Cuando se enciende la luz roja

Distintas responsabilidades frente a un crimen atroz. Espacios resignados por las autoridades policiales, ocupados por los medios. La intervención en los hechos, las responsabilidades de quien comunica. Los derechos de los menores, el modo en que se los trata. Un Chiche en cuestión. Propuestas módicas.
Imagen: Télam.
La espiralización del suceso impone una aclaración básica, que sería redundante en un contexto menos excitado y brutal. Los exclusivos culpables del homicidio calificado de la menor Candela Rodríguez son los criminales que la secuestraron y mataron. Un asesinato atroz, que alude a los niveles más bajos de la naturaleza humana.
Otra, muy otra, es la responsabilidad de quienes investigaron mal el caso. Otra, una tercera, la de aquellos que entorpecieron la pesquisa con intromisiones indebidas, los que comunicaron sin recato ni apego a mínimas reglas del arte, con sensacionalismo procaz y (aun) violando normas y reglas.
Debe distinguirse a los asesinos de aquellos cuya conducta podría (se subraya el condicional) haber ser sido detonante de la comisión de los crímenes, en la perversa mentalidad de sus autores. Nada excusa un asesinato, nada equipara a alguien que no formó parte del plan criminal con sus integrantes, nada iguala las responsabilidades sociales, mediáticas o estatales con las culpas penales. Dicho esto, vamos al núcleo de esta nota.
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Los familiares de las víctimas de un delito merecen variadas formas de amparo y tutela. Entre las más importantes: ser protegidos y contenidos por las autoridades policiales y políticas, tener acceso como emisores a los medios de difusión, ser arropados (por ponerlo de algún modo) por la sociedad civil.
Esa centralidad, que en nuestro país tiene antecedentes e historia encomiable, no debe transformar a tales víctimas (los amigos y familiares lo son) en sustitutos de las agencias o instituciones estatales. No les compete asumir labores propias de jueces, fiscales o policías. Excede sus competencias y capacidades organizar la pesquisa y la comunicación masiva, componente ineludible de la misma. Tampoco es adecuado tomarlos como referencia acerca de propuestas de reforma penal o judicial. Menos que menos, en medio de la conmoción emocional lógica en tales circunstancias. Ni es misión de periodistas, canales de tevé o radios, comunicadores o entidades privadas, por loables que fueran sus fines y trayectoria.
En el caso que nos ocupa, en un estadio ya reemplazado, la madre de Candela, los medios y alguna ONG desempeñaron ese rol. No es la primera vez ni es un fenómeno exclusivamente local. La mala praxis compartida no dispensa el error o las demasías.
Ya pasó con Juan Carlos Blumberg o con la infortunada madre que fabuló un asalto seguido de muerte en Saladillo. Durante días, un conjunto de improvisados –encabezado en esta tragedia por la mamá, Carola Labrador– condujo una tarea delicada, sin oficio ni saberes ni incumbencias.
Es abusivo reclamar autocontrol a las víctimas, acuciadas por el dolor, la angustia y la necesidad. A los que son profesionales, cobran por su desempeño y ejercen la constitucional y sagrada libertad de prensa, cabe exigirles mayor apego a la responsabilidad y, aún, a las leyes vigentes.
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Con una autoridad sustentada en su dilatada trayectoria, el ex juez federal y ex ministro de Seguridad León Carlos Arslanian desmenuzó la cantidad de reglas de oro de procedimiento que se omitieron en los días de la búsqueda. Los delincuentes miran y escuchan, es un hecho reconocido. El cronista recuerda una película en la que John Travolta, encarnando a un secuestrador torpe y de escaso caletre, se entretenía viéndose por televisión mientras convivía con sus rehenes.
Anunciar con antelación todas las acciones (bastante a menudo mandando fruta o carne podrida), transmitir los allanamientos mientras se realizaban, divulgar una llamada telefónica sujeta a estudio y averiguación son apenas los ejemplos más chocantes de una cadena de datos que se compartió desaprensivamente (en bandeja y en tiempo real) con los secuestradores. Hay momentos, conforme a los protocolos, en que deben enviárseles mensajes. Es de manual que debe estar a su cargo un profesional que maneje una estrategia y no un sinnúmero anárquico de periodistas, en procura de una primicia o una ventaja en el rating. Un colectivo improbable en el que la competencia interna azuza las peores tendencias.
