En su imprescindible obra La Nueva Izquierda, en la que recorre la génesis y el tránsito por el gobierno de las fuerzas democráticas de tal espectro ideológico que desde hace un buen tiempo predominan en Sudamérica, al que pertenece la Concertación (coalición de centroizquierda que gobernó Chile durante veinte años y con cuyo arribo al poder se inicia, precisamente, el ciclo, que dura hasta hoy, aunque ya sin ella), José Natanson racionaliza y relativiza el hecho de que esos veinte años concertacionistas no hayan albergado contradicciones más radicales con la estructura de país neoliberal pinochetista, apuntando que, aparte de esas limitantes estructurales, hay otras de carácter sociológico, que le impidieron, a la centroizquierda chilena, ir a por más y con mayor dureza.
Entre otros flagelos, a Chile lo acosa la desigualdad –los mismos referentes de la concertación asumían no haber podido con ella- y, como se ve por estos días porque estalla, un sistema educativo diseñado en función de galvanizar lo primero, sobre todo porque accede a ella solamente el que puede costeársela, que son los (muy) menos.
No quiero caerle a Piñera, porque no hace ni un año y medio que gobierna, asumió después del desastre del terremoto y, en definitiva, porque mucho más hay para achacarle a todos aquellos que condujeron una transición que se extendió demasiado tiempo, y cuya fractura social expuesta –lo insostenible de la desigualdad para el pueblo al que no le llegan los crecientes de una economía virtuosa-, las contradicciones con el orden anterior, terminaron por explotar en manos de quien nunca nadie podía creer que era el apto para encarnar ningún tipo de gesta igualitaria, por su pertenencia ideológica, y que está bien que así sea.
Chile, al igual que Uruguay, no tuvo su estallido social, típico del posneoliberalismo sudamericano, como sí lo sufrieron Venezuela con el Caracazo de 1989 y el intento de golpe de Chávez en 1992; o Argentina el 19/20 de diciembre de 2001. De alguna u otra manera, en algún sentido, lo está viviendo ahora, al menos parcialmente.
Esto pone de manifiesto lo insostenible del argumento aquel que fundamenta sus críticas al kirchnerismo “no por el fondo, sino por las formas”. El kirchnerismo, que por otro lado no representa ningún peligro para la propiedad de los medios de producción –por si algún desvariado, de acá y/o de enfrente, todavía cree en hipótesis revolucionarias-, se ha dedicado, simplemente, a vehiculizar, encauzar, en definitiva, meter al Estado en la administración de fricciones sociales que naturalmente se producen cuando se viene de donde vienen los países de nuestra Sudamérica. Diría que, además, está obligado, el Estado, a reconocer que los conflictos existen. Y a sincerar quiénes lo interpretan (al conflicto), cuáles son los actores que confrontan intereses, suplementarios, de lo que deviene lo ilusorio del mundo feliz del consenso eterno.
Del mismo modo, y a propósito de la fuerza política que administra al Estado, esto supone en favorecer la clara delimitación entre ella y sus adversarios, a los fines de que no se asiente una falsa opción democrática que termine representando, en cualquiera de sus variantes, lo mismo, y que entonces no se perciba la posibilidad de salida democrática, a la hora de interpelar a los motivos del descontento social. En buena medida, esto también se dio en la democracia chilena, actuada por un juego político muy suave. A veces demasiado.
Alberto Fernández decía, sobre la cumbre anti Bush de 2005 en Mar Del Plata, que ellas son típicas de cualquier cumbre de Estado, y que el kircherismo simplemente se dedicó a sacarla de la calle. Clarito, al respecto.
El cambio, como tal, supone, si no alteración de jerarquías, al menos conmoción al interior de las mismas. Y, a la par que materiales, culturales, que las más de las veces son las que peor caen en los sectores dominantes, por el valor que ellas significan a la hora de evaluar “contrarrevoluciones” futuras: véase, si no, insisto, que -de lo cultural hablo- los discursos de los presidentes concertacionistas nunca dejaron ver rupturas profundas, que son necesarias. No se trata de beligerancia discursiva por el mero hecho de serlo.
En definitiva, por mucho que se intente esconderlo, el conflicto, si se quieren cambios profundos, aparecerá, de una u otra forma, ineluctablemente. Y el Estado no puede desconocerlo, porque le cabe, en eso, un papel fundamental. A veces, hasta «fogoneándolo».
Y en Formosa, Jujuy y Tucumán a que bancarrota asistimos?
Shhh… estamos en campaña. de eso no se habla.
Esta frase «lo insostenible de la desigualdad para el pueblo al que no le llegan los crecientes de una economía virtuosa» aplica por estas pampas también eh.