberto Fernández para solidarizarse con él. En esta última lista se inscribieron también funcionarios con cargos electivos, protegidos por lo tanto del despido presidencial.
Cuatro muertos en Jujuy. Aquellas peleas en el kirchnerismo coincidieron con otra catástrofe de violencia y muerte en la Argentina. Los ocupantes de terrenos privados jujeños pertenecen a una organización social que es antikirchnerista. Nunca recibió nada del gobierno federal.
El método que usaron, la ocupación, es ciertamente reprochable, pero desnuda un problema social irresuelto, el de la vivienda, que se extiende desde la Capital hasta todos los extremos del país. El gobierno nacional se deshizo de la culpa y la derivó al gobierno provincial, a la Justicia y a los propietarios privados de los terrenos. En Buenos Aires, la Presidenta se predisponía en esas horas a destinarle una fortuna, 1200 millones de pesos, al Fútbol para Todos, proyecto que luego fue postergado.
Alguien lejano tendrá la culpa de la tragedia jujeña. Otros tendrán la culpa. Nunca será del gobierno de Cristina Kirchner. Es otra metáfora implícita que deja el caso de Alberto Fernández.