Los comicios de este año coinciden con los datos que arroja el Censo Nacional de 2010. Es una ocasión oportuna para destacar el perfil de una demografía estancada que se concentra en la provincia de Buenos Aires. Este fenómeno acarrea efectos electorales que socavan las bases de nuestro federalismo.
El lento crecimiento demográfico, incluyendo la inmigración proveniente de países limítrofes, nos ubica en el cuarto lugar en América latina en cuanto al tamaño de la población. Somos 40.117.096 habitantes. Si esta tendencia nos emparienta con el rendimiento demográfico de los países europeos, el desplazamiento de la población desde el sector rural nos coloca en el ojo del huracán de la urbanización latinoamericana, con ese incesante flujo de millones de seres humanos que, desde hace más de medio siglo, va conformando el escenario herido por las desigualdades, el crimen organizado y las necesidades básicas insatisfechas de nuestras megalópolis.
Como si esto fuera poco, la Argentina padece un desequilibrio mayúsculo entre la provincia de Buenos Aires y el resto de sus congéneres. Este desbalance podría desmentir el apotegma alberdiano de «gobernar es poblar». Poblamos poco, de manera irracional y a golpes de concentración urbana, recreando de este modo la imagen de un gigante cuya cabeza se agranda constantemente al paso que su cuerpo se achica. Cuando ese leviatán se altera, porque sobre la economía soplan vientos contrarios, el país soporta, como Alem apuntaba en 1880, «la apoplejía en la cabeza y la parálisis en las extremidades».
Estas malformaciones requieren algunas precisiones. No hay duda, por ejemplo, de que el extremo sur de nuestra geografía, tan propicio para inspirar las metáforas del vacío y del desierto, está mejorando su paupérrima población. Sin embargo, el aspecto a explorar no es tanto esa buena noticia, sino la pronunciada distancia que separa a la provincia de Buenos Aires de los otros 23 distritos. Tal conjunto debería ofrecer vitalidad y equilibrio al pacto federal. Como veremos de inmediato, no lo hace.
Al día de hoy la provincia de Buenos Aires representa casi el 39% (38,94) de nuestra población total. Son 15.625.084 habitantes con una megalópolis de 9.916.715. En contraste con un país pequeño como el Uruguay, estos porcentajes no son tan relevantes, pero si los comparamos con los que presenta el estado de San Pablo en relación con la población total de Brasil, la cuestión de la distancia que media entre los bonaerenses y el país se hace más acuciante.
Brasil tiene 190.755.799 habitantes y San Pablo, con una población ligeramente superior a la de la Argentina, 41.262.199. Esta última cifra, enorme para nuestros números, representa no obstante el 21,63% sobre el total, alrededor de 17 puntos menos que el porcentaje correspondiente a la provincia de Buenos Aires. Además, la megalópolis en el estado paulista pesa menos que la del conurbano bonaerense. Mientras en San Pablo los 19.672.582 habitantes de su región metropolitana arrastran el 47% de la población del Estado, nuestro Gran Buenos Aires captura en la provincia el 63,46%.
La Argentina está, pues, invertebrada en el territorio nacional y en el centro que atrae a la gran masa de nuestra población. Esta estructura es una de las claves que permiten explicar la supremacía electoral en las elecciones del 14 de agosto pasado, donde la alta participación del 78,67% sobre el padrón electoral se tradujo en la emisión de 22.705.378 votos. Al mismo tiempo, en la provincia de Buenos Aires sufragaron 8.804.014 ciudadanos, con lo cual el porcentaje en relación con el total es prácticamente equivalente al del Censo Nacional. ¿Qué factores podrían equilibrar este platillo de la balanza? ¿Hay alguna provincia capaz de hacer frente a semejante coloso?
En principio, el asunto no sería tan grave si una o dos provincias tuviesen la enjundia electoral suficiente para sobresalir sobre el 61% restante. Lamentablemente, no es así. Si sumamos los sufragios emitidos en los tres distritos que le siguen en importancia -la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las provincias de Córdoba y Santa Fe- el resultado alcanza a 5.656.559, muy lejos aún del volumen bonaerense; para llegar a los 8.804.014 de la provincia de Buenos Aires es preciso añadir los 3.082.532 sufragios de otro lote formado por las provincias de Mendoza, Tucumán, Entre Ríos y Salta.
Impacta esta desproporción: la provincia de Buenos Aires es como un gran recipiente que contiene a los electorados de esas siete provincias. Esta disposición de las cosas es bien conocida por el justicialismo en sus diferentes variantes a lo largo de estos 27 años de democracia. En estos días, el Frente para la Victoria, que encumbró a la Presidenta con 10.762.217 sufragios (el 50,24% de los votos afirmativos, de los cuales 4.360.820 corresponden a la provincia de Buenos Aires), bien podría enarbolar la sentencia que dice: yo represento más de la mitad del voto bonaerense, apuntalado por las porciones, en algunos casos abrumadoras, que se obtuvieron en todos los distritos más chicos, desde Tucumán, Salta y Santiago del Estero, hasta La Rioja y Santa Cruz.
El sol electoral y sus satélites. Entre los extremos de esta coalición hay un cuarteto integrado por la Ciudad de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza cuyo electorado respectivo no supera en los tres primeros los dos millones y en el último roza el millón (Mendoza con 999.577). Estos distritos hacen en la actualidad las veces de una «clase media» de provincias.
Se trata de un agregado que plantea excepciones a un hecho mayoritario tan contundente. Entre, por un lado, la política propia de una megalópolis dominada por intendentes con una alta tasa de reeleccionismo (personal y de partido) y, por otro, las transferencias emanadas del Poder Ejecutivo para aceitar la dependencia federal típica de los distritos chicos, en esas cuatro provincias emergen, al contrario -y se repiten-, expresiones opositoras.
Si revisamos el panorama electoral porteño, o el que ofrecen Córdoba, Santa Fe y Mendoza, no es difícil comprobar cómo se abre paso la autonomía ciudadana que resiste plegarse a un esquema hegemónico. Estas reacciones han aflorado previamente al 14 de agosto en los comicios para gobernador, legisladores y autoridades municipales en la Ciudad de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. En los tres, el comportamiento opositor eclosionó a través de los triunfos respectivos de Pro, de la coalición socialista-radical y del justicialismo liderado por De la Sota, aunque este último busque un nuevo acomodamiento («desensillar hasta que aclare», solían decir los peronistas según enseñaba su fundador).
Lo curioso de esta situación es que después del 14 de agosto, mientras tronaba la hegemonía oficialista en Tucumán, las victorias parciales de la oposición prosiguieron en la ciudad de Mendoza y tal vez lleguen a buen puerto en la ciudad de Córdoba el próximo domingo (ambas de la mano del radicalismo). Consuelos territoriales de un rompecabezas en busca de partidos y liderazgos con raigambre nacional. Se acomodan las piezas en el plano local; se dispersan cuando está en juego la presidencia. Todo, con sus más y sus menos, dentro del perímetro de estas provincias de clase media.
Habrá entonces que ajustar la lente del análisis porque, mientras los partidos que aún conservan capacidad electoral en esos distritos no logren penetrar en la provincia de Buenos Aires, los dados estarán definitivamente echados. No es imposible, lo han hecho en algunas oportunidades, por más que ahora la fortuna siga soplando a favor del oficialismo.
© La Nacion.
El lento crecimiento demográfico, incluyendo la inmigración proveniente de países limítrofes, nos ubica en el cuarto lugar en América latina en cuanto al tamaño de la población. Somos 40.117.096 habitantes. Si esta tendencia nos emparienta con el rendimiento demográfico de los países europeos, el desplazamiento de la población desde el sector rural nos coloca en el ojo del huracán de la urbanización latinoamericana, con ese incesante flujo de millones de seres humanos que, desde hace más de medio siglo, va conformando el escenario herido por las desigualdades, el crimen organizado y las necesidades básicas insatisfechas de nuestras megalópolis.
Como si esto fuera poco, la Argentina padece un desequilibrio mayúsculo entre la provincia de Buenos Aires y el resto de sus congéneres. Este desbalance podría desmentir el apotegma alberdiano de «gobernar es poblar». Poblamos poco, de manera irracional y a golpes de concentración urbana, recreando de este modo la imagen de un gigante cuya cabeza se agranda constantemente al paso que su cuerpo se achica. Cuando ese leviatán se altera, porque sobre la economía soplan vientos contrarios, el país soporta, como Alem apuntaba en 1880, «la apoplejía en la cabeza y la parálisis en las extremidades».
Estas malformaciones requieren algunas precisiones. No hay duda, por ejemplo, de que el extremo sur de nuestra geografía, tan propicio para inspirar las metáforas del vacío y del desierto, está mejorando su paupérrima población. Sin embargo, el aspecto a explorar no es tanto esa buena noticia, sino la pronunciada distancia que separa a la provincia de Buenos Aires de los otros 23 distritos. Tal conjunto debería ofrecer vitalidad y equilibrio al pacto federal. Como veremos de inmediato, no lo hace.
Al día de hoy la provincia de Buenos Aires representa casi el 39% (38,94) de nuestra población total. Son 15.625.084 habitantes con una megalópolis de 9.916.715. En contraste con un país pequeño como el Uruguay, estos porcentajes no son tan relevantes, pero si los comparamos con los que presenta el estado de San Pablo en relación con la población total de Brasil, la cuestión de la distancia que media entre los bonaerenses y el país se hace más acuciante.
Brasil tiene 190.755.799 habitantes y San Pablo, con una población ligeramente superior a la de la Argentina, 41.262.199. Esta última cifra, enorme para nuestros números, representa no obstante el 21,63% sobre el total, alrededor de 17 puntos menos que el porcentaje correspondiente a la provincia de Buenos Aires. Además, la megalópolis en el estado paulista pesa menos que la del conurbano bonaerense. Mientras en San Pablo los 19.672.582 habitantes de su región metropolitana arrastran el 47% de la población del Estado, nuestro Gran Buenos Aires captura en la provincia el 63,46%.
La Argentina está, pues, invertebrada en el territorio nacional y en el centro que atrae a la gran masa de nuestra población. Esta estructura es una de las claves que permiten explicar la supremacía electoral en las elecciones del 14 de agosto pasado, donde la alta participación del 78,67% sobre el padrón electoral se tradujo en la emisión de 22.705.378 votos. Al mismo tiempo, en la provincia de Buenos Aires sufragaron 8.804.014 ciudadanos, con lo cual el porcentaje en relación con el total es prácticamente equivalente al del Censo Nacional. ¿Qué factores podrían equilibrar este platillo de la balanza? ¿Hay alguna provincia capaz de hacer frente a semejante coloso?
En principio, el asunto no sería tan grave si una o dos provincias tuviesen la enjundia electoral suficiente para sobresalir sobre el 61% restante. Lamentablemente, no es así. Si sumamos los sufragios emitidos en los tres distritos que le siguen en importancia -la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las provincias de Córdoba y Santa Fe- el resultado alcanza a 5.656.559, muy lejos aún del volumen bonaerense; para llegar a los 8.804.014 de la provincia de Buenos Aires es preciso añadir los 3.082.532 sufragios de otro lote formado por las provincias de Mendoza, Tucumán, Entre Ríos y Salta.
Impacta esta desproporción: la provincia de Buenos Aires es como un gran recipiente que contiene a los electorados de esas siete provincias. Esta disposición de las cosas es bien conocida por el justicialismo en sus diferentes variantes a lo largo de estos 27 años de democracia. En estos días, el Frente para la Victoria, que encumbró a la Presidenta con 10.762.217 sufragios (el 50,24% de los votos afirmativos, de los cuales 4.360.820 corresponden a la provincia de Buenos Aires), bien podría enarbolar la sentencia que dice: yo represento más de la mitad del voto bonaerense, apuntalado por las porciones, en algunos casos abrumadoras, que se obtuvieron en todos los distritos más chicos, desde Tucumán, Salta y Santiago del Estero, hasta La Rioja y Santa Cruz.
El sol electoral y sus satélites. Entre los extremos de esta coalición hay un cuarteto integrado por la Ciudad de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza cuyo electorado respectivo no supera en los tres primeros los dos millones y en el último roza el millón (Mendoza con 999.577). Estos distritos hacen en la actualidad las veces de una «clase media» de provincias.
Se trata de un agregado que plantea excepciones a un hecho mayoritario tan contundente. Entre, por un lado, la política propia de una megalópolis dominada por intendentes con una alta tasa de reeleccionismo (personal y de partido) y, por otro, las transferencias emanadas del Poder Ejecutivo para aceitar la dependencia federal típica de los distritos chicos, en esas cuatro provincias emergen, al contrario -y se repiten-, expresiones opositoras.
Si revisamos el panorama electoral porteño, o el que ofrecen Córdoba, Santa Fe y Mendoza, no es difícil comprobar cómo se abre paso la autonomía ciudadana que resiste plegarse a un esquema hegemónico. Estas reacciones han aflorado previamente al 14 de agosto en los comicios para gobernador, legisladores y autoridades municipales en la Ciudad de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. En los tres, el comportamiento opositor eclosionó a través de los triunfos respectivos de Pro, de la coalición socialista-radical y del justicialismo liderado por De la Sota, aunque este último busque un nuevo acomodamiento («desensillar hasta que aclare», solían decir los peronistas según enseñaba su fundador).
Lo curioso de esta situación es que después del 14 de agosto, mientras tronaba la hegemonía oficialista en Tucumán, las victorias parciales de la oposición prosiguieron en la ciudad de Mendoza y tal vez lleguen a buen puerto en la ciudad de Córdoba el próximo domingo (ambas de la mano del radicalismo). Consuelos territoriales de un rompecabezas en busca de partidos y liderazgos con raigambre nacional. Se acomodan las piezas en el plano local; se dispersan cuando está en juego la presidencia. Todo, con sus más y sus menos, dentro del perímetro de estas provincias de clase media.
Habrá entonces que ajustar la lente del análisis porque, mientras los partidos que aún conservan capacidad electoral en esos distritos no logren penetrar en la provincia de Buenos Aires, los dados estarán definitivamente echados. No es imposible, lo han hecho en algunas oportunidades, por más que ahora la fortuna siga soplando a favor del oficialismo.
© La Nacion.