Cerremos el Fondo Monetario Internacional

El escabroso y desagradable caso Dominique Strauss-Kahn volvió a levantar inquisitorias sobre el Fondo Monetario Internacional. ¿Qué es el FMI? ¿Nos hace falta? Para ser franco, el mundo no necesita al Fondo: hace más mal que bien. El planeta estaría mejor sin él.
El Fondo no es una institución menor: posee U$S 375 milmillones en activos, incluyendo 90 millones de onzas de oro. Y la mayoría viene de los contribuyentes estadounidenses.
Una vez cumplió una tarea útil. Fue creado en los días finales de la Segunda Guerra Mundial, para interconectar el nuevo sistema monetario internacional de posguerra. El dólar fue fijado al oro, y otros países ataron sus monedas al dólar a tasas fijas. Su rol era otorgar préstamos de emergencia de corto plazo a las naciones que tuvieran problemas económicos. Todo ello, con el objetivo de impedir que se repitieran las catastróficas devaluaciones competitivas para empobrecer a los vecinos que habían agravado la Gran Depresión. La devaluación es una forma de proteccionismo –casi a la par de la imposición de tarifas aduaneras– por la que los países obtienen ventajas de corto plazo bajando el precio de sus monedas, con lo que hacen que sus exportaciones sean más baratas. En el largo plazo, sin embargo, profundizan la espiral descendente y previenen una recuperación económica robusta.
El sistema de Bretton Woods funcionó bien, con el FMI cumpliendo su papel de vez en cuando. Las devaluaciones fueron raras, y ordenadas. Luego, a principios de los 70, EE UU liquidó el arreglo: basado en ideas económicas erradas, Washington introdujo la noción de que abatiendo su moneda una nación podía mantener su economía interna creciendo y con desempleo bajo. Adiós a las tasas fijas de cambio.
¿Y el FMI, desapareció cuando su propósito se hizo discutible? No. Como observó Ronald Reagan, una institución gubernamental es lo más cercano a un ente eterno que hay en el mundo. El FMI se reinventó como un doctor económico de alcance global. En vez de ayudar a los países a mantener sus tasas de cambio estables, ahora curaría todos sus males económicos. A los bancos les encantó esto, porque el Fondo podía imponer medidas draconianas a los prestatarios díscolos, y los bancos evitarían así ser calificados como imperialistas del primer mundo.
El problema es que las recetas del FMI casi siempre perpetuaron la pobreza de sus “pacientes”. El organismo practicó una especie de imitación de keynesianismo con esteroides. A los países, invariablemente les pidió devaluar sus monedas –lo que alimentó la inflación– y subir sus impuestos.
Por suerte, gracias a las políticas de Ronald Reagan, la economía estadounidense despegó, y el resto del mundo comenzó a abrazar el libre mercado tras la caída del Muro de Berlín. Como resultado, el FMI encontró cada vez menos países en los que verter su veneno. Para comienzos de la última década, no tenía nada que hacer. De todas formas, a los EE UU nunca se le ocurrió cerrarlo.
Entonces llegó la actual crisis, y el FMI volvió a lo suyo. De nuevo, sus consejos resultaron tóxicos. Desalentó las inevitables reestructuraciones de deuda para países como Grecia, y predica la austeridad sin las necesarias políticas paralelas que engendran el crecimiento. Grecia, por ejemplo, necesita controlar su gasto y debe comprometerse seriamente en privatizaciones de nuevo. Pero también necesita medidas que permitan que su economía vuelva a la vida, como un impuesto a las ganancias de tasa baja y plana. Rusia instituyó uno así hace más de una década, y su recaudación pública se duplicó en cuatro años, por dos razones: la facilidad de hacerlo cumplir y una economía que estaba otra vez en expansión. En los noventa, el FMI había dicho a Moscú que hiciera respetar más su viejo código impositivo, lo cual era imposible.
Y no se lamente por los empleados del FMI, quienes, por si no lo sabía, no pagan impuesto a sus ingresos: hay más que suficiente dinero para dar indemnizaciones fabulosas a todos.
Hagamos como Enrique VIII hizo con los monasterios de Inglaterra: cerrémoslo y distribuyamos sus bienes de vuelta entre quienes los aportaron en primer lugar. El Tío Sam se quedaría con unos U$S 70 mil millones.<

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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