Con el final de la Guerra Fría se hizo más evidente la prolongación, por un lado, y el desarrollo, por el otro, de cruentos y cuantiosos conflictos armados internos. Durante los años 90, para muchos analistas y funcionarios los conflictos armados internacionales estaban destinados a disminuir de modo drástico: los dividendos de la paz, en la inmediata posguerra fría, prenunciaban el fin de las guerras, el fin de las ideologías, el fin de la geopolítica y el fin de la historia.
Sin embargo, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos, la conflictividad interestatal volvió a emerger con fuerza. La ocupación de Afganistán en 2001 liderada por Washington y desplegada por la OTAN; la invasión a Irak en 2003 por parte de los Estados Unidos y una «coalición de voluntarios»; el asalto de Israel al Líbano en 2006 como parte del enfrentamiento israelí contra Hezbollah; la confrontación entre Rusia y Georgia en torno a Osetia del Sur en 2008; el uso intensivo desde 2009 de misiles teledirigidos desde aviones no tripulados por parte de los Estados Unidos contra objetivos en Pakistán, Yemen y en Somalia, y la misión militar de la OTAN en Libia en 2011, más próxima a un bombardeo convencional que a una misión humanitaria sugieren que los conflictos armados internacionales vuelven a manifestarse en el escenario mundial. La potencialidad de un ataque contra Irán por parte de Israel o de una coalición entre Israel y algunas potencias occidentales obliga a repensar la cuestión de la guerra en la política internacional.
Las guerras, acotadas o prolongadas, pequeñas o globales, simples o complejas, limitadas o totales, simétricas o asimétricas, de autodefensa o punitivas, siempre han constituido un enigma. Nada indica, desde el punto de vista histórico o desde la perspectiva de las relaciones internacionales, que las guerras sean inevitables. Así como no es posible hacer predicciones certeras sobre el futuro de la guerra, también es errado e inconveniente obviar la reflexión sobre la probabilidad de nuevas confrontaciones bélicas. Hasta las mejores teorías respecto al recurso de la violencia organizada y masiva no alcanzan a precisar una cadena de causalidad para anticipar el estallido de una guerra y mucho menos la dirección que puede adoptar: una vez iniciada, los bandos en combate ingresan en la niebla; la niebla de la guerra, con sus incertidumbres y bajezas.
Algunas tendencias de largo plazo que podrían derivar en una guerra aceptan cierta ponderación. Sin embargo, las contingencias que inciden en el rumbo de las tensiones son más difíciles de discernir y los precipitantes inmediatos que desembocan en una confrontación son aún más delicados de prever. Asimismo, parece conveniente recordar que la literatura especializada ha acumulado un importante número de estudios que ayudan a identificar lo que se llaman las precondiciones para una gran guerra; esto es, el conjunto de tendencias, contingencias y precipitantes que desembocan en una guerra de envergadura. En efecto, hay distintos enfoques y asuntos por tener en cuenta.
Desde una lectura estructural se subraya la distribución de poder, que puede asumir dos modos; por un lado, la idea (¿la metáfora?) del balance de poder y, por el otro, la de la preponderancia de poder. En el primer sentido, se subraya que, en general, un esquema bipolar es más estable que uno multipolar. El multipolarismo, muchas veces acompañado de altos niveles de aguda polarización entre los actores principales, puede generar incentivos para la inestabilidad y con ello elevar la probabilidad de poner en entredicho la paz internacional.
En el segundo sentido, cuando sobresale un Estado en el pináculo de la jerarquía interestatal, la potencialidad de confrontación crece en la medida en que otro Estado incrementa sus recursos de poder y se acerca a equilibrar al poderoso. Si el Estado emergente se atiene al statu quo, se pueden hallar los mecanismos para que no estalle una disputa. Pero si el Estado ascendente es un actor revisionista, se incrementa la eventualidad de un enfrentamiento. Por eso el Estado dominante tiende a usar, para mantener su primacía, la fuerza preventivamente y así evitar la consolidación de un poder de igual talla. En un caso -en virtud del carácter antisistémico del desafiador- y en otro -en razón del despliegue de fuerza anticipada por parte del Estado preponderante- sería factible el comienzo de una gran guerra.
De algún modo, el telón de fondo de un enfrentamiento, ya sea en clave de multipolaridad o de preponderancia de poder, es la cuestión de la hegemonía. Cada gran guerra sería, en esencia, el corolario de una transición de la hegemonía en la política mundial y su desenlace implicaría el inicio de un nuevo ciclo hegemónico.
El enfoque estructural per se es imperfecto para explicar cómo, cuándo y por qué se llega al estallido de una guerra. Resulta fundamental entender que toda guerra, en tanto proceso social y político, necesita de un conjunto de interacciones entre actores internacionales y domésticos. Estas interacciones, que expresan tendencias profundas, operan en dos planos; el global y el nacional. El dato más relevante en el terreno mundial es el aceleramiento de la difusión de poder de Occidente a Oriente y del Norte al Sur. Lo inquietante es que la mayor fuente de pugnacidad implícita se localiza en la resistencia del mundo desarrollado occidental en aceptar que aquella redistribución de poder se cristalice en diferentes formas, frentes y foros.
El dato esencial y más preocupante en el terreno nacional entre los países del Norte desarrollado es que vienen avanzando, en medio del gradual desplome del Estado de Bienestar y la intoxicación de las sociedades con imágenes hostiles del «otro», diversas fuerzas de derecha que, mediante un nacionalismo defensivo y anticosmopolita, facilitan la afirmación de halcones en política exterior. Esto último incrementa dos fenómenos alarmantes: por un lado, el pesimismo diplomático, y, por el otro, un militarismo desmedido. Ello, a su turno, eleva la intransigencia y la frustración de los países que declinan y aumenta la incertidumbre y los aprestos de las naciones que emergen.
Las contingencias vinculadas al preludio de una guerra conjugan varios elementos que, superpuestos, constituyen un detonante peligroso. La combinación de elevados niveles de desigualdad al interior de los países (tanto del Norte como del Sur); la persistencia de guerras punitivas en Medio Oriente, Asia Central y el Norte de Africa; el deterioro del régimen internacional de no proliferación nuclear; el agravamiento de problemas ambientales urbi et orbe ; la presencia de una aguda crisis económico-financiera en Occidente iniciada en 2008 y aún vigente; la propagación global de una recesión, y la existencia de liderazgos mediocres en las naciones centrales estimulan la exacerbación de fricciones, dificultan la coordinación interestatal y alimentan el unilateralismo de distinto tipo.
Los precipitantes que culminan en una gran confrontación no son fácilmente previsibles. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos históricos fueron cuestiones territoriales no resueltas, mal zanjadas o estratégicamente valiosas las que derivaron en guerras. Cabe destacar que a la permanencia y exacerbación de puntos conflictivos en Eurasia se agregan nuevas cuestiones de controversia en la tierra (por ejemplo, el Artico), el ciberespacio y el cosmos. Un incidente involuntario, inesperado o provocado, puede dinamizar una situación descontrolada que, en buena medida, se nutre de tendencias subyacentes y contingencias irresueltas, y lleva a una guerra mayor.
Por último, un buen número de investigaciones muestra que la evaluación de las precondiciones de guerra es insuficiente si no se agrega el tema de los errores de percepción. Por lo general, estos errores adoptan dos formas: la sobreestimación y la subestimación de las capacidades e intenciones. Típicamente, antes de la Primera Guerra Mundial todos los involucrados confiaban en que la confrontación sería breve, mientras que antes de la Segunda Guerra Mundial los equívocos sobre los atributos de poder y los propósitos alemanes fueron significativos. En la actualidad, se destaca en varios trabajos académicos y aserciones políticas que las democracias son inherentemente más pacíficas que otros tipos de régimen. Sin embargo, tanto desde el punto de vista conceptual como empírico no es posible hallar una respuesta concluyente. Esto es importante, pues resulta crucial evitar percepciones equívocas: las guerras no son inexorables, pero tampoco son imposibles.
En resumen, y frente a la potencialidad de una gran guerra resulta indispensable que la comunidad de Estados cuente con regímenes mundiales densos, instituciones internacionales efectivas y acuerdos moderadores entre los actores principales. De lo contrario, una concatenación no deliberada de tendencias y contingencias puede conducir a una catástrofe de dimensiones impredecibles. Siempre es bueno recordar, por ello, aquella afirmación de Bertolt Brecht en el Congreso de los Pueblos por la Paz efectuado en Viena, en 1952: «La memoria de la humanidad en cuanto a los padecimientos tolerados es asombrosamente corta. Su capacidad de imaginación para los padecimientos futuros es casi menor aún».
© La Nacion.
Sin embargo, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos, la conflictividad interestatal volvió a emerger con fuerza. La ocupación de Afganistán en 2001 liderada por Washington y desplegada por la OTAN; la invasión a Irak en 2003 por parte de los Estados Unidos y una «coalición de voluntarios»; el asalto de Israel al Líbano en 2006 como parte del enfrentamiento israelí contra Hezbollah; la confrontación entre Rusia y Georgia en torno a Osetia del Sur en 2008; el uso intensivo desde 2009 de misiles teledirigidos desde aviones no tripulados por parte de los Estados Unidos contra objetivos en Pakistán, Yemen y en Somalia, y la misión militar de la OTAN en Libia en 2011, más próxima a un bombardeo convencional que a una misión humanitaria sugieren que los conflictos armados internacionales vuelven a manifestarse en el escenario mundial. La potencialidad de un ataque contra Irán por parte de Israel o de una coalición entre Israel y algunas potencias occidentales obliga a repensar la cuestión de la guerra en la política internacional.
Las guerras, acotadas o prolongadas, pequeñas o globales, simples o complejas, limitadas o totales, simétricas o asimétricas, de autodefensa o punitivas, siempre han constituido un enigma. Nada indica, desde el punto de vista histórico o desde la perspectiva de las relaciones internacionales, que las guerras sean inevitables. Así como no es posible hacer predicciones certeras sobre el futuro de la guerra, también es errado e inconveniente obviar la reflexión sobre la probabilidad de nuevas confrontaciones bélicas. Hasta las mejores teorías respecto al recurso de la violencia organizada y masiva no alcanzan a precisar una cadena de causalidad para anticipar el estallido de una guerra y mucho menos la dirección que puede adoptar: una vez iniciada, los bandos en combate ingresan en la niebla; la niebla de la guerra, con sus incertidumbres y bajezas.
Algunas tendencias de largo plazo que podrían derivar en una guerra aceptan cierta ponderación. Sin embargo, las contingencias que inciden en el rumbo de las tensiones son más difíciles de discernir y los precipitantes inmediatos que desembocan en una confrontación son aún más delicados de prever. Asimismo, parece conveniente recordar que la literatura especializada ha acumulado un importante número de estudios que ayudan a identificar lo que se llaman las precondiciones para una gran guerra; esto es, el conjunto de tendencias, contingencias y precipitantes que desembocan en una guerra de envergadura. En efecto, hay distintos enfoques y asuntos por tener en cuenta.
Desde una lectura estructural se subraya la distribución de poder, que puede asumir dos modos; por un lado, la idea (¿la metáfora?) del balance de poder y, por el otro, la de la preponderancia de poder. En el primer sentido, se subraya que, en general, un esquema bipolar es más estable que uno multipolar. El multipolarismo, muchas veces acompañado de altos niveles de aguda polarización entre los actores principales, puede generar incentivos para la inestabilidad y con ello elevar la probabilidad de poner en entredicho la paz internacional.
En el segundo sentido, cuando sobresale un Estado en el pináculo de la jerarquía interestatal, la potencialidad de confrontación crece en la medida en que otro Estado incrementa sus recursos de poder y se acerca a equilibrar al poderoso. Si el Estado emergente se atiene al statu quo, se pueden hallar los mecanismos para que no estalle una disputa. Pero si el Estado ascendente es un actor revisionista, se incrementa la eventualidad de un enfrentamiento. Por eso el Estado dominante tiende a usar, para mantener su primacía, la fuerza preventivamente y así evitar la consolidación de un poder de igual talla. En un caso -en virtud del carácter antisistémico del desafiador- y en otro -en razón del despliegue de fuerza anticipada por parte del Estado preponderante- sería factible el comienzo de una gran guerra.
De algún modo, el telón de fondo de un enfrentamiento, ya sea en clave de multipolaridad o de preponderancia de poder, es la cuestión de la hegemonía. Cada gran guerra sería, en esencia, el corolario de una transición de la hegemonía en la política mundial y su desenlace implicaría el inicio de un nuevo ciclo hegemónico.
El enfoque estructural per se es imperfecto para explicar cómo, cuándo y por qué se llega al estallido de una guerra. Resulta fundamental entender que toda guerra, en tanto proceso social y político, necesita de un conjunto de interacciones entre actores internacionales y domésticos. Estas interacciones, que expresan tendencias profundas, operan en dos planos; el global y el nacional. El dato más relevante en el terreno mundial es el aceleramiento de la difusión de poder de Occidente a Oriente y del Norte al Sur. Lo inquietante es que la mayor fuente de pugnacidad implícita se localiza en la resistencia del mundo desarrollado occidental en aceptar que aquella redistribución de poder se cristalice en diferentes formas, frentes y foros.
El dato esencial y más preocupante en el terreno nacional entre los países del Norte desarrollado es que vienen avanzando, en medio del gradual desplome del Estado de Bienestar y la intoxicación de las sociedades con imágenes hostiles del «otro», diversas fuerzas de derecha que, mediante un nacionalismo defensivo y anticosmopolita, facilitan la afirmación de halcones en política exterior. Esto último incrementa dos fenómenos alarmantes: por un lado, el pesimismo diplomático, y, por el otro, un militarismo desmedido. Ello, a su turno, eleva la intransigencia y la frustración de los países que declinan y aumenta la incertidumbre y los aprestos de las naciones que emergen.
Las contingencias vinculadas al preludio de una guerra conjugan varios elementos que, superpuestos, constituyen un detonante peligroso. La combinación de elevados niveles de desigualdad al interior de los países (tanto del Norte como del Sur); la persistencia de guerras punitivas en Medio Oriente, Asia Central y el Norte de Africa; el deterioro del régimen internacional de no proliferación nuclear; el agravamiento de problemas ambientales urbi et orbe ; la presencia de una aguda crisis económico-financiera en Occidente iniciada en 2008 y aún vigente; la propagación global de una recesión, y la existencia de liderazgos mediocres en las naciones centrales estimulan la exacerbación de fricciones, dificultan la coordinación interestatal y alimentan el unilateralismo de distinto tipo.
Los precipitantes que culminan en una gran confrontación no son fácilmente previsibles. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos históricos fueron cuestiones territoriales no resueltas, mal zanjadas o estratégicamente valiosas las que derivaron en guerras. Cabe destacar que a la permanencia y exacerbación de puntos conflictivos en Eurasia se agregan nuevas cuestiones de controversia en la tierra (por ejemplo, el Artico), el ciberespacio y el cosmos. Un incidente involuntario, inesperado o provocado, puede dinamizar una situación descontrolada que, en buena medida, se nutre de tendencias subyacentes y contingencias irresueltas, y lleva a una guerra mayor.
Por último, un buen número de investigaciones muestra que la evaluación de las precondiciones de guerra es insuficiente si no se agrega el tema de los errores de percepción. Por lo general, estos errores adoptan dos formas: la sobreestimación y la subestimación de las capacidades e intenciones. Típicamente, antes de la Primera Guerra Mundial todos los involucrados confiaban en que la confrontación sería breve, mientras que antes de la Segunda Guerra Mundial los equívocos sobre los atributos de poder y los propósitos alemanes fueron significativos. En la actualidad, se destaca en varios trabajos académicos y aserciones políticas que las democracias son inherentemente más pacíficas que otros tipos de régimen. Sin embargo, tanto desde el punto de vista conceptual como empírico no es posible hallar una respuesta concluyente. Esto es importante, pues resulta crucial evitar percepciones equívocas: las guerras no son inexorables, pero tampoco son imposibles.
En resumen, y frente a la potencialidad de una gran guerra resulta indispensable que la comunidad de Estados cuente con regímenes mundiales densos, instituciones internacionales efectivas y acuerdos moderadores entre los actores principales. De lo contrario, una concatenación no deliberada de tendencias y contingencias puede conducir a una catástrofe de dimensiones impredecibles. Siempre es bueno recordar, por ello, aquella afirmación de Bertolt Brecht en el Congreso de los Pueblos por la Paz efectuado en Viena, en 1952: «La memoria de la humanidad en cuanto a los padecimientos tolerados es asombrosamente corta. Su capacidad de imaginación para los padecimientos futuros es casi menor aún».
© La Nacion.
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