Por Ricardo Ragendorfer
Facsímil del diario El País. La fuga puso en rídiculo al gobierno. || Facsímil del diario El País. Punta Carretas ahora era un símbolo. ||
El 6 de septiembre de 1971, unos 105 militantes tupamaros y seis presos comunes se fugaron del penal de Punta Carretas. Semejante número de evadidos jamás pudo ser superada en ningún otro lugar del mundo. Hoy, a cuatro décadas de aquella gesta, algunos de esos viejos prófugos encabezan el gobierno democrático del Uruguay. A los 78 años, el taxista jubilado Jesús Torretas suele tomar mate durante las mañanas de sol sentado en un banquito que su yerno le coloca en la vereda del domicilio que habita desde mediados del siglo pasado. Ese domicilio es un descascarado caserón situado sobre la avenida Ellauri, en el barrio de Punta Carretas, al sur de Montevideo, justo frente al shopping más elegante de la ciudad. Era casi el mediodía del primer viernes de septiembre, y el anciano, con la cabeza gacha, auscultaba la portada del diario El País. Es que una noticia había concitado su atención: “El ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, negocia con una enviada de Obama el retraso en el pago de las ONU a las tropas uruguayas”. Entonces, los ojos de don Jesús se clavaron por unos segundos en la fotografía del funcionario; luego los alzó, para enfocar la fachada del centro comercial. Tal vez en aquel instante su mente haya retrocedido cuatro décadas, cuando dicha edificación no era precisamente un shopping; e, incluso, es posible que tal recuerdo empezara con una llamada telefónica que él mismo hiciera a la Jefatura de Policía durante el alba del 6 de septiembre de 1971.
–Soy el dueño de la casa que está frente al Penal de Punta Carretas– dijo, a modo de saludo.
Y tras un breve silencio, agregó:
–Se acaban de fugar los presos.
Desde el otro lado de la línea, una voz adormilada le contestaría:
–Espere un momento, que llamamos a la cárcel.
Y tras otro breve silencio, aquella voz regresó al auricular.
–Dicen en la cárcel que está todo normal.
Su tono sonaba aún más adormilado.
–Pero, señor, no le estoy mintiendo. ¡Hicieron un túnel que desemboca en mi casa!
La respuesta fue:
–Disculpe, pero no moleste más, imbécil.
Y se escuchó el click que dio por terminada comunicación. Minutos después, el director del penal pasó con una linterna por las celdas.
–¡No hay nadie!– fue lo único que atinó a gritar.
–¡Acá tampoco!– le contestó un guardia, desde la otra punta.
Las sirenas empezaron a sonar. Y los presos que no se fueron observaban la escena por las mirillas de sus celdas, sin dejar de reírse.
Mientras tanto, el señor Torretas era sacado de su casa por una patrulla de militares a punta de fusil. “¡Yo fui el que avisó!”, bramaba una y otra vez.Días de guardar. Fernández Huidobro, quien a los 27 años ya era uno de los principales dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MNL-T), ingresó al penal de Punta Carretas en octubre de 1969, tras ser apresado el 8 de ese mes durante la toma de Pando, un audaz operativo guerrillero que incluyó el copamiento de la comisaría, el cuartel de bomberos, la central telefónica y dos sucursales bancarias de dicha ciudad, situada a 32 kilómetros de Montevideo. Lo cierto es que él exhibía las huellas del tratamiento dispensado por sus captores durante casi una semana de permanencia en las mazmorras de la policía. En Punta Carretas ya había unos 200 militantes tupamaros.
En agosto de 1970, llegaría a esa cárcel el fundador y jefe del MLN-T, Raúl Sendic. Éste, quien en Uruguay ya era una leyenda viviente, había sido capturado en medio de las negociaciones entre aquella organización y el gobierno encabezado por Jorge Pacheco Areco para liberar al norteamericano Dan Mitrione, un instructor del FBI en técnicas de contrainsurgencia secuestrado por los tupamaros. El tipo sería ejecutado unos días después, lo cual tensaría hasta límites extremos la situación política del país.
Pacheco Areco, un dirigente del Partido Colorado que asumió la presidencia en diciembre de 1967, fue el timonel de una suerte de dictadura constitucional, la cual consistió en aplicar un programa económico recesivo, junto a un recorte de los derechos y garantías individuales, a través del estado de sitio y la represión. Sería el debut de la Doctrina de la Seguridad Nacional en la Banda Oriental. En medio de tales circunstancias, el MLN-T, surgido a mediados de los ’60 en apoyo a los cañeros de azúcar del norte del país, intensificaría su estrategia militar y clandestina frente a los embates del incipiente terrorismo de Estado.
Ahora, en el crudo invierno de 1970, el Bebe –así como todos le decían a Sendic– se reencontraría con Fernández Huidobro y Pepe Mujica, entre otros integrantes de su Estado Mayor, además de otros cuadros. Y también trabó un vínculo fraterno con el Loco Arión, un preso común que tendría un peso crucial en la historia que se estaba por desatar.El preso de la celda 73. El nombre de pila de Arión se extravió en las hendijas del tiempo; sólo se sabe que ese hombre alto, desgarbado de mirada encendida se apellidaba Salazar. También se sabe que tenía una obsesión: los Ovnis. El tipo creía en los platos voladores y no descansaba en su empeño de comunicarse con seres extraterrestres. A la vez, supo ser un avezado asaltante, respetado en los ambientes de avería e indeseable por los guardias del penal debido a su peligrosidad. Lo cierto es que desde el ingreso en Punta Carreta de los primeros presos políticos, éstos no tardaron en advertir otra virtud en él: su sentido de la solidaridad. En resumidas cuentas, los tupas presos lograron que Arión fuera alojado en la celda 73. Se trataba, por cierto, de un sitio clave en el plan de fuga que el Bebe y los suyos comenzaban a pergeñar. El plan –según sus hacedores– consumaría un sería un verdadero abuso hacia las autoridades. Pues así se bautizó tal emprendimiento: la Operación Abuso.
En este punto, es necesaria una composición de lugar. Punta Carretas tenía 400 celdas divididas en cuatro pisos. En el medio, un patio con su puesto de observación. Un verdadero panóptico. Para construir el túnel desde adentro (antes se intentó cavar desde afuera, pero sin éxito) era necesario lograr que los carceleros alojaran en una celda estratégica a un preso común para no despertar sospecha. Esa era la celda 73.
Así fue como Arión fue a dar con sus huesos a ese agujero oscuro. Además, se debían copar dos casas; una para salir del penal y otra para sacar a la calle el tropel de presos sin levantar sospechas. Una de ellas fue la casona de la avenida Ellauri.
“La construcción del túnel comenzó el 11 de agosto de 1971, después de las siete de la mañana, cuando terminó el control de presos en las celdas. En verdad, habíamos comenzado a desarrollar el plan mucho antes, cuando empezamos a abrir los huecos entre celda y celda que nos permitirían formar un gran corredor interno por el que pasaríamos todos hasta la celda 73. Una última parte consistía en abrir huecos en los techos de algunas celdas para conectar los cuatro pisos de la planchada”,relataría El Ñato –así es como le decían a Fernández Huidobro– muchos años después.
De ese modo, a los conjurados se les ocurrió que podían abrir huecos entre celdas. Ello simplificó el asunto. Y lo hicieron de la siguiente manera: atravesaban una fina aguja por un agujero y, serruchando desde los dos lados, el material salía con facilidad.Entonces,decidieron seguir la línea de la mezcla que une los ladrillos para abrir un hueco de unos 60 centímetros de ancho por 40 de alto. De ese modo, los pedazos de concreto salían con facilidad, como en bloque.
Para los primeros días de septiembre el plan de fuga marchaba sin pausa ni respiro, pero con las dificultades lógicas de semejante obra maestra de la ingeniería, en su variante más desesperada: la falta de aire, la fatiga de los encargados de abrir la tierra a dentelladas, con pequeñas puntas de hierro o el encuentro con duras moles de piedra que no estaban en los cálculos.
Cuando ya se había socavado unos 20 metros de túnel, los tupas se encontraron con los restos de otro túnel, el que en 1931 sirvió para que siete anarquistas expropiadores se fugaran de ese mismo penal. Semejante hallazgo fue, a todas luces, una bocanada de oxígeno más que simbólica: cuatro décadas después, ellos, los militantes encarcelados del MLN-T desandarían ese mismo camino, no sin antes dejar una inscripción: “Aquí se cruzan dos generaciones. Dos ideologías y un mismo destino ¡La Libertad!”.La ceremonia del adiós. Durante la noche del 5 de septiembre, los internos alojados en los pabellones tupamaros respetaron la rutina de siempre. Horas después, bajo un silencio sepulcral, 105 presos políticos y seis comunes iniciaron su camino hacia el exterior.
El taxista Torretas, no sin una mezcla de azoro y terror, vio cómo aquella interminable procesión de guerrilleros brotaba del orificio que, súbitamente, había estallado en medio de su patio. Y tras emerger el último evadido, escuchó que una voz le decía a sus espaldas: “Ya se terminó todo, pero ustedes no salgan a la calle antes de media hora, porque tenemos gente vigilando con armas largas”. A los 30 minutos, exactamente, el tipo se comunicaría a la policía.
Ahora, a 40 años de ese luminoso amanecer, con los ojos clavados en la foto del antiguo prófugo que ahora es ministro de un gobierno encabezado por otro viejo evadido, don Jesús tal vez haya evocado la respuesta del suboficial que en aquella ocasión atendió su llamada: “No moleste más, imbécil”.
Facsímil del diario El País. La fuga puso en rídiculo al gobierno. || Facsímil del diario El País. Punta Carretas ahora era un símbolo. ||
El 6 de septiembre de 1971, unos 105 militantes tupamaros y seis presos comunes se fugaron del penal de Punta Carretas. Semejante número de evadidos jamás pudo ser superada en ningún otro lugar del mundo. Hoy, a cuatro décadas de aquella gesta, algunos de esos viejos prófugos encabezan el gobierno democrático del Uruguay. A los 78 años, el taxista jubilado Jesús Torretas suele tomar mate durante las mañanas de sol sentado en un banquito que su yerno le coloca en la vereda del domicilio que habita desde mediados del siglo pasado. Ese domicilio es un descascarado caserón situado sobre la avenida Ellauri, en el barrio de Punta Carretas, al sur de Montevideo, justo frente al shopping más elegante de la ciudad. Era casi el mediodía del primer viernes de septiembre, y el anciano, con la cabeza gacha, auscultaba la portada del diario El País. Es que una noticia había concitado su atención: “El ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, negocia con una enviada de Obama el retraso en el pago de las ONU a las tropas uruguayas”. Entonces, los ojos de don Jesús se clavaron por unos segundos en la fotografía del funcionario; luego los alzó, para enfocar la fachada del centro comercial. Tal vez en aquel instante su mente haya retrocedido cuatro décadas, cuando dicha edificación no era precisamente un shopping; e, incluso, es posible que tal recuerdo empezara con una llamada telefónica que él mismo hiciera a la Jefatura de Policía durante el alba del 6 de septiembre de 1971.
–Soy el dueño de la casa que está frente al Penal de Punta Carretas– dijo, a modo de saludo.
Y tras un breve silencio, agregó:
–Se acaban de fugar los presos.
Desde el otro lado de la línea, una voz adormilada le contestaría:
–Espere un momento, que llamamos a la cárcel.
Y tras otro breve silencio, aquella voz regresó al auricular.
–Dicen en la cárcel que está todo normal.
Su tono sonaba aún más adormilado.
–Pero, señor, no le estoy mintiendo. ¡Hicieron un túnel que desemboca en mi casa!
La respuesta fue:
–Disculpe, pero no moleste más, imbécil.
Y se escuchó el click que dio por terminada comunicación. Minutos después, el director del penal pasó con una linterna por las celdas.
–¡No hay nadie!– fue lo único que atinó a gritar.
–¡Acá tampoco!– le contestó un guardia, desde la otra punta.
Las sirenas empezaron a sonar. Y los presos que no se fueron observaban la escena por las mirillas de sus celdas, sin dejar de reírse.
Mientras tanto, el señor Torretas era sacado de su casa por una patrulla de militares a punta de fusil. “¡Yo fui el que avisó!”, bramaba una y otra vez.Días de guardar. Fernández Huidobro, quien a los 27 años ya era uno de los principales dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MNL-T), ingresó al penal de Punta Carretas en octubre de 1969, tras ser apresado el 8 de ese mes durante la toma de Pando, un audaz operativo guerrillero que incluyó el copamiento de la comisaría, el cuartel de bomberos, la central telefónica y dos sucursales bancarias de dicha ciudad, situada a 32 kilómetros de Montevideo. Lo cierto es que él exhibía las huellas del tratamiento dispensado por sus captores durante casi una semana de permanencia en las mazmorras de la policía. En Punta Carretas ya había unos 200 militantes tupamaros.
En agosto de 1970, llegaría a esa cárcel el fundador y jefe del MLN-T, Raúl Sendic. Éste, quien en Uruguay ya era una leyenda viviente, había sido capturado en medio de las negociaciones entre aquella organización y el gobierno encabezado por Jorge Pacheco Areco para liberar al norteamericano Dan Mitrione, un instructor del FBI en técnicas de contrainsurgencia secuestrado por los tupamaros. El tipo sería ejecutado unos días después, lo cual tensaría hasta límites extremos la situación política del país.
Pacheco Areco, un dirigente del Partido Colorado que asumió la presidencia en diciembre de 1967, fue el timonel de una suerte de dictadura constitucional, la cual consistió en aplicar un programa económico recesivo, junto a un recorte de los derechos y garantías individuales, a través del estado de sitio y la represión. Sería el debut de la Doctrina de la Seguridad Nacional en la Banda Oriental. En medio de tales circunstancias, el MLN-T, surgido a mediados de los ’60 en apoyo a los cañeros de azúcar del norte del país, intensificaría su estrategia militar y clandestina frente a los embates del incipiente terrorismo de Estado.
Ahora, en el crudo invierno de 1970, el Bebe –así como todos le decían a Sendic– se reencontraría con Fernández Huidobro y Pepe Mujica, entre otros integrantes de su Estado Mayor, además de otros cuadros. Y también trabó un vínculo fraterno con el Loco Arión, un preso común que tendría un peso crucial en la historia que se estaba por desatar.El preso de la celda 73. El nombre de pila de Arión se extravió en las hendijas del tiempo; sólo se sabe que ese hombre alto, desgarbado de mirada encendida se apellidaba Salazar. También se sabe que tenía una obsesión: los Ovnis. El tipo creía en los platos voladores y no descansaba en su empeño de comunicarse con seres extraterrestres. A la vez, supo ser un avezado asaltante, respetado en los ambientes de avería e indeseable por los guardias del penal debido a su peligrosidad. Lo cierto es que desde el ingreso en Punta Carreta de los primeros presos políticos, éstos no tardaron en advertir otra virtud en él: su sentido de la solidaridad. En resumidas cuentas, los tupas presos lograron que Arión fuera alojado en la celda 73. Se trataba, por cierto, de un sitio clave en el plan de fuga que el Bebe y los suyos comenzaban a pergeñar. El plan –según sus hacedores– consumaría un sería un verdadero abuso hacia las autoridades. Pues así se bautizó tal emprendimiento: la Operación Abuso.
En este punto, es necesaria una composición de lugar. Punta Carretas tenía 400 celdas divididas en cuatro pisos. En el medio, un patio con su puesto de observación. Un verdadero panóptico. Para construir el túnel desde adentro (antes se intentó cavar desde afuera, pero sin éxito) era necesario lograr que los carceleros alojaran en una celda estratégica a un preso común para no despertar sospecha. Esa era la celda 73.
Así fue como Arión fue a dar con sus huesos a ese agujero oscuro. Además, se debían copar dos casas; una para salir del penal y otra para sacar a la calle el tropel de presos sin levantar sospechas. Una de ellas fue la casona de la avenida Ellauri.
“La construcción del túnel comenzó el 11 de agosto de 1971, después de las siete de la mañana, cuando terminó el control de presos en las celdas. En verdad, habíamos comenzado a desarrollar el plan mucho antes, cuando empezamos a abrir los huecos entre celda y celda que nos permitirían formar un gran corredor interno por el que pasaríamos todos hasta la celda 73. Una última parte consistía en abrir huecos en los techos de algunas celdas para conectar los cuatro pisos de la planchada”,relataría El Ñato –así es como le decían a Fernández Huidobro– muchos años después.
De ese modo, a los conjurados se les ocurrió que podían abrir huecos entre celdas. Ello simplificó el asunto. Y lo hicieron de la siguiente manera: atravesaban una fina aguja por un agujero y, serruchando desde los dos lados, el material salía con facilidad.Entonces,decidieron seguir la línea de la mezcla que une los ladrillos para abrir un hueco de unos 60 centímetros de ancho por 40 de alto. De ese modo, los pedazos de concreto salían con facilidad, como en bloque.
Para los primeros días de septiembre el plan de fuga marchaba sin pausa ni respiro, pero con las dificultades lógicas de semejante obra maestra de la ingeniería, en su variante más desesperada: la falta de aire, la fatiga de los encargados de abrir la tierra a dentelladas, con pequeñas puntas de hierro o el encuentro con duras moles de piedra que no estaban en los cálculos.
Cuando ya se había socavado unos 20 metros de túnel, los tupas se encontraron con los restos de otro túnel, el que en 1931 sirvió para que siete anarquistas expropiadores se fugaran de ese mismo penal. Semejante hallazgo fue, a todas luces, una bocanada de oxígeno más que simbólica: cuatro décadas después, ellos, los militantes encarcelados del MLN-T desandarían ese mismo camino, no sin antes dejar una inscripción: “Aquí se cruzan dos generaciones. Dos ideologías y un mismo destino ¡La Libertad!”.La ceremonia del adiós. Durante la noche del 5 de septiembre, los internos alojados en los pabellones tupamaros respetaron la rutina de siempre. Horas después, bajo un silencio sepulcral, 105 presos políticos y seis comunes iniciaron su camino hacia el exterior.
El taxista Torretas, no sin una mezcla de azoro y terror, vio cómo aquella interminable procesión de guerrilleros brotaba del orificio que, súbitamente, había estallado en medio de su patio. Y tras emerger el último evadido, escuchó que una voz le decía a sus espaldas: “Ya se terminó todo, pero ustedes no salgan a la calle antes de media hora, porque tenemos gente vigilando con armas largas”. A los 30 minutos, exactamente, el tipo se comunicaría a la policía.
Ahora, a 40 años de ese luminoso amanecer, con los ojos clavados en la foto del antiguo prófugo que ahora es ministro de un gobierno encabezado por otro viejo evadido, don Jesús tal vez haya evocado la respuesta del suboficial que en aquella ocasión atendió su llamada: “No moleste más, imbécil”.