Muy pocas veces la política exterior ha sido tema de debate en nuestras campañas presidenciales. Sin embargo, son múltiples las aseveraciones y proclamas que dirigentes políticos y empresariales vienen realizando en torno a la política internacional de la Argentina y su inserción en el mundo. Si se observa el conjunto de pronunciamientos que desde 2007 han venido haciendo varias voces críticas del Gobierno, vemos una serie de constantes. Las expresiones que se citan con más frecuencia muestran, por lo general, desconocimiento, improvisación y ligereza.
A mi entender, son dos las notas sobresalientes de la política exterior del país. Por un lado, una condición de largo plazo: la declinación; por el otro, una de corto plazo: la ausencia de estrategia. En distintas épocas y por diferentes razones varios países han experimentado la declinación y son pocos los que han sabido reaccionar a tiempo y reiniciar el exigente camino de reconstruir poder y recuperar influencia. Una condición indispensable para esto último es reconocer el traumático proceso de decadencia; en la Argentina, esto es infrecuente.
Dos vías han prevalecido en la negación del prolongado declinar del país. En un extremo se ubican los narcisistas, para quienes la Argentina ha tenido, tiene y tendrá un destino de esplendor. Una frase del reputado intelectual y diplomático brasileño Helio Jaguaribe, «la Argentina está condenada al éxito», se repite con frecuencia. Posiblemente, el ex presidente Eduardo Duhalde sea la persona que más la reitera. Otros dirigentes afirman que en un lustro, o a lo sumo en una década, el país volverá al sendero de grandeza del que nunca debió alejarse. Este discurso de grandiosidad latente o natural está emparentado con los dos mandatos del presidente Carlos Menem, en los que se prometió un ingreso raudo al «Primer Mundo». La crisis de 2001-02 hizo añicos ese sueño majestuoso, pero no lo sepultó, ya que ha retornado, de la mano de la soja, en los últimos tres años.
En el otro extremo están los melancólicos que se lamentan porque «ya no somos lo que alguna vez fuimos». Para ellos, el camino es imitar a otros; adoptar sus logros o posturas. Así, en los últimos cuatro años se ha tratado de imitar a España, Irlanda y Chile. España, por su nivel de modernización económica y por el famoso Pacto de la Moncloa. La base económica de España sigue descansando en los servicios y el turismo; en tanto, su lúcido acuerdo político de 1977 fue, de hecho, consecuencia de la feroz guerra civil y la brutal dictadura posterior. El perfil productivo argentino ha sido y es bien diferente del español, y el país de hoy, con todas sus urgencias y falencias, nada tiene que ver con el contexto que antecedió al pacto español.
A su turno, Irlanda era el prototipo a emular en términos de superación de la pobreza, apertura económica, desregulación financiera y especialización tecnológica. Varios políticos y empresarios reclamaron, en su momento, imitar el «milagro irlandés». El fenomenal colapso económico-financiero de Irlanda -que trajo memorias del 2001-02 argentino- ha silenciado a las voces que hablaban de las virtudes irlandesas. Chile, asimismo, fue presentado como el emblema del fin de las controversias ideológicas -ya no habría diferencias entre la izquierda moderada y la derecha post-Pinochet- y del éxito social pleno de la ortodoxia económica. Posiblemente Mauricio Macri haya sido el dirigente que más ha alabado el «modelo chileno», en el entendido de que una franja importante de políticos, empresarios y comentaristas han subrayado por años la relevancia de adaptar las «buenas prácticas» del país vecino a la vida institucional y material argentina. Sin embargo, los últimos eventos en Chile muestran, como es usual en toda sociedad que tiene en su seno genuinos disensos, que padece de fuertes desigualdades y que tiene partidos de diversa orientación ideológica; también, que pugnas de diverso tipo continúan vigentes y que la panacea del consenso perfecto no existe. Al menos en el último año se ha reducido la visibilidad pública de los que venían idealizando la experiencia chilena.
En tanto se continúe negando nuestro declive de largo plazo, será difícil rediseñar la política exterior. De algún modo, el país ha mostrado signos de recuperación en distintos frentes que sugieren que se ha puesto freno a una decadencia de larga data. Sin embargo, aún no se ha forjado un acuerdo básico sobre el horizonte de la inserción internacional del país.
La segunda nota sobresaliente de la política exterior argentina es, como se dijo, una condición de corto plazo: la falta de una estrategia integral. En ese sentido, también las voces de la oposición yerran. En vez de estimular un debate más sofisticado y plural respecto de la necesidad de una estrategia internacional, insisten en el poco persuasivo argumento del aislamiento. Es probable que el país no sea un importante receptor de capitales de corto plazo y grandes fondos de inversión. Pero esto no es negativo en las circunstancias actuales del casino financiero global. Es evidente que el país requiere más inversión realmente productiva, pero esto no se materializará hasta que los argentinos decidan reinvertir, al menos en parte, los cuantiosos recursos transferidos al exterior, más allá de los buenos o malos precios de las materias primas y del «viento de cola» o el «vendaval de frente» que viva el país. Es factible que en el terreno de las formas la diplomacia reciente haya sido desacertada. Sin embargo, en términos estrictamente políticos, es incorrecto afirmar que el país está aislado.
En 2003, la Argentina tenía malas relaciones con Uruguay y Chile y hoy estableció, entre otras, una fuerza militar combinada con Chile para misiones bajo mandato de la ONU y mejoró los vínculos de diverso tipo con Montevideo. El país ha logrado equilibrar sus relaciones con el arco andino. Pasó de lazos concentrados en Bolivia, Ecuador y Venezuela a una estructura más balanceada, fortaleciendo los vínculos con Colombia y Perú. Hoy se manejan con más prudencia y firmeza los acuerdos y desacuerdos con Brasil.
La Argentina es uno de los 41 países (entre los 191 con asiento en la ONU) que por su manejo del tema nuclear fueron invitados en 2010 al cónclave sobre seguridad nuclear convocado por el presidente Barack Obama. La Argentina lideró el año pasado, a través de la Secretaría de la Unasur, la resolución de una muy grave crisis entre Colombia y Venezuela, y hoy preside el G-77 más China en el marco de las Naciones Unidas. Es parte activa del G-20 en el terreno económico, del G-15 en materia de cooperación Sur-Sur y del Focalae (Foro de Cooperación de América Latina-Asia del Este). Es uno de los mayores contribuyentes mundiales de efectivos para misiones de paz y tiene un rol reconocido en el ámbito de los derechos humanos en los foros mundial, hemisférico y regional. Ha establecido un mecanismo novedoso y eficaz de cooperación en el tema del terrorismo y respecto de la situación en la Triple Frontera denominado 3 (Argentina, Brasil y Paraguay) más 1 (Estados Unidos), y diversificó en la última década sus exportaciones tradicionales y no tradicionales, con particular énfasis en Asia. Finalmente, el país ha visto avances meritorios, y sin antagonismo hacia otros países, en el plano nuclear, satelital y espacial. En síntesis, la orientación y el estilo de la política exterior pueden ser objeto de críticas, pero aseverar que el país está aislado es incorrecto.
Lo anterior no impide señalar un vacío serio de nuestra política exterior, adjudicable al Gobierno más que a la oposición: el rechazo sistemático al robustecimiento institucional, componente esencial de una diplomacia con un horizonte amplio. Además, prevalece la convicción de que el enunciado de consignas implica una mirada estratégica.
Respecto de China, por ejemplo, en buena parte de los actores gubernamentales predomina una perspectiva entre inocente y optimista: Pekín es visto como un gran socio comercial, una oportuna fuente de recursos, una contraparte excepcional, casi como fue vista Gran Bretaña entre fines del siglo XIX y principios del XX. Esto en momentos en que una gran parte de la comunidad internacional está refinando su comprensión de China y contemplando una opción estratégica mixta hacia Pekín. Esto es, una política que mezcle aproximación y previsión: tener más y mejor iniciativa propia y protegerse de los potenciales de los vínculos con China.
Un ejemplo de ausencia de estrategia es el escaso esclarecimiento del papel de Brasil en la política mundial y regional del país: más que pensar qué piensa y pretende Brasilia, se debería precisar qué quiere y propone Buenos Aires; más que esperar qué lugar le asigna Brasil a la relación con la Argentina en el marco de su proyección internacional, se debería determinar un modo de inserción global y la ubicación de Brasil en ese horizonte.
En resumen, a pesar del poco debate de los asuntos internacionales en las campañas electorales, es posible detectar una intensa polémica política sobre el comportamiento externo del país.
Las vertientes más convencionales de la oposición han mostrado que están tan extraviadas y cometen tantos desatinos en materia de política exterior como en otros aspectos de la política interna. Ello facilita, de hecho, que el Gobierno navegue en las tumultuosas aguas internacionales sin el imperativo de diseñar una gran estrategia internacional que, a su turno, permita establecer unas pocas prioridades vitales de largo plazo para el país. Carecemos de un mapa de ruta, de una brújula de futuro, y la responsabilidad de ello no recae sólo en el gobierno actual.
En materia de política exterior no todo pragmatismo es virtuoso ni todo lo ideológico es problemático. Lo verdaderamente nocivo es el dogmatismo, esa combinación de inflexibilidad, ingenuidad e inmoderación.
© La Nacion
El autor es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella .
A mi entender, son dos las notas sobresalientes de la política exterior del país. Por un lado, una condición de largo plazo: la declinación; por el otro, una de corto plazo: la ausencia de estrategia. En distintas épocas y por diferentes razones varios países han experimentado la declinación y son pocos los que han sabido reaccionar a tiempo y reiniciar el exigente camino de reconstruir poder y recuperar influencia. Una condición indispensable para esto último es reconocer el traumático proceso de decadencia; en la Argentina, esto es infrecuente.
Dos vías han prevalecido en la negación del prolongado declinar del país. En un extremo se ubican los narcisistas, para quienes la Argentina ha tenido, tiene y tendrá un destino de esplendor. Una frase del reputado intelectual y diplomático brasileño Helio Jaguaribe, «la Argentina está condenada al éxito», se repite con frecuencia. Posiblemente, el ex presidente Eduardo Duhalde sea la persona que más la reitera. Otros dirigentes afirman que en un lustro, o a lo sumo en una década, el país volverá al sendero de grandeza del que nunca debió alejarse. Este discurso de grandiosidad latente o natural está emparentado con los dos mandatos del presidente Carlos Menem, en los que se prometió un ingreso raudo al «Primer Mundo». La crisis de 2001-02 hizo añicos ese sueño majestuoso, pero no lo sepultó, ya que ha retornado, de la mano de la soja, en los últimos tres años.
En el otro extremo están los melancólicos que se lamentan porque «ya no somos lo que alguna vez fuimos». Para ellos, el camino es imitar a otros; adoptar sus logros o posturas. Así, en los últimos cuatro años se ha tratado de imitar a España, Irlanda y Chile. España, por su nivel de modernización económica y por el famoso Pacto de la Moncloa. La base económica de España sigue descansando en los servicios y el turismo; en tanto, su lúcido acuerdo político de 1977 fue, de hecho, consecuencia de la feroz guerra civil y la brutal dictadura posterior. El perfil productivo argentino ha sido y es bien diferente del español, y el país de hoy, con todas sus urgencias y falencias, nada tiene que ver con el contexto que antecedió al pacto español.
A su turno, Irlanda era el prototipo a emular en términos de superación de la pobreza, apertura económica, desregulación financiera y especialización tecnológica. Varios políticos y empresarios reclamaron, en su momento, imitar el «milagro irlandés». El fenomenal colapso económico-financiero de Irlanda -que trajo memorias del 2001-02 argentino- ha silenciado a las voces que hablaban de las virtudes irlandesas. Chile, asimismo, fue presentado como el emblema del fin de las controversias ideológicas -ya no habría diferencias entre la izquierda moderada y la derecha post-Pinochet- y del éxito social pleno de la ortodoxia económica. Posiblemente Mauricio Macri haya sido el dirigente que más ha alabado el «modelo chileno», en el entendido de que una franja importante de políticos, empresarios y comentaristas han subrayado por años la relevancia de adaptar las «buenas prácticas» del país vecino a la vida institucional y material argentina. Sin embargo, los últimos eventos en Chile muestran, como es usual en toda sociedad que tiene en su seno genuinos disensos, que padece de fuertes desigualdades y que tiene partidos de diversa orientación ideológica; también, que pugnas de diverso tipo continúan vigentes y que la panacea del consenso perfecto no existe. Al menos en el último año se ha reducido la visibilidad pública de los que venían idealizando la experiencia chilena.
En tanto se continúe negando nuestro declive de largo plazo, será difícil rediseñar la política exterior. De algún modo, el país ha mostrado signos de recuperación en distintos frentes que sugieren que se ha puesto freno a una decadencia de larga data. Sin embargo, aún no se ha forjado un acuerdo básico sobre el horizonte de la inserción internacional del país.
La segunda nota sobresaliente de la política exterior argentina es, como se dijo, una condición de corto plazo: la falta de una estrategia integral. En ese sentido, también las voces de la oposición yerran. En vez de estimular un debate más sofisticado y plural respecto de la necesidad de una estrategia internacional, insisten en el poco persuasivo argumento del aislamiento. Es probable que el país no sea un importante receptor de capitales de corto plazo y grandes fondos de inversión. Pero esto no es negativo en las circunstancias actuales del casino financiero global. Es evidente que el país requiere más inversión realmente productiva, pero esto no se materializará hasta que los argentinos decidan reinvertir, al menos en parte, los cuantiosos recursos transferidos al exterior, más allá de los buenos o malos precios de las materias primas y del «viento de cola» o el «vendaval de frente» que viva el país. Es factible que en el terreno de las formas la diplomacia reciente haya sido desacertada. Sin embargo, en términos estrictamente políticos, es incorrecto afirmar que el país está aislado.
En 2003, la Argentina tenía malas relaciones con Uruguay y Chile y hoy estableció, entre otras, una fuerza militar combinada con Chile para misiones bajo mandato de la ONU y mejoró los vínculos de diverso tipo con Montevideo. El país ha logrado equilibrar sus relaciones con el arco andino. Pasó de lazos concentrados en Bolivia, Ecuador y Venezuela a una estructura más balanceada, fortaleciendo los vínculos con Colombia y Perú. Hoy se manejan con más prudencia y firmeza los acuerdos y desacuerdos con Brasil.
La Argentina es uno de los 41 países (entre los 191 con asiento en la ONU) que por su manejo del tema nuclear fueron invitados en 2010 al cónclave sobre seguridad nuclear convocado por el presidente Barack Obama. La Argentina lideró el año pasado, a través de la Secretaría de la Unasur, la resolución de una muy grave crisis entre Colombia y Venezuela, y hoy preside el G-77 más China en el marco de las Naciones Unidas. Es parte activa del G-20 en el terreno económico, del G-15 en materia de cooperación Sur-Sur y del Focalae (Foro de Cooperación de América Latina-Asia del Este). Es uno de los mayores contribuyentes mundiales de efectivos para misiones de paz y tiene un rol reconocido en el ámbito de los derechos humanos en los foros mundial, hemisférico y regional. Ha establecido un mecanismo novedoso y eficaz de cooperación en el tema del terrorismo y respecto de la situación en la Triple Frontera denominado 3 (Argentina, Brasil y Paraguay) más 1 (Estados Unidos), y diversificó en la última década sus exportaciones tradicionales y no tradicionales, con particular énfasis en Asia. Finalmente, el país ha visto avances meritorios, y sin antagonismo hacia otros países, en el plano nuclear, satelital y espacial. En síntesis, la orientación y el estilo de la política exterior pueden ser objeto de críticas, pero aseverar que el país está aislado es incorrecto.
Lo anterior no impide señalar un vacío serio de nuestra política exterior, adjudicable al Gobierno más que a la oposición: el rechazo sistemático al robustecimiento institucional, componente esencial de una diplomacia con un horizonte amplio. Además, prevalece la convicción de que el enunciado de consignas implica una mirada estratégica.
Respecto de China, por ejemplo, en buena parte de los actores gubernamentales predomina una perspectiva entre inocente y optimista: Pekín es visto como un gran socio comercial, una oportuna fuente de recursos, una contraparte excepcional, casi como fue vista Gran Bretaña entre fines del siglo XIX y principios del XX. Esto en momentos en que una gran parte de la comunidad internacional está refinando su comprensión de China y contemplando una opción estratégica mixta hacia Pekín. Esto es, una política que mezcle aproximación y previsión: tener más y mejor iniciativa propia y protegerse de los potenciales de los vínculos con China.
Un ejemplo de ausencia de estrategia es el escaso esclarecimiento del papel de Brasil en la política mundial y regional del país: más que pensar qué piensa y pretende Brasilia, se debería precisar qué quiere y propone Buenos Aires; más que esperar qué lugar le asigna Brasil a la relación con la Argentina en el marco de su proyección internacional, se debería determinar un modo de inserción global y la ubicación de Brasil en ese horizonte.
En resumen, a pesar del poco debate de los asuntos internacionales en las campañas electorales, es posible detectar una intensa polémica política sobre el comportamiento externo del país.
Las vertientes más convencionales de la oposición han mostrado que están tan extraviadas y cometen tantos desatinos en materia de política exterior como en otros aspectos de la política interna. Ello facilita, de hecho, que el Gobierno navegue en las tumultuosas aguas internacionales sin el imperativo de diseñar una gran estrategia internacional que, a su turno, permita establecer unas pocas prioridades vitales de largo plazo para el país. Carecemos de un mapa de ruta, de una brújula de futuro, y la responsabilidad de ello no recae sólo en el gobierno actual.
En materia de política exterior no todo pragmatismo es virtuoso ni todo lo ideológico es problemático. Lo verdaderamente nocivo es el dogmatismo, esa combinación de inflexibilidad, ingenuidad e inmoderación.
© La Nacion
El autor es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella .