Me permito copiar este artículo que recibí de Carlos Girotti, escrito para Miradas al Sur:
Se le dibuja la sonrisa a quien esto escribe –y no puede evitar el gesto de cabecear como cuando se dice “mirá vos, qué cosa”- al recordar las entradas subrepticias a la quinta de los tanos del barrio para comer frutas, encaramado a los árboles, cuidándose de que los dueños y sus perros no lo sorprendieran in fraganti. Ya en tren de recordar, algo parecido le ocurre cuando se ve entrar a la librería de Abel Langer, el día que cumplía veinte años, y salir del local con un ejemplar de El capital monopolista (aquel texto revelador de Baran y Sweezy) oculto entre las páginas de un diario. Y no mucho más: algún paga-dios en la pizzería cercana al Nacional de Morón o viajar de colado en el Sarmiento en la época del cuerpo de delegados de Filosofía y Letras. Travesuras, inocentes transgresiones de adolescente ávido de perforar las fronteras de lo legal y lo normado. Pero nunca una pasión morbosa por el hurto, esa misma que se sucede en otras imágenes, nada candorosas, desde que algunos festejaron el voto no positivo.
Desde un punto de vista jurídico el hecho de hurtar no supone intimidación a las personas ni ejercicio de la fuerza sobre las cosas. Es lo que lo diferencia al hurto del robo. Uno entra a hurtadillas a un lugar cuando, como se dice en el lenguaje tumbero, entra de canuto. No hay violencia aparente. La ganzúa, delicada, abre sin estropicio lo que la barreta de los boqueteros despedazaría y la mano enguantada selecciona lo que la pistola cargada apuntaría. Todo queda en su lugar menos, claro está, lo que se hurta. Ni qué decir cuando el hurto se produce a la vista de todo el mundo: el souvenir, la billetera (o el libro de mi buen amigo Langer) es un triunfo impoluto, sin mácula o vestigio alguno de violencia. Pero cuando el hurto es una reiteración mecanizada, un calco obstinado, una compulsión imparable y enfermiza, un violentar sordo y travestido por el hecho mismo de la repetición, ahí ya se está frente a otra cosa: la cle(p)tomanía, ese desenfreno por robar sin que parezca un robo.
En la Argentina viene ocurriendo esta pasión, aunque las imágenes que la registran muestren escenas anodinas en apariencia, desprovistas de cualquier rasgo de excepcionalidad, comunes y silvestres, naturales como duraznos en almíbar. Peor aún: son escenas que, en sordina, parecieran retrotraer la memoria a ese tiempo infantil de las rondas alegres y pueriles en el bosque mientras el lobo, el tan temido y execrable lobo, no estaba. Si el lobo no está entonces se puede jugar, correr una maratón, alentar a los tenistas, festejar el día de la primavera, departir amablemente con todos aquellos que también le temen al de los colmillos afilados e insaciables y todo ello haciendo gala de impasibilidad, esa dote de los cuerpos gloriosos que los exime de padecimiento y, cómo no, de un rostro cerúleo, casi impertérrito, que otea la posteridad en esta chance birlada a la historia. El birlón se afana (mire usted las casualidades) en demostrar que no emplea malas artes, que todo lo que hace y todo lo que deja de hacer está instituido en el deber ser de las cosas y hay una claque presurosa en el aplauso al cabo de cada escena. Pero hay sustracción, una sustracción sistemática que, de tan repetida, ya es afano. Y aquí las casualidades no existen.
La perpetración del robo ocurre cuando las miradas están puestas en otro lado. No es un acaso ni un hecho fortuito, aunque la oportunidad haga al ladrón. No, es un cálculo, una estrategia premeditada y alevosa que, a la espera de la ocasión propicia, se consuma tal como una coreografía ensayada una y otra vez antes del estreno del espectáculo. Porque también hay espectáculo, no se vaya a creer. Es la escenificación política de la política basura en la que, como dice Carta Abierta en su Laberinto argentino, “un personaje exiguo, partiquino de momentos menores” de repente gana el centro del tablado y todos los reflectores lo congelan ahí, en ese instante impensado de la fama por contrabando, cubriendo un rol estelar y fugaz que ya hubiera querido Jerzy Grotowsky para su Teatro Pobre. El partiquino usa y abusa de ese nuevo papel, tan sorpresivo como sorprendente, y así como ayer visitara una tristemente célebre exposición ganadera para felicitar al propietario de un encornado apodado con su nombre, hoy posa de Hood Robin entrevistándose con quienes suelen entrar por las ventanas cuando no pueden hacerlo por las puertas.
La cle(p)tomanía es un robo, queda claro, y a mansalva. Cuando la noción de interés público puede ser apropiada por la política chatarra, sin que el ciudadano intervenga para punirla, hay robo. Cuando la democracia alambrada, sin protagonismo ciudadano, es la cobertura y coartada para los que malversan la expectativa popular y en nombre de ella delinquen, hay robo. Cuando se invoca como excusa el credo y la fidelidad a un mandato familiar para anteponerlo al deber cívico, hay robo. Cuando se enarbolan el diálogo y la concertación de intereses para transar finalmente con los que no dialogan ni conciertan nada, hay robo. Cuando los grandes medios de comunicación no inquieren ni interpelan al ladrón por su acto, hay robo.
No es justo que esta manía por lo ajeno permanezca impune y se naturalice como modo de aprehensión y cambio de la realidad adversa. Por muchas razones no es justo, es verdad, pero sobre todo por una: “Están en nuestro pasado los muertos de muchas luchas que impulsaron la reconstrucción simultánea del presente y del pasado, como un único gesto inescindible de conocimiento político. Por eso, pensar la justicia respecto del pasado resulta indesligable, finalmente, de los modos en que se imaginan y materializan actos de justicia respecto del presente” (Carta Abierta, El laberinto argentino).
Lo interesante es que tiene solo 15% de imagen negativa.
Sí, claro que eso es lo interesante. O uno de los aspectos más interesantes que tiene el caso. Ahora, habrá que ver interesante en qué sentido. Qué demuestra, por ejemplo, ese 15 % de imagen negativa, si es que demuestra algo, o qué conclusiones se pueden sacar. Las diferencias ahí, muy probablemente, van a ser muy grandes, según de qué lado se esté.
Parece que pertenezco al 15% que no quiere jugar al Cleto.
Carlos,que placer leerte!
Balvanera, tu editor,merece una felicitación.
Me estoy cagando de risa,además todavía Moscú no está cubierta de nieve y Olga me esta cebando unos mates con yerba brasuca comprada en el mercado de Waterloplein.
Como te gusta Alejo Carpentier! el barroco latinoamericano es un gran estilo,pero es dificil,esos párrafos largos,te dejan sin aliento,pero reconozco que te llenan de imaginación el coco.Regis Debray también adora el barroco y al margen de sus planteos escribe muy bien.Te recomiendo un libro de él que estoy leyendo aunque hace tiempo que lo tengo,es un poco laberíntico y por eso misterioso y cautivante:»Crítica de la razón política» aunque el autor ya no está de moda,hace bien para buscar una salida allá donde los jardines se bifurcan y la luna vá rodando por Callao.
Amsterdam no te olvida,una ginebra fría en elegante copa chica y el candelabro marrón de la mesa de madera con la vela encendida siempre me preguntan por vos.
Cuando vuelva a Trapalandia te llevaré una foto de Annie Schaff,prometido.
Kameraadschappelijk,Pupi Espinoza.( Che,no te rIas de Efraín, que es mi primer nombre,en serio)Felicitaciones por la laberintica última carta,yá hasta el de la Buenos Aires cotidianamente alienada, se anotó en la promoción.
Abrazos en azul y blanco!