Un reciente decreto creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. De sus fundamentos se deduce que el Estado argentino se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito.
El mito y la epopeya están en la prehistoria del saber histórico. Los mitos explicaban el misterio y el papel de lo divino; los relatos épicos exaltaban la acción de los héroes, entre divinos y humanos. La historia se ocupó, simplemente, de los hombres, y trató de entenderlos basándose en el razonamiento y la comprobación. En la Antigua Grecia, Herodoto y Tucídides fundaron la historia como ciencia y dejaron en el camino mitos y héroes. A mediados del siglo XIX, Wagner recurrió al mito y a la épica, pero sus óperas se representaban en los teatros; en las universidades estaban los historiadores tan notables como Mommsen.
Más o menos así estamos hoy en la Argentina. No tenemos ópera, pero hay abundantes cantantes, poetas y escritores de mitos y epopeyas, que conquistan la fantasía de su público. Los historiadores, por su parte, trabajan en las universidades y en el Conicet.
El Estado tiene otra idea: la épica debe ocupar el lugar de la historia. La tarea que le encomienda al Instituto de Revisionismo es rescatar y valorar la obra de los héroes fundadores de nuestra nación, sistemáticamente ignorada por la «historia oficial». Nadie se sorprendería si leyera esa propuesta en los escritos de Pacho O’Donnell, presidente del nuevo instituto. Su pluma y su verba son familiares. Lo insólito es que una prosa tan idiosincrática sea asumida, sin correcciones ni matices, por el Estado nacional a través de un decreto firmado por la Presidenta, el jefe de Gabinete y el ministro de Educación.
El decreto amonesta severamente a los historiadores. Obnubilados por el «liberalismo cosmopolita», abandonaron su misión -la reivindicación de los héroes patrios- y ocultaron la gesta de las grandes personalidades identificadas con el ideario nacional y con las luchas populares. Entre otros héroes olvidados se encuentran personajes como San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva Perón. También son culpables de haber olvidado el aporte de las mujeres y, sobre todo, la contribución de los sectores populares a estas luchas. Al nuevo instituto se le pide que elabore una reivindicación de los auténticos héroes, con la salvedad de que debe hacerse mediante un saber científico riguroso, ausente de la investigación histórica actual.
Los historiadores profesionales vivimos en el engaño. Creímos que la investigación histórica científica y rigurosa se había consolidado en las universidades y el Conicet. Computamos como hechos positivos no sólo la excelente formación profesional, sino la ampliación de nuestros temas, inclusive -entre tantos otros-, los referidos a las personalidades mencionadas. Nos enorgullecimos de haber superado viejas controversias esterilizantes. Acordamos que no existen verdades únicas ni definitivas y que el nuestro es un conocimiento en revisión permanente. No se si efectivamente lo logramos. Pero lo cierto es que hoy hay una enorme cantidad de historiadores excelentes y altamente capacitados, que se han formado y han sido examinados en sus capacidades por las rigurosas instituciones del Estado argentino: sus universidades, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas o la Agencia Nacional de Investigaciones.
Creímos que retribuíamos al Estado lo que hizo por nuestra formación con buena historia, reconocida en todo el mundo. Pero a través de este decreto, la más alta autoridad nos dice que ha sido un trabajo vano, y que sus instituciones académicas y científicas han fallado. Todo lo que hemos hecho es historia «oficial», y, peor aún, «liberal».
El decreto también se ocupa del conjunto de los ciudadanos. Les advierte sobre los riesgos de las ideas equivocadas sembradas por los enemigos del pueblo. Los previene acerca del pernicioso relativismo del saber. Sobre el pasado -así como sobre el presente- hay una verdad, que el Estado conoce y que este instituto contribuirá a inculcar. Para ello se ocupará de la correcta educación de los docentes y los vigilará para que no recaigan en el error. Podrá además cambiar los nombres de las calles y las imágenes de los billetes, monedas y estampillas; crear museos y lugares de memoria, establecer nuevas celebraciones y, en general, promover la difusión de estas ideas a través de cualquier medio de comunicación. En estos prospectos, inquietantemente totalitarios, se dibuja una suerte de orwelliano Ministerio de la Verdad, del cual ya hemos visto algunos adelantos en la cuestión de la llamada «memoria del pasado reciente».
El revisionismo histórico, cuya tradición se invoca en este decreto, merecía un destino mejor. En esa corriente historiográfica militaron historiadores y pensadores de fuste. Julio Irazusta desarrolló una bien fundamentada defensa de Juan Manuel de Rosas, con sólida erudición, aguda reflexión y una prosa refinada. Ernesto Palacio dejó una Historia de la Argentina bien pensada y provocativa. José María Rosa, quizá más desparejo, tiene piezas de preciso conocimiento y convincente argumentación. Ellos y sus seguidores, como todos los buenos historiadores, cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos.
Quienes hoy hablan en su nombre impresionan por su mediocridad. El decreto los califica de «historiadores o investigadores especializados», capaces de construir un conocimiento «de acuerdo con las rigurosas exigencias del saber científico». Pero ninguno de ellos es reconocido, o simplemente conocido, en el ámbito de los historiadores profesionales. De los 33 académicos designados, hay algunos conocidos en el terreno del periodismo, la docencia o la función pública. Dos de entre ellos, Pacho O’Donnell y Felipe Pigna, son escritores famosos. En mi opinión, entre ellos hay muchos narradores de mitos y epopeyas, pero ningún historiador. Nada comparable con los fundadores del revisionismo.
Estos epígonos del revisionismo comparten con sus predecesores ciertos rasgos, disculpables en quienes reunían otros méritos. Uno de ellos es la idea de la conspiración. Los «vencedores» han mantenido oculta una historia verdadera, que ellos revelarán. Lo que hemos leído muchas veces a propósito de Rosas y de otros se aplica hoy a Manuel Dorrego, cuyos méritos enumera el decreto. A los historiadores siempre nos asombra este permanente descubrimiento de lo ya sabido. Personalmente, hace cincuenta años ya aprendí todo eso con Enrique Barba y Tulio Halperín Donghi. Desde entonces, aparecieron abundantes trabajos académicos, algunos brillantes, que están al alcance de cualquiera que se tome el trabajo de buscarlos.
La retórica revisionista, sus lugares comunes y sus muletillas, encaja bien en el discurso oficial. Hasta ahora, se lo habíamos escuchado a la Presidenta en las tribunas, denunciando conspiraciones y separando amigos de enemigos. Pero ahora es el Estado el que se pronuncia y convierte el discurso militante en doctrina nacional. El Estado afirma que la correcta visión de nuestro pasado -que es una y que él conoce- ha sido desnaturalizada por la «historia oficial», liberal y extranjerizante, escrita por «los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX». Los historiadores profesionales quedamos convertidos en otra «corpo» que miente, en otra cara del eterno «enemigo del pueblo».
En nombre del pueblo, el Estado coloca, en el lugar de la historia enseñada e investigada en sus propias instituciones, a esta épica, modesta en sus fundamentos, pero adecuada para su discurso. Más aún, anuncia su intención de imponerla a los ciudadanos como la verdad. Quizá sea el momento de que, en nombre del pueblo, se le diga a quien encabeza el Estado que hay cosas que no tiene derecho a hacer.
El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA .
El mito y la epopeya están en la prehistoria del saber histórico. Los mitos explicaban el misterio y el papel de lo divino; los relatos épicos exaltaban la acción de los héroes, entre divinos y humanos. La historia se ocupó, simplemente, de los hombres, y trató de entenderlos basándose en el razonamiento y la comprobación. En la Antigua Grecia, Herodoto y Tucídides fundaron la historia como ciencia y dejaron en el camino mitos y héroes. A mediados del siglo XIX, Wagner recurrió al mito y a la épica, pero sus óperas se representaban en los teatros; en las universidades estaban los historiadores tan notables como Mommsen.
Más o menos así estamos hoy en la Argentina. No tenemos ópera, pero hay abundantes cantantes, poetas y escritores de mitos y epopeyas, que conquistan la fantasía de su público. Los historiadores, por su parte, trabajan en las universidades y en el Conicet.
El Estado tiene otra idea: la épica debe ocupar el lugar de la historia. La tarea que le encomienda al Instituto de Revisionismo es rescatar y valorar la obra de los héroes fundadores de nuestra nación, sistemáticamente ignorada por la «historia oficial». Nadie se sorprendería si leyera esa propuesta en los escritos de Pacho O’Donnell, presidente del nuevo instituto. Su pluma y su verba son familiares. Lo insólito es que una prosa tan idiosincrática sea asumida, sin correcciones ni matices, por el Estado nacional a través de un decreto firmado por la Presidenta, el jefe de Gabinete y el ministro de Educación.
El decreto amonesta severamente a los historiadores. Obnubilados por el «liberalismo cosmopolita», abandonaron su misión -la reivindicación de los héroes patrios- y ocultaron la gesta de las grandes personalidades identificadas con el ideario nacional y con las luchas populares. Entre otros héroes olvidados se encuentran personajes como San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva Perón. También son culpables de haber olvidado el aporte de las mujeres y, sobre todo, la contribución de los sectores populares a estas luchas. Al nuevo instituto se le pide que elabore una reivindicación de los auténticos héroes, con la salvedad de que debe hacerse mediante un saber científico riguroso, ausente de la investigación histórica actual.
Los historiadores profesionales vivimos en el engaño. Creímos que la investigación histórica científica y rigurosa se había consolidado en las universidades y el Conicet. Computamos como hechos positivos no sólo la excelente formación profesional, sino la ampliación de nuestros temas, inclusive -entre tantos otros-, los referidos a las personalidades mencionadas. Nos enorgullecimos de haber superado viejas controversias esterilizantes. Acordamos que no existen verdades únicas ni definitivas y que el nuestro es un conocimiento en revisión permanente. No se si efectivamente lo logramos. Pero lo cierto es que hoy hay una enorme cantidad de historiadores excelentes y altamente capacitados, que se han formado y han sido examinados en sus capacidades por las rigurosas instituciones del Estado argentino: sus universidades, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas o la Agencia Nacional de Investigaciones.
Creímos que retribuíamos al Estado lo que hizo por nuestra formación con buena historia, reconocida en todo el mundo. Pero a través de este decreto, la más alta autoridad nos dice que ha sido un trabajo vano, y que sus instituciones académicas y científicas han fallado. Todo lo que hemos hecho es historia «oficial», y, peor aún, «liberal».
El decreto también se ocupa del conjunto de los ciudadanos. Les advierte sobre los riesgos de las ideas equivocadas sembradas por los enemigos del pueblo. Los previene acerca del pernicioso relativismo del saber. Sobre el pasado -así como sobre el presente- hay una verdad, que el Estado conoce y que este instituto contribuirá a inculcar. Para ello se ocupará de la correcta educación de los docentes y los vigilará para que no recaigan en el error. Podrá además cambiar los nombres de las calles y las imágenes de los billetes, monedas y estampillas; crear museos y lugares de memoria, establecer nuevas celebraciones y, en general, promover la difusión de estas ideas a través de cualquier medio de comunicación. En estos prospectos, inquietantemente totalitarios, se dibuja una suerte de orwelliano Ministerio de la Verdad, del cual ya hemos visto algunos adelantos en la cuestión de la llamada «memoria del pasado reciente».
El revisionismo histórico, cuya tradición se invoca en este decreto, merecía un destino mejor. En esa corriente historiográfica militaron historiadores y pensadores de fuste. Julio Irazusta desarrolló una bien fundamentada defensa de Juan Manuel de Rosas, con sólida erudición, aguda reflexión y una prosa refinada. Ernesto Palacio dejó una Historia de la Argentina bien pensada y provocativa. José María Rosa, quizá más desparejo, tiene piezas de preciso conocimiento y convincente argumentación. Ellos y sus seguidores, como todos los buenos historiadores, cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos.
Quienes hoy hablan en su nombre impresionan por su mediocridad. El decreto los califica de «historiadores o investigadores especializados», capaces de construir un conocimiento «de acuerdo con las rigurosas exigencias del saber científico». Pero ninguno de ellos es reconocido, o simplemente conocido, en el ámbito de los historiadores profesionales. De los 33 académicos designados, hay algunos conocidos en el terreno del periodismo, la docencia o la función pública. Dos de entre ellos, Pacho O’Donnell y Felipe Pigna, son escritores famosos. En mi opinión, entre ellos hay muchos narradores de mitos y epopeyas, pero ningún historiador. Nada comparable con los fundadores del revisionismo.
Estos epígonos del revisionismo comparten con sus predecesores ciertos rasgos, disculpables en quienes reunían otros méritos. Uno de ellos es la idea de la conspiración. Los «vencedores» han mantenido oculta una historia verdadera, que ellos revelarán. Lo que hemos leído muchas veces a propósito de Rosas y de otros se aplica hoy a Manuel Dorrego, cuyos méritos enumera el decreto. A los historiadores siempre nos asombra este permanente descubrimiento de lo ya sabido. Personalmente, hace cincuenta años ya aprendí todo eso con Enrique Barba y Tulio Halperín Donghi. Desde entonces, aparecieron abundantes trabajos académicos, algunos brillantes, que están al alcance de cualquiera que se tome el trabajo de buscarlos.
La retórica revisionista, sus lugares comunes y sus muletillas, encaja bien en el discurso oficial. Hasta ahora, se lo habíamos escuchado a la Presidenta en las tribunas, denunciando conspiraciones y separando amigos de enemigos. Pero ahora es el Estado el que se pronuncia y convierte el discurso militante en doctrina nacional. El Estado afirma que la correcta visión de nuestro pasado -que es una y que él conoce- ha sido desnaturalizada por la «historia oficial», liberal y extranjerizante, escrita por «los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX». Los historiadores profesionales quedamos convertidos en otra «corpo» que miente, en otra cara del eterno «enemigo del pueblo».
En nombre del pueblo, el Estado coloca, en el lugar de la historia enseñada e investigada en sus propias instituciones, a esta épica, modesta en sus fundamentos, pero adecuada para su discurso. Más aún, anuncia su intención de imponerla a los ciudadanos como la verdad. Quizá sea el momento de que, en nombre del pueblo, se le diga a quien encabeza el Estado que hay cosas que no tiene derecho a hacer.
El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA .
la respuesta la dio O’Donnell anoche en 6.7.8.Es preferible un instituto que organiza la tendencia revisionista a la edicion de textos sueltos de autores criticos de la historia oficial mitrista.Aunque el tema se vincula con otro mas general,a mi parecer:la relacion del peronismo con los intelectales,en su mayoria de clase media.
Buena la nota de José Luís Romero, como siempre.
Es cierto lo que narra: el decreto confunde revisionismo con reivindicación. Nada tiene que hacer la historia como conocimiento científico con las reivindicaciones, que hace más a la ideología. Por otro lado hablar de revisionismo histórico es una tautología, puesto que la historia es un continuo revisar, como claramente se indica en una suscita definición: la historia es la memoria verificada y verificable.- Nadie debe asustarse por eso. El revisionismo histórico fue una corriente histórica que existió en nuestro pasado y que el Estado no puede aceptar como suya. El decreto más que disponer una investigación histórica, parece ser una sentencia, que declara acreditado extremos, coartando la libre tarea del investigador. Da risas que mande investigar las figuras de Rosas, San Martín, Perón, Eva Perón, entre otros, porque son personalidades «que no han recibido el reconocimiento adecuado en un ámbito institucional de carácter académico, acorde con las rigurosas exigencias del saber científico.» O sea que se ordena a los investigadores a darle ese reconocimiento, que según el autor del decreto ya han obtenido. Pobrísimo. Como todo lo vinculado a la cultura de este gobierno, que sigue utilizando las estructuras del Estado para construir su particular relato.
vamos,Daio,cuando se hable de revisionismo no se cuestiona el continuo rehacer de los enfoques,sino de la corriente dominante que nos enseñaron en el sistema escolar durante años y que manejo la academia mitrista.Sin negar,no obstante,que oficialmente se propicia una defensa de personas y valores que responde a lo que se percibe como ataque del otro lado.
Isabel:
El decreto es penoso. Parece que su redactor se ha inspirado en «De los héroes y el culto de los héroes» de Thomas Carlyle. Este autor pensaba que las revoluciones necesitan del héroe y que «El culto de los héroes es un hecho inapreciable, el más consolador que ofrece al mundo de hoy. (…)La incredulidad sobre los grandes hombres es la prueba más triste de pequeñez que puede dar un ser humano» La historia tiene sólo dos protagonistas: el héroe adorado y el colectivo adorador. «La adoración más o menos ferviente que el hombre rinde al héroe, la reverencia que todos sentimos por los grandes hombres, es para mí la roca viva inconmovible, a pesar de las catástrofes, el punto fijo de la historia moderna revolucionaria, que de no perdurar, sería abismo, mar sin orillas.»
La teoría de los grandes hombres, que hicieron nuestra Patria, y la están haciendo aún, ¿por qué no?, aparece y desaparece en nuestra historiografía, hoy está presente en el decreto 1880/2011.-
mas que el decreto,iteresa lo que la gente va a hacer con ese andarivel cultural.Reconozco limitaciones intelectuales y actitudes»palaciegas»oficialistas en algunos casos.