Si en el fragor del minuto a minuto los medios audiovisuales usurpan espacios que no les conciernen, hay una falla primaria de las autoridades que resignaron ese espacio, total o parcialmente. Y que, verosímilmente, filtraron el todo o parte de la data que se divulgó. Pero el editor de un programa de tevé o de radio no es un ser inerte, un robot que encauza un flujo incontenible de información. Es un emisor responsable que tiene deberes éticos y sociales, con capacidad de discernir y resolver qué saca al aire y qué preserva.
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Más subleva que sorprende la ausencia de autocrítica o introspección de los medios intervinientes y sus comunicadores. La tele, en especial, no es dada a esos interrogantes. La incongruencia es chocante siempre, en algunos puntos frisa lo deslumbrante. Desde hace añares se critica la falta de cuidado policial con la escena del crimen, la mala preservación de las pruebas, la dificultad en conservar intactos lugares o elementos que deben ser objeto de pericias o análisis. El reproche es justificado, pero es forzoso hablar (hacerse cargo) de la concurrencia de conductas. Cuando las cámaras y los micrófonos profanan espacios que deben quedar intocados contribuyen al desquicio que, sin solución de continuidad, habrán de fustigar. Más aún, su intervención es determinante: sin bulimia informativa, el desquicio no se completaría.
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Todos los derechos amparados por la Constitución, hasta los más amplios, como la libertad de expresión, están sujetos a las leyes que reglamentan su ejercicio. En lo referente a menores hay reglas que limitan su exposición, el uso de imágenes, hasta la difusión de sus nombres. Un desempeño sensato y sistémico debería ir más allá de esas premisas básicas e inderogables: cuidar a los chicos, hacerse cargo de su intimidad, de su vulnerable sensibilidad, de sus temores. La conducta promedio corre en sentido contrario: se desacatan los imperativos legales (en este crimen, como en tantos otros), se bartolean teorías sobre su existencia, se sanatea con liviandad, como cuando se habla sobre rumores de la farándula.
El cronista vio bastante material televisivo, algo escuchó en la radio. En un sistema de medios tan diverso es imposible captar todo, la muestra que presenció sobra para comprobar falta de apego a la ley y de respeto a los derechos de los menores. Vayan dos ejemplos, el más tremendo merecerá el siguiente apartado.
Proliferaron reportajes a compañeras de colegio de Candela, preadolescentes pues. Se les inquirió acerca de la relación con su padre, que está preso. Su afecto, la intensidad del trato, si hablaba de él. Redunda explicar que las entrevistas buscaban puntos oscuros que las entrevistadas no capacitan para iluminar. Pero que sí entienden e internalizan, con la consiguiente conmoción. Esas notas son cuestionables, el cronista cree que algunas coquetearon con lo ilegal. Y, si se admiten conceptos que parecen no estar de moda ni en el centro de la polémica, fueron desconsideradas y agresivas.
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Este cronista es poco afecto a consignar nombres propios en cuestionamientos generales como éste, alusivos a patrones de conducta corporativos y profesionales, no a individualidades. No prescribe esa conducta para colegas, no cree que sea imperativa ni mucho menos. Se aviene a su forma de razonar y a prevenir que un análisis general desbarre hacia la personalización excesiva. Ese criterio debe ser dejado de lado para ciertos ejemplos límite, como fueron las palabras de Samuel Gelblung en su programa de Radio Mitre. Con su tono langa y confianzudo, Chiche Gelblung se internó en un territorio delicado, exótico a su idiosincrasia, y pronunció conceptos imperdonables. Basado en su pura intuición, anticipó (cuando Candela seguía viva) que, a su ver, “la levantaron” para violarla. La expresión culpabiliza de modo oblicuo y ruin a la víctima. Añadió detalles sórdidos acerca del momento en que pudo ocurrir el secuestro, “una tarde de feriado, con frío y sol”.
Hay límites que nadie debe transgredir, menos que nadie quien cobra por informar o comunicar. Un micrófono abierto al público no es una mesa de café ni un vestuario.
La mala fe prevaleciente cuando se polemiza hoy día fuerza a especificaciones obvias. La mención no reclama censura ni restricciones a la radio o al periodista. Ni sanciones, salvo las que pudieran peticionar ante los tribunales asesores de menores u organismos especializados en su defensa.
Se expresa, sí, el repudio. Y, con delicadeza, se convoca a que periodistas, dirigentes políticos de cualquier color, entidades gremiales de la comunicación, intelectuales y académicos levanten su voz por una vez, pidiendo que la barbarie se corte en algún punto.
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Una paradoja recurrente: los medios reclaman “justicia”, incitan a “la gente” a hacer lo propio. Al unísono, sustituyen la delicada labor de los Tribunales: imponen tiempos y criterios propios, condenan sin defensa y en tiempo record. En paralelo, no se someten a las regulaciones legales que les conciernen. Es un problema mundial, no una invención autóctona.
Un ejemplo canónico viene, tal vez, a cuento para demostrar la feroz autonomía de medios autoerigidos en representantes de “la gente”.
Fue el asesinato del chico inglés James Patrick Bulger, que fue secuestrado y asesinado por dos menores de diez años en 1993. El hecho conmocionó a la sociedad, se juzgó a los autores como si fueran adultos. Se los condenó a prisión hasta que llegaran a la mayoría de edad. Los severísimos jueces establecieron una salvaguarda: no dar a conocer sus nombres para posibilitarles buscar una nueva vida, tras purgar su pena. Algunos medios desacataron la orden, se invistieron en defensores del derecho de los ciudadanos a conocer los datos para estar prevenidos. Divulgaron nombres, apellidos, imágenes, trastrocando de modo irrevocable el camino de la readaptación.
Los medios imponen su propia ley, arrogándose una legitimidad superior. Hay un aire de familia con cuestiones domésticas que nos son más cercanas.
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Carola Labrador era una referente social, interpelada siempre por su nombre de pila, ensalzada, retratada todo el tiempo. En el fragor del minuto a minuto, la crónica derivó de la apología a algo cercano a la culpabilización. La madre de Candela hablaba de modo llamativo dirigiéndose a los secuestradores (lo que estuvo patente desde el vamos, pero se computó después de aparecer el cuerpo), estuvo en pareja y está casada con hombres encarcelados. Ahora el sentido común televisivo la pone bajo sospecha, acumula datos irrelevantes, recorre atajos. Apurarse a condenar, he ahí un mandato cuando se enciende la luz roja. El filicidio es un crimen tremebundo, una traición a los principios humanos más sagrados. El mundo está lleno de personas poco recomendables, antipáticas o de delincuentes que no caen tan bajo. A falta de condena penal, todos son inocentes.
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Suena casi imposible que se llegue a saber si el desenlace fue consecuencia total o parcial de la indebida interferencia de los medios, a los que se agregaron artistas reconocidos que actuaron movidos por las mejores intenciones. Hasta en el imaginario supuesto de confesión de un asesino en tal sentido lo suyo sería una versión. Pero es cabal que se obró sin tino ni responsabilidad. Se intervino en la investigación, se desempeñó un rol activo.
Cuando se discute el poder de las empresas mediáticas éstas escamotean su peso económico, su condición de gran jugador en ese terreno. Cuando se coloca bajo la lupa el desempeño de medios o periodistas, éstos se autorretratan como simples intermediarios que irrumpen, organizan, movilizan, inciden en el resultado. No hay tal, son coactores, lo que desnuda como falaz y maniquea la remanida metáfora del “mensajero” al que (hiperbólicamente) alguien quiere “matar”.
La lógica de las presencias reconocidas y de la agitación a los vecinos puede ser funcional para la búsqueda de paradero, no es para cualquier tipo de delito. Se repitieron fallas recurrentes, se impone la autocrítica. No hay reparación posible en el suceso actual, sí hay un futuro para manejarse mejor.
El cronista no tiene una solución a mano para los problemas que describió, a vuelo de pájaro. Apenas propone a los concernidos un poco de reflexión, acaso algunos ámbitos colegiados para discutir, acaso explorar la hipótesis de reglas muy primarias, consensuadas, humanistas. Parecería poco, en el contexto sería un avance inesperado.mwainfeld@pagina12.com.ar

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