El éxito electoral está enfrentando a Cristina Kirchner con una interesante paradoja. Ha obtenido un respaldo contundente, en buena medida debido a una política económica que presenta signos objetivos de agotamiento. Muchísimos argentinos votaron a la Presidenta agradecidos por las virtudes del «modelo», en un momento en que al «modelo» le cuesta cada vez más sobrevivir sin cambios.
No hace falta ser un experto para advertir esa fatiga. En 2003, cuando Néstor Kirchner llegó al poder, el gasto público era de 14 puntos del PBI. Hoy es de 26. El superávit primario era de 5 puntos del PBI. Hoy es 0. El tipo de cambio multilateral era entonces de 2,5. Hoy es de 1,5. El deterioro se vio disimulado por el aumento de los precios internacionales: hace ocho años se exportaba soja por una suma equivalente a lo que hoy recauda el Gobierno por las retenciones a esas exportaciones.
No es la primera vez que la sociedad argentina reelige a un presidente peronista para premiar a una economía que ya ha dado lo mejor de sí. En 1995, José Octavio Bordón hizo su campaña contra Carlos Menem denunciando un proceso recesivo que para la mayoría resultaba imperceptible. El 14 de mayo, Menem ganó por el 49,9% de los votos. Un mes después el país se enteró de que la desocupación había llegado al 18,6%.
El 11 de noviembre de 1951 Juan Perón consiguió la reelección por el 62,49% de los votos. Pero el 19 de febrero de 1952 pronunciaba este discurso: «La economía justicialista establece que de la producción del país se satisface primero la necesidad de sus habitantes y solamente se vende lo que sobra. Claro que aquí los muchachos con esa teoría cada día comen más y, como consecuencia, cada día sobra menos. Pero han estado sumergidos, pobrecitos, durante cincuenta años; por eso yo los he dejado que gastaran y que comieran y que derrocharan durante cinco años todo lo que quisieran. (?) Pero, indudablemente, ahora empezamos a reordenar para no derrochar más?».
Como recuerda Juan Carlos Torre, «a partir de 1952 Perón privilegió la estabilidad por sobre la expansión, la agricultura sobre la industria, la iniciativa privada y el capital extranjero por sobre el crecimiento del sector público».
Aquel giro fue, sin embargo, una excepción. Los gobernantes reelegidos suelen perder plasticidad. En principio, porque interpretan el respaldo del público como una señal indiscutible de que están en lo cierto. Al confundir una regla de validez -la de la cantidad de votos obtenidos- con un criterio de verdad, se vuelven menos tolerantes con las críticas. Además, los suele ganar un miedo comprensible a deshacerse de aquello que, al parecer, ha sido el secreto de la victoria.
Cristina Kirchner no ignora las inquietudes que genera su gestión de la economía. Sus reuniones con banqueros, constructores e industriales son más frecuentes que las que mantiene con sindicalistas o intendentes. Hasta recibió a la Fundación Mediterránea, antigua cuna de Domingo Cavallo.
En las entrevistas más reducidas, la Presidenta intenta conjurar algunos de los fantasmas que persiguen a los siempre trémulos hombres de negocios. Por ejemplo, a un directivo de la UIA que confesó su temor por que Roberto Feletti hablara de «radicalizar el populismo», le preguntó: «¿Y dónde está ahora Feletti? ¿Lo hice ministro de Economía o va al Congreso?». Con la misma lógica refutó los desbordes de Hugo Moyano: «¿En qué lugar de la lista de diputados va el apellido Moyano? Octavo, ¿no?». Cristina Kirchner desdramatiza también, a lo Perón, la combatividad de los chicos de La Cámpora, cuya deriva izquierdizante no deja dormir a muchos empresarios: «Ustedes están confundidos. Ellos son gente que se suma a un proyecto, no vienen a tirar piedras». El avance de esos jóvenes continúa. La última versión salida de Olivos es que Eduardo «Wado» de Pedro, acaso el preferido de la Presidenta, podría convertirse en jefe del bloque oficialista de Diputados.
Aquellas preocupaciones son folklóricas comparadas con las limitaciones tangibles de la economía. La más obvia es la inflación. Si es por las conversaciones con los empresarios, la Presidenta sigue negándola. Aun cuando Facundo Moyano acaba de reconocer que «la inflación se dibuja para pagar menos deuda». Pero la Presidenta prefiere los argumentos de Guillermo Moreno, para quien la carrera de los precios es una patraña de los diarios.
El déficit energético tiene en vilo al Gobierno. No tanto porque impone cortes cada vez más frecuentes en el suministro industrial, sino porque obliga a aumentar la importación de gas y combustibles. Esa cuenta, que en 2010 fue de US$ 4500 millones, este año es de US$ 8500 millones y para 2012 podría alcanzar los US$ 11.000 millones. Amado Boudou se resiste a firmar el cheque y, en voz baja, adelanta a los empresarios: «Esperen al 24 de octubre y empezaremos a analizar un aumento de tarifas».
Los empresarios abordan el problema por su irracionalidad social. «Usted está pagándoles la luz a los que viven en torres de lujo», le dijo un industrial a la Presidenta. Ella contestó: «Eso lo vamos a corregir».
No es la primera vez que se escucha esa promesa. Aunque ahora podría esperarse una mejora de precios para la extracción de gas y petróleo, eterno reclamo de Sebastián Eskenazi, interlocutor habitual de la señora de Kirchner. Ella sigue estudiando la creación de un Ministerio de Energía, a la brasileña. Para encabezarlo compiten dos hombres de Julio De Vido: Roberto Baratta e Iván Heyn, un revolucionario de La Cámpora que desde hace años está apostado en la presidencia de la Corporación Puerto Madero, su Sierra Maestra. Heyn circula también como eventual reemplazante de Moreno. Es el enésimo vaticinio sobre la salida del secretario de Comercio, aunque algún ministro dice que esta vez lo escuchó de labios de la Presidenta. Mejor que sea cierto. Por la salud de Heyn.
La discusión sobre tarifas resulta verosímil no por razones energéticas sino financieras. La importación de gas y combustibles está impactando en la principal fisura de la política económica: la escasez de dólares, consecuencia de la reducción del superávit y del aumento de la fuga de capitales. Ese superávit, que el año pasado fue de US$ 12.500 millones, este año será de US$ 8000 millones. Una cifra muy pequeña para financiar una salida de divisas neta que este año será de US$ 5000 millones.
La Presidenta tiene tres vías para sortear esta encrucijada. Una es convertirse a la ortodoxia, entre otras medidas, con una suba en la tasa de interés para impedir la salida de capitales. Impensable.
Otra opción, auspiciada por los industriales, es acentuar la devaluación del peso. También es desagradable. La fiesta de consumo que se registra en la Argentina, crucial para el triunfo del Gobierno, está facilitada porque todos los precios aumentan al 25%, salvo el dólar, que lo hace al 10%. Esta es la razón por la cual en los últimos tres años se duplicó la capacidad de compra de electrodomésticos, que tienen precios fijos en dólares.
La tercera alternativa es endeudarse. Se podría compensar la falta de dólares sin renunciar, al menos por un tiempo, a las delicias del «modelo». Es decir: a los acreedores se les pagaría emitiendo bonos y no emitiendo pesos, como ahora. Cuando le preguntaron, el lunes pasado, si la Argentina saldría a los mercados, Cristina Kirchner contestó con misteriosas referencias al G-20. Pero Boudou confesó esa estrategia a un economista de la oposición con el que se cruzó en un programa de TV. Los banqueros amigos del ministro auspician esta receta, que les permitiría colocar sus excedentes de liquidez, hoy improductivos. Boudou confía en seguir gravitando sobre la Casa Rosada. Aunque para ese objetivo debería bajar un poco el perfil. Pingüinología básica.
La Presidenta dará una pista del camino elegido con la designación del próximo ministro de Economía. Boudou promueve a su secretario de Finanzas, Hernán Lorenzino. También compiten Diego Bossio (Anses), Juan Carlos Pessoa (Hacienda) y Juan Carlos Fábrega (Banco Nación). Aunque este último, indagado por la señora de Kirchner, manifestó desinterés por el cargo. Hay otra hipótesis y es que al Palacio de Hacienda vaya alguien de mayor confianza y jerarquía: De Vido. Sería comprensible. La Presidenta no tiene que reemplazar a Boudou. Debe cubrir una vacante que dejó Kirchner. Otra más..
No hace falta ser un experto para advertir esa fatiga. En 2003, cuando Néstor Kirchner llegó al poder, el gasto público era de 14 puntos del PBI. Hoy es de 26. El superávit primario era de 5 puntos del PBI. Hoy es 0. El tipo de cambio multilateral era entonces de 2,5. Hoy es de 1,5. El deterioro se vio disimulado por el aumento de los precios internacionales: hace ocho años se exportaba soja por una suma equivalente a lo que hoy recauda el Gobierno por las retenciones a esas exportaciones.
No es la primera vez que la sociedad argentina reelige a un presidente peronista para premiar a una economía que ya ha dado lo mejor de sí. En 1995, José Octavio Bordón hizo su campaña contra Carlos Menem denunciando un proceso recesivo que para la mayoría resultaba imperceptible. El 14 de mayo, Menem ganó por el 49,9% de los votos. Un mes después el país se enteró de que la desocupación había llegado al 18,6%.
El 11 de noviembre de 1951 Juan Perón consiguió la reelección por el 62,49% de los votos. Pero el 19 de febrero de 1952 pronunciaba este discurso: «La economía justicialista establece que de la producción del país se satisface primero la necesidad de sus habitantes y solamente se vende lo que sobra. Claro que aquí los muchachos con esa teoría cada día comen más y, como consecuencia, cada día sobra menos. Pero han estado sumergidos, pobrecitos, durante cincuenta años; por eso yo los he dejado que gastaran y que comieran y que derrocharan durante cinco años todo lo que quisieran. (?) Pero, indudablemente, ahora empezamos a reordenar para no derrochar más?».
Como recuerda Juan Carlos Torre, «a partir de 1952 Perón privilegió la estabilidad por sobre la expansión, la agricultura sobre la industria, la iniciativa privada y el capital extranjero por sobre el crecimiento del sector público».
Aquel giro fue, sin embargo, una excepción. Los gobernantes reelegidos suelen perder plasticidad. En principio, porque interpretan el respaldo del público como una señal indiscutible de que están en lo cierto. Al confundir una regla de validez -la de la cantidad de votos obtenidos- con un criterio de verdad, se vuelven menos tolerantes con las críticas. Además, los suele ganar un miedo comprensible a deshacerse de aquello que, al parecer, ha sido el secreto de la victoria.
Cristina Kirchner no ignora las inquietudes que genera su gestión de la economía. Sus reuniones con banqueros, constructores e industriales son más frecuentes que las que mantiene con sindicalistas o intendentes. Hasta recibió a la Fundación Mediterránea, antigua cuna de Domingo Cavallo.
En las entrevistas más reducidas, la Presidenta intenta conjurar algunos de los fantasmas que persiguen a los siempre trémulos hombres de negocios. Por ejemplo, a un directivo de la UIA que confesó su temor por que Roberto Feletti hablara de «radicalizar el populismo», le preguntó: «¿Y dónde está ahora Feletti? ¿Lo hice ministro de Economía o va al Congreso?». Con la misma lógica refutó los desbordes de Hugo Moyano: «¿En qué lugar de la lista de diputados va el apellido Moyano? Octavo, ¿no?». Cristina Kirchner desdramatiza también, a lo Perón, la combatividad de los chicos de La Cámpora, cuya deriva izquierdizante no deja dormir a muchos empresarios: «Ustedes están confundidos. Ellos son gente que se suma a un proyecto, no vienen a tirar piedras». El avance de esos jóvenes continúa. La última versión salida de Olivos es que Eduardo «Wado» de Pedro, acaso el preferido de la Presidenta, podría convertirse en jefe del bloque oficialista de Diputados.
Aquellas preocupaciones son folklóricas comparadas con las limitaciones tangibles de la economía. La más obvia es la inflación. Si es por las conversaciones con los empresarios, la Presidenta sigue negándola. Aun cuando Facundo Moyano acaba de reconocer que «la inflación se dibuja para pagar menos deuda». Pero la Presidenta prefiere los argumentos de Guillermo Moreno, para quien la carrera de los precios es una patraña de los diarios.
El déficit energético tiene en vilo al Gobierno. No tanto porque impone cortes cada vez más frecuentes en el suministro industrial, sino porque obliga a aumentar la importación de gas y combustibles. Esa cuenta, que en 2010 fue de US$ 4500 millones, este año es de US$ 8500 millones y para 2012 podría alcanzar los US$ 11.000 millones. Amado Boudou se resiste a firmar el cheque y, en voz baja, adelanta a los empresarios: «Esperen al 24 de octubre y empezaremos a analizar un aumento de tarifas».
Los empresarios abordan el problema por su irracionalidad social. «Usted está pagándoles la luz a los que viven en torres de lujo», le dijo un industrial a la Presidenta. Ella contestó: «Eso lo vamos a corregir».
No es la primera vez que se escucha esa promesa. Aunque ahora podría esperarse una mejora de precios para la extracción de gas y petróleo, eterno reclamo de Sebastián Eskenazi, interlocutor habitual de la señora de Kirchner. Ella sigue estudiando la creación de un Ministerio de Energía, a la brasileña. Para encabezarlo compiten dos hombres de Julio De Vido: Roberto Baratta e Iván Heyn, un revolucionario de La Cámpora que desde hace años está apostado en la presidencia de la Corporación Puerto Madero, su Sierra Maestra. Heyn circula también como eventual reemplazante de Moreno. Es el enésimo vaticinio sobre la salida del secretario de Comercio, aunque algún ministro dice que esta vez lo escuchó de labios de la Presidenta. Mejor que sea cierto. Por la salud de Heyn.
La discusión sobre tarifas resulta verosímil no por razones energéticas sino financieras. La importación de gas y combustibles está impactando en la principal fisura de la política económica: la escasez de dólares, consecuencia de la reducción del superávit y del aumento de la fuga de capitales. Ese superávit, que el año pasado fue de US$ 12.500 millones, este año será de US$ 8000 millones. Una cifra muy pequeña para financiar una salida de divisas neta que este año será de US$ 5000 millones.
La Presidenta tiene tres vías para sortear esta encrucijada. Una es convertirse a la ortodoxia, entre otras medidas, con una suba en la tasa de interés para impedir la salida de capitales. Impensable.
Otra opción, auspiciada por los industriales, es acentuar la devaluación del peso. También es desagradable. La fiesta de consumo que se registra en la Argentina, crucial para el triunfo del Gobierno, está facilitada porque todos los precios aumentan al 25%, salvo el dólar, que lo hace al 10%. Esta es la razón por la cual en los últimos tres años se duplicó la capacidad de compra de electrodomésticos, que tienen precios fijos en dólares.
La tercera alternativa es endeudarse. Se podría compensar la falta de dólares sin renunciar, al menos por un tiempo, a las delicias del «modelo». Es decir: a los acreedores se les pagaría emitiendo bonos y no emitiendo pesos, como ahora. Cuando le preguntaron, el lunes pasado, si la Argentina saldría a los mercados, Cristina Kirchner contestó con misteriosas referencias al G-20. Pero Boudou confesó esa estrategia a un economista de la oposición con el que se cruzó en un programa de TV. Los banqueros amigos del ministro auspician esta receta, que les permitiría colocar sus excedentes de liquidez, hoy improductivos. Boudou confía en seguir gravitando sobre la Casa Rosada. Aunque para ese objetivo debería bajar un poco el perfil. Pingüinología básica.
La Presidenta dará una pista del camino elegido con la designación del próximo ministro de Economía. Boudou promueve a su secretario de Finanzas, Hernán Lorenzino. También compiten Diego Bossio (Anses), Juan Carlos Pessoa (Hacienda) y Juan Carlos Fábrega (Banco Nación). Aunque este último, indagado por la señora de Kirchner, manifestó desinterés por el cargo. Hay otra hipótesis y es que al Palacio de Hacienda vaya alguien de mayor confianza y jerarquía: De Vido. Sería comprensible. La Presidenta no tiene que reemplazar a Boudou. Debe cubrir una vacante que dejó Kirchner. Otra más..
EL ARTICULO ES BASTANTE RAZONABLE