Sarlo vs. Merklen
Una lectura de La audacia y el cálculo, último libro de Beatriz Sarlo. Adjetivos, descripciones y problemas de método. La sociología de Denis Merklen como salida al atolladero de la crítica cultural pre y pos moderna.
Una lectura de La audacia y el cálculo, último libro de Beatriz Sarlo. Adjetivos, descripciones y problemas de método. La sociología de Denis Merklen como salida al atolladero de la crítica cultural pre y pos moderna.
1. “Sólo queda afuera de Celebrityland quien se retire del mundo”
La muerte de Néstor Kirchner catalizó la publicación de una cantidad de libros que se sumaron a la bibliografía ya existente sobre el kirchnerismo. Entre todo ese corpus, se destaca La audacia y el cálculo, de Beatriz Sarlo, la única intelectual cuya lucidez es señalada consensualmente por exponentes tanto de la derecha como de la izquierda. Con una larga y muy fructífera carrera académica en relación a la literatura argentina, y con una filiación política que empezó en el maoísmo del Partido Comunista Revolucionario, tuvo un muy breve paso por el peronismo en los 70 y finalmente se decantó hacia el alfonsinismo y el Frepaso (siendo su último avatar la solicitada en favor de la candidatura de Hermes Binner), Sarlo construyó un lugar ligado al progresismo que en la actualidad critica al gobierno desde el foco de la cultura. La audacia y el cálculo es el libro en que se dedica a pensar específicamente la figura del ex presidente tras haber puesto un pie en la prensa grande escribiendo sobre política.
Sin embargo, aunque el subtítulo sea Kirchner 2003-2010, aunque en la contratapa se lo mente una y otra vez (“Despótico, decidido, autoritario…”), y aunque su imagen aparezca en la portada, lo cierto es que el análisis sobre el ex presidente y sobre los núcleos centrales de la política kirchnerista (la resolución 125 o los avances en materia de derechos humanos) recién empiezan promediando el libro, después de más cien páginas dedicadas a Gran Cuñado, los blogs en general y la “blogósfera kirchnerista” en particular, los tweets de Aníbal Fernández en contraste con los de Macri o el vestuario de la presidenta. Además, según ha señalado especialmente la nota de Horacio Verbitsky en Página/12, los análisis parten de una serie de errores fácticos, lo que les quita precisión. Por el contrario, los desgloses previos acerca de la gramática, la sintaxis y el léxico de los medios y las redes sociales son muchas veces correctos en sus observaciones formales, aunque también muchas veces no pertinentes respecto del tema del libro. ¿O es que resultan pertinentes en calidad de fenómenos satelitales del kirchnerismo? En ese caso, no se entiende por qué no fueron igualmente considerados otros fenómenos de coyuntura como la sintaxis informativa de TN y Clarín (que no merece ninguna mención) o el caso Papel Prensa (que sólo merece un abigarrado paréntesis). La desorientación continuará, a menos que se invierta la fórmula y se trate de leer qué es lo que evidencia ese planteo de la composición general del libro. Si los señalamientos acerca de los medios ocupan más espacio y resultan más precisos que los que hacen a la política en sentido estricto, quizás no se deba sólo al hecho de que la crítica cultural sea el terreno de origen de Sarlo. Podría pensarse que hay algo más: la tesis general del libro sería, en esa perspectiva, que lo realmente significativo del período 2003-2010 no es el kirchnerismo, sus distintas acciones de gobierno y la renovada movilización social, sino… el imperio de los medios sobre la sociedad y la política. Nueva desorientación del lector: todo eso, según creíamos, era algo que había sucedido durante los años 90. En la actualidad, suena un poco extemporáneo reducir la esfera pública a un programa de televisión privado (o bien a “Celebrityland”), sobre todo después de diciembre de 2001, la recuperación del rol del Estado y el reinicio de los juicios por los crímenes de la dictadura (entre otras cuestiones). El empleo de itálicas para marcar distancia respecto de términos muy incorporados al uso, como zapping o tweet, subraya este efecto, y hasta fuerza la pregunta acerca de quién es el lector hipotético del libro, dado que se escribe como si estuviera dirigido a un público de una franja etaria no familiarizada con la tecnología. En el mismo sentido, si la idea de farandulización de la política recuerda a los argumentos propios de gran parte del progresismo resistente durante los años de Menem, se debe a que esos son, justamente, los lugares que Sarlo quiere para el kirchnerismo y para sí misma: el gobierno iniciado desde el 2003 se diferenciaría poco y nada del menemismo frívolo, su lógica es “la lógica binaria de los medios”, y ella sigue siendo la intelectual que critica el vaciamiento de la dimensión política. Sin embargo, ese extenso análisis inicial (que prepara el terreno para leer, páginas después, un kirchnerismo “farandulizado”) revela también una fascinación con los medios propia de una lectura posmoderna pura y dura de la realidad, según la cual la política se juega ahí, en la instancia mediática, y no en la negociación de conflictos sociales y económicos a través de medidas concretas y movilización. Sarlo ha hecho de la crítica a la posmodernidad un bastión fuerte de su carrera intelectual; ahora, al revés, hace una lectura posmoderna y ése es su bastión contra el kirchernismo.
2. “Cristina Kirchner no ha entendido esto bien”
Las observaciones sesgadas o no asistidas por una justificación continúan durante todo el libro. Por citar dos ejemplos: se menciona que el peronismo, “a diferencia del radicalismo, siempre se metió con los medios”, descontando señalar las diversas intervenciones y manipulaciones de la Junta Coordinadora de Enrique Nosiglia durante la presidencia de Alfonsín (ver El Coti, de Darío Gallo y Gustavo Álvarez Guerrero, que salió por Sudamericana en 2005); se escribe que el imaginario mediático de “Celebrityland” tiene una influencia muy importante, contradiciendo el dictum, pronunciado durante su participación en 6,7,8, según el cual hace mucho tiempo que los medios han dejado de tener influencia sobre la población (la argucia de esa contradicción es evidente: Tinelli influye, por lo tanto idiotiza, pero TN no influye, por lo tanto no hay cargo para imputarle).
Ese conjunto de imprecisiones debe vincularse a la indecisa posición enunciativa que adopta Sarlo en sus líneas. “Para entender hay que describir”, redacta, mientras con la otra mano interpreta, juzga, descalifica, en oraciones de claridad cartesiana que a veces disimulan mal el tono crispado traducido en hipérbole: “ser progresista”, ironiza sobre los Kirchner, “es violar todas las leyes y normas y necesidades del federalismo”. Sarlo califica y no califica los objetos de descripción alternativamente; esa decisión le asigna al libro un plus de arbitrariedad que no se condice con las críticas al kirchnerismo. Resulta más confuso todavía que frases cargadas hasta la médula de connotaciones peyorativas sean camufladas como enunciados objetivos. El escamoteo busca construir un lugar de enunciación más allá de los tironeos de la política, lo que en este caso es impracticable desde el vamos.
Volvamos al imperativo antes citado: “Para entender hay que describir”. La preocupación casi obsesiva del libro es entender todo lo que ocurre a su alrededor en tiempo presente, lo cual sería elogiable si no fuera porque su consecuencia a nivel de la enunciación es el permanente reparto de atribuciones: “Kirchner entendió mucho de política”, “La ropa pública no es una acción privada. Cristina Kirchner no ha entendido esto bien”, “Artemio López es un viejo peronista que entiende perfectamente este potencial” (se refiere a los blogs), “Eso es entender a la perfección las reglas de Celebrityland”. El objeto de análisis y comprensión va cambiando, pero lo que no cambia es el lugar de enunciación omnisciente, que todo lo comprende, y desde el que resulta natural escribir la siguiente humorada autocontradictoria: “Quisiera que los siguientes calificativos fueran leídos descriptivamente: abigarrado, ampuloso, barroco, pesado, falto de claridad conceptual, demasiado engamado o de un cromatismo chillón. Así se vistió, hasta la muerte de Kirchner, el cuerpo ceremonial del Estado”. Que se haya entendido mejor o peor el canon según el cual la presidenta debería elegir su indumentaria no resulta, en todo caso, tan relevante; importa más en cambio cuando esa enunciación autosuficiente, pre o posmoderna (ya veremos) e imprecisa, aborda la relación del gobierno con las clases populares.
3. ”La relación del kirchnerismo con las organizaciones sociales consistió básicamente en cooptar a sus dirigentes con cargos en el Estado y paquetes de planes sociales y mantener el nivel conflicto lo más bajo posible”
La fijación con los medios de La audacia y el cálculo no construye sólo un kirchnerismo frívolo. Apunta, también y de manera más estructural, a ofrecer una imagen decadentista de la sociedad -especialmente de las clases populares. La argumentación hace pie en el consumo cultural y se dispara hacia otras esferas. Por ejemplo, y sin escalas, al terreno ético: Sarlo señala que la cabeza de Maradona “se moduló en el cruce de Fiorito y el país de la fama, una tierra donde se puede hacer cualquier cosa mientras se adore a los hijos y a la madre”, lo que implica: superficialidad y sentimentalismo de las clases populares, pues ellas también están, recordemos, configuradas según los patrones de los programas de farándula que consumen. El lugar de “fiscal de la cultura” que adopta Sarlo (simétrico al de “fiscal de la república” que ella ve en Verbitsky) le permite exponer esta conclusión sin necesidad de matizarla. De hecho, la misma forma del enunciado obstruye esa posibilidad, ya que la frase parece pertenecer menos al terreno de la observación sociológica fundamentada que al de la opinión.
La ecuación que propone el libro es simple: las clases populares prefieren Celebrityland, y Celebrityland idiotiza; por lo tanto, al no mostrar interés por nada que escape a esa pauta de consumo, las clases populares se encuentran despolitizadas. En efecto, si “el ocio configura de modo bien profundo las costumbres y capacidades (…), los umbrales de tolerancia a la dificultad, la disposición a encarar cuestiones menos simples”, raramente quien elija ver programas frívolos en su tiempo libre podrá dedicarse a la complejidad que implica la dimensión pública. La degradación cultural tiene así su correlato en la completa pasividad política.
A Kirchner, leemos, “no lo conmovían los principios que conmueven a una izquierda del siglo XXI: la dignidad y autonomía de los miserables. Los entregó atados a los caudillos que, a su vez, se le sometían”. Es secundario el hecho de que Sarlo no mencione medidas como la AUH o el plan “Un alumno, una computadora”, una de cuyas características principales es dirigir recursos del estado a los sectores populares sin mediadores; lo fundamental aquí es que el tono patético trae hasta el lector el omnipresente fantasma del clientelismo, concepto seudoexplicativo de casi todos los males de la Argentina (que también aparece en la solicitada a favor de Binner). El subtexto de ese término, por si hace falta repetirlo, es que las clases populares están sujetas a un esquema de intercambio de favores por votos que les impediría ejercer un sufragio “libre”, “ideológico”; desde una visión metonímica de la política, la consecuencia sería que estos sectores votan con el estómago o el bolsillo y no con la cabeza, en una suerte de ciudadanía imperfecta opuesta a la ciudadanía libre de determinaciones de las clases medias y altas. Y sólo así, por la negativa a reconocerle a los sectores populares una politicidad activa y una capacidad de organización virtuosa, se explica el comentario de Sarlo acerca de la marcha del 24 de marzo de 2010, en la que “prácticamente todo el espectro del progresismo estuvo para representar la continuidad histórica entre las organizaciones de derechos humanos y decenas de agrupaciones políticas y sociales a las que se agregó, como novedad de último momento, una Juventud Sindical de la CGT, que no se había visto antes en manifestaciones de este tipo. Sin embargo, para quien ha visto muchas ´plazas´, lo nuevo era el nucleamiento de 678 Facebook”. La frase concede y al mismo tiempo niega: sí, la JS fue algo novedoso, pero no tanto como el grupo de clase media reunido a través de Internet y la televisión, fetiches argumentativos de La audacia y el cálculo. El desconocimiento (cercano al ninguneo) de la transformación política que supone el compromiso con los derechos humanos de una rama joven y muy activa del sindicalismo peronista, liderados por un dirigente que construyó un sindicato desde la base (el de Trabajadores de Peajes y Afines), sólo se puede entender si pensamos en que, para Sarlo, lo que hacen las clases populares no es del todo política, o al menos siempre se verá deslucido ante las manifestaciones de los otros sectores.
El inconveniente de esta posición es que no sólo resulta sociológicamente poco productiva (por ejemplo, como señala la politóloga María Esperanza Casullo -click aquí-, es difícil de cuantificar cómo el clientelismo afecta el devenir de la política) y problemática en términos ideológicos, ya que restringir la política “libre” a los sectores medios y altos de la sociedad supone una lectura más antipopular que antipopulista. Además, indica una desactualización en términos teóricos. Hoy en día, [hasta el diario La Nación admite algún matiz a la imagen de las clases populares como pasivas políticamente, atadas a los intereses y conveniencias de dirigentes corruptos (por ejemplo, clickaquí, con la puesta en perspectiva del término “puntero”). Más extraño aún resulta que Sarlo no mencione, ni siquiera para rebatirlo, a Javier Auyero, politólogo que con sus trabajos etnográficos viene estudiando (y complejizando) el concepto de clientelismo desde los 90. O, todavía más pertinente, al sociólogo uruguayo-argentino Denis Merklen. Su libro Pobres ciudadanos (del 2005, hay una segunda edición del 2010 por Gorla) desarma la “alternativa errónea” entre clientelismo y ciudadanía postulando, en cambio, que las clases populares están “condenadas a la política” para sobrevivir; esto es, a ejercer presión, a negociar con el Estado, a poner juego capital político y legitimidad social. “La larga y paciente construcción de lazos sociales a nivel de los barrios del conurbano”, escribe Merklen, “fue enteramente ignorada por aquellos universitarios que leían la política en clave exclusivamente ciudadana”. Este movimiento que señala Merklen se comprueba por partida doble en la frase sobre la marcha del 24 de marzo antes citada. Allí Sarlo logra, extrañamente, hacer a la vez una lectura posmoderna y una lectura premoderna de la realidad. Posmoderna porque lo que importa no son los trabajadores organizados sino los consumidores de TV y los usuarios de la web; premoderna, previa a la Revolución Francesa, porque la política se ubica donde están los ciudadanos “libres” de las clases medias y altas, mientras que hacia abajo sólo hay, como la misma autora define, miserables entregados.
4. “A veces, un flash la asimila a una buena actriz de la televisión representando a una gran mujer política”
Las escasas notas de reconocimiento a los logros políticos de los últimos ocho años aparecen, en el curso del libro, puestas entre paréntesis, subordinadas a una oración principal que las atenúa, objeta o directamente anula, o bien como nota al final de capítulo. Es cierto que la sutileza de esa decisión parece más inteligente que la iracundia de otras figuras públicas que resuelven su deshonestidad intelectual apelando a comