Un político verdadero es el que marcha delante, no detrás de su sociedad. Un político verdadero es el que les dice a sus votantes cuál es el camino por transitar, no el que anda olfateando encuestas para saber en qué vereda pararse. El político verdadero no tiene miedo a perder elecciones. Sabe que, si hoy pierde, algún día ganará. El político medroso y cuyo único horizonte es ocupar un lugarcito al sol (llámese Estado) no puede permitirse perder; es decir, arriesgar. Los políticos medrosos necesitan garantías de que harán «una buena elección». Pero la paradoja de la política es que, parafraseando a la Biblia, según la cual los últimos serán los primeros, a la larga suele ganar quien no ha temido perder. Las sociedades no quieren oír la verdad, y se refugian en ideas que les ofrecen seguridad. Tiene que venir un gran político para hacerles entender que hay otros caminos.
Grandes políticos fueron perdedores: Salvador Allende perdió cuatro veces antes de alcanzar la presidencia de Chile, en 1970. François Mitterrand cayó ante Charles De Gaulle y Valéry Giscard d’Estaing y sólo ganó en su tercer intento, en 1981. Lula fue derrotado en 1989 por Fernando Collor de Melo (quien poco después renunció para no ser destituido por corrupción), y luego, dos veces más, en ambos casos, por Fernando Henrique Cardoso. Fui, como periodista, testigo directo de esas derrotas, y no olvidaré la imagen del líder del PT después de cada paliza electoral: con su cabeza de toro metida en los hombros y los ojos colorados, Lula consolaba a sus seguidores, que lloraban, y les repetía: los que hoy lloramos mañana reiremos.
A veces, el tiempo limitado que nos da la vida no le alcanza a un político -como no le alcanza a nadie, político o no- para hacer realidad los sueños.
Líber Seregni, por ejemplo, fue uno de los creadores del Frente Amplio uruguayo. Como candidato presidencial fue derrotado en 1971 y en 1989. Su Frente triunfó, con la candidatura de Tabaré Vázquez, recién en 2004, pero el general Seregni ya no pudo verlo porque había muerto tres meses antes. En la Argentina, grandes políticos afrontaron derrotas y no vieron sus frutos, aunque ganaron un lugar en la historia: Lisandro de la Torre, candidato a la presidencia en 1916, fue derrotado por Hipólito Irigoyen, y en 1931, esta vez con fraude, por Agustín P. Justo. No hubo una tercera oportunidad porque Lisandro, en 1939, se pegó un tiro en el corazón.
La paciencia, la perseverancia, el coraje moral ante la derrota contienen el germen de la victoria. Estas reflexiones vienen a cuento de lo que sucede en la Argentina, donde el próximo 23 de octubre se elegirá presidente. Pero pareciera que, para algunos políticos, en esa fecha no habrá elecciones presidenciales, sino legislativas. Las encuestas, realizadas ya sea sobre muestras sociológicas o a través de las elecciones primarias del 14 de agosto, aseguran el triunfo de Cristina Kirchner. Sin embargo, en la Argentina las encuestas fallan una y otra vez. Es que el electorado es móvil y las orientaciones políticas no están consolidadas. La diferencia entre un político auténtico y uno medroso es que el primero es esclavo de las encuestas y el segundo es amo de éstas, porque no las usa para refugiarse en ellas, sino para contradecirlas si no comparte lo que muestran.
Ortega y Gasset sostenía que el verdadero político, que él identificaba con Mirabeau, es «quien se desenvuelve eficazmente con alcances nacionales y políticos claros, como producto de su intelecto. Se es un político pequeño cuando el individuo se preocupa sólo por su supervivencia dentro del Estado o dentro del gobierno y se olvida que lo fundamental es el desarrollo de la Nación».
En la Argentina, tras las elecciones primarias del 14 de agosto, prevalece la confusión y la volatilidad del voto. El gobierno fue derrotado en Capital Federal, Santa Fe y Córdoba. Y ganó ampliamente las internas en el orden nacional. La opinión pública vacila, oscila y, a último momento, toma una decisión. Por eso las victorias tienen un plus de votos, un arrastre, que el periodismo expresa con la locución: «Fulano arrasó». Por eso Macri arrasó, por eso De la Sota arrasó y por eso Cristina Kirchner arrasó.
Las elecciones son opciones fugaces y momentáneas. Hay en la opinión pública un núcleo uniforme que obedece a mandatos de época. Son mandatos inciertos que se definen en un momento determinado; generalmente, en las horas previas a la votación. Son como moléculas sueltas que súbitamente se solidifican. Es posible que esta uniformidad de las decisiones finales tenga que ver con la multiplicación de las comunicaciones en un país como la Argentina, donde la cantidad de teléfonos celulares en funcionamiento ya ha sobrepasado la cantidad de habitantes.
Se elige entre lo que hay, pero lo que se elige hoy puede desecharse mañana. Por eso los oficialistas más lúcidos, al contrario de lo que machaca la «propaganda» del Gobierno, recelan del triunfalismo desatado por los resultados del 14 de agosto. Les inquieta el «ya se ganó» e intuyen que la desmesura en la victoria cosechada el 14 de agosto puede ser un caramelo envenenado.
La sociedad argentina está tratando de orientarse como si fuera un ciego (quizás un tuerto) que transita un camino desconocido. El 50% de los votos obtenidos por el Frente para la Victoria puede indicar una preferencia compacta y un «aire de época» sólidamente instalado. Pero ese «plus», que el oficialismo aspira a ampliar aun más en octubre, hasta llegar al 60%, también pudo significar un voto castigo contra la oposición, que se presentó ante las internas del 14 de agosto desarticulada por ambiciones personales y rencillas de cartel.
¿Qué pasaría si en octubre un candidato expresa una opción diferenciada y nítida que refleje el disconformismo que la mitad de los ciudadanos argentinos sentimos ante aspectos que lastran el gobierno de los Kirchner, llámense clientelismo, corrupción, retórica seudoizquierdista, ausencia de cambios estructurales, subsistencia de la pobreza, uso faccioso del Estado?
Los resultados del 14 de agosto pueden revertirse a condición de que un candidato crea realmente en la victoria y articule una opción diferenciadora del kirchnerismo. Ese candidato, a mi juicio, sólo puede ser Hermes Binner, por razones que ya se han expuesto sobradamente en los análisis y que tienen que ver con los límites de las candidaturas de Ricardo Alfonsín y Eduardo Duhalde. Si de entrada Binner acepta el rol de segundón que el sentido común le impone, si no pelea por la victoria desentendiéndose de los riesgos, si no acepta el desafío, nadie lo hará por él. ¿Podrá/querrá Binner abolir el lugar común de que él no es sino una «Cristina buena»? Porque si ese lugar común prevalece, prevalecerá también el siguiente razonamiento: «¿Para qué yo, elector, tendría que votar a Binner si es más o menos lo mismo que Cristina y a ella ya la conozco?».
Hermes Binner debería convencer a los argentinos de que es él ese «político auténtico» del que habla Ortega y Gasset. De que es el Mirabeau argentino. Y esto nada tiene que ver con insuflarle «bronce» a un candidato ni con otras operaciones de marketing. Por el contrario, muchas veces la sociedad se ve atraída hacia personas sencillas y discursos poco brillantes.
Para revertir la votación del 14 de agosto, la oposición debería explicar adecuadamente al electorado que una victoria basada en un acuerdo interpartidario sería la única garantía real de gobernabilidad, mientras que una victoria del oficialismo, minado como está por divisiones internas hoy camufladas por el rímel preelectoral, sería la más peligrosa introducción a la ingobernabilidad.
© La Nacion.
Grandes políticos fueron perdedores: Salvador Allende perdió cuatro veces antes de alcanzar la presidencia de Chile, en 1970. François Mitterrand cayó ante Charles De Gaulle y Valéry Giscard d’Estaing y sólo ganó en su tercer intento, en 1981. Lula fue derrotado en 1989 por Fernando Collor de Melo (quien poco después renunció para no ser destituido por corrupción), y luego, dos veces más, en ambos casos, por Fernando Henrique Cardoso. Fui, como periodista, testigo directo de esas derrotas, y no olvidaré la imagen del líder del PT después de cada paliza electoral: con su cabeza de toro metida en los hombros y los ojos colorados, Lula consolaba a sus seguidores, que lloraban, y les repetía: los que hoy lloramos mañana reiremos.
A veces, el tiempo limitado que nos da la vida no le alcanza a un político -como no le alcanza a nadie, político o no- para hacer realidad los sueños.
Líber Seregni, por ejemplo, fue uno de los creadores del Frente Amplio uruguayo. Como candidato presidencial fue derrotado en 1971 y en 1989. Su Frente triunfó, con la candidatura de Tabaré Vázquez, recién en 2004, pero el general Seregni ya no pudo verlo porque había muerto tres meses antes. En la Argentina, grandes políticos afrontaron derrotas y no vieron sus frutos, aunque ganaron un lugar en la historia: Lisandro de la Torre, candidato a la presidencia en 1916, fue derrotado por Hipólito Irigoyen, y en 1931, esta vez con fraude, por Agustín P. Justo. No hubo una tercera oportunidad porque Lisandro, en 1939, se pegó un tiro en el corazón.
La paciencia, la perseverancia, el coraje moral ante la derrota contienen el germen de la victoria. Estas reflexiones vienen a cuento de lo que sucede en la Argentina, donde el próximo 23 de octubre se elegirá presidente. Pero pareciera que, para algunos políticos, en esa fecha no habrá elecciones presidenciales, sino legislativas. Las encuestas, realizadas ya sea sobre muestras sociológicas o a través de las elecciones primarias del 14 de agosto, aseguran el triunfo de Cristina Kirchner. Sin embargo, en la Argentina las encuestas fallan una y otra vez. Es que el electorado es móvil y las orientaciones políticas no están consolidadas. La diferencia entre un político auténtico y uno medroso es que el primero es esclavo de las encuestas y el segundo es amo de éstas, porque no las usa para refugiarse en ellas, sino para contradecirlas si no comparte lo que muestran.
Ortega y Gasset sostenía que el verdadero político, que él identificaba con Mirabeau, es «quien se desenvuelve eficazmente con alcances nacionales y políticos claros, como producto de su intelecto. Se es un político pequeño cuando el individuo se preocupa sólo por su supervivencia dentro del Estado o dentro del gobierno y se olvida que lo fundamental es el desarrollo de la Nación».
En la Argentina, tras las elecciones primarias del 14 de agosto, prevalece la confusión y la volatilidad del voto. El gobierno fue derrotado en Capital Federal, Santa Fe y Córdoba. Y ganó ampliamente las internas en el orden nacional. La opinión pública vacila, oscila y, a último momento, toma una decisión. Por eso las victorias tienen un plus de votos, un arrastre, que el periodismo expresa con la locución: «Fulano arrasó». Por eso Macri arrasó, por eso De la Sota arrasó y por eso Cristina Kirchner arrasó.
Las elecciones son opciones fugaces y momentáneas. Hay en la opinión pública un núcleo uniforme que obedece a mandatos de época. Son mandatos inciertos que se definen en un momento determinado; generalmente, en las horas previas a la votación. Son como moléculas sueltas que súbitamente se solidifican. Es posible que esta uniformidad de las decisiones finales tenga que ver con la multiplicación de las comunicaciones en un país como la Argentina, donde la cantidad de teléfonos celulares en funcionamiento ya ha sobrepasado la cantidad de habitantes.
Se elige entre lo que hay, pero lo que se elige hoy puede desecharse mañana. Por eso los oficialistas más lúcidos, al contrario de lo que machaca la «propaganda» del Gobierno, recelan del triunfalismo desatado por los resultados del 14 de agosto. Les inquieta el «ya se ganó» e intuyen que la desmesura en la victoria cosechada el 14 de agosto puede ser un caramelo envenenado.
La sociedad argentina está tratando de orientarse como si fuera un ciego (quizás un tuerto) que transita un camino desconocido. El 50% de los votos obtenidos por el Frente para la Victoria puede indicar una preferencia compacta y un «aire de época» sólidamente instalado. Pero ese «plus», que el oficialismo aspira a ampliar aun más en octubre, hasta llegar al 60%, también pudo significar un voto castigo contra la oposición, que se presentó ante las internas del 14 de agosto desarticulada por ambiciones personales y rencillas de cartel.
¿Qué pasaría si en octubre un candidato expresa una opción diferenciada y nítida que refleje el disconformismo que la mitad de los ciudadanos argentinos sentimos ante aspectos que lastran el gobierno de los Kirchner, llámense clientelismo, corrupción, retórica seudoizquierdista, ausencia de cambios estructurales, subsistencia de la pobreza, uso faccioso del Estado?
Los resultados del 14 de agosto pueden revertirse a condición de que un candidato crea realmente en la victoria y articule una opción diferenciadora del kirchnerismo. Ese candidato, a mi juicio, sólo puede ser Hermes Binner, por razones que ya se han expuesto sobradamente en los análisis y que tienen que ver con los límites de las candidaturas de Ricardo Alfonsín y Eduardo Duhalde. Si de entrada Binner acepta el rol de segundón que el sentido común le impone, si no pelea por la victoria desentendiéndose de los riesgos, si no acepta el desafío, nadie lo hará por él. ¿Podrá/querrá Binner abolir el lugar común de que él no es sino una «Cristina buena»? Porque si ese lugar común prevalece, prevalecerá también el siguiente razonamiento: «¿Para qué yo, elector, tendría que votar a Binner si es más o menos lo mismo que Cristina y a ella ya la conozco?».
Hermes Binner debería convencer a los argentinos de que es él ese «político auténtico» del que habla Ortega y Gasset. De que es el Mirabeau argentino. Y esto nada tiene que ver con insuflarle «bronce» a un candidato ni con otras operaciones de marketing. Por el contrario, muchas veces la sociedad se ve atraída hacia personas sencillas y discursos poco brillantes.
Para revertir la votación del 14 de agosto, la oposición debería explicar adecuadamente al electorado que una victoria basada en un acuerdo interpartidario sería la única garantía real de gobernabilidad, mientras que una victoria del oficialismo, minado como está por divisiones internas hoy camufladas por el rímel preelectoral, sería la más peligrosa introducción a la ingobernabilidad.
© La Nacion.
Siguen dando vuelta sobre lo mismo: que la oposición (vista como una expresión única) se una y alcance el triunfo que está ahí nomás..
El 24 dirán que se perdió porque no siguieron estos brillantes consejos..
este crápula dice:
«Para revertir la votación del 14 de agosto, la oposición debería explicar adecuadamente al electorado que una victoria basada en un acuerdo interpartidario sería la única garantía real de gobernabilidad, mientras que una victoria del oficialismo, minado como está por divisiones internas hoy camufladas por el rímel preelectoral, sería la más peligrosa introducción a la ingobernabilidad».
ya lo empezó a hacer él mismo en la nota.
sería lindo saber quién le puede creer eso que no sea uno de esos enfermos que postean en esa tribuna de doctrina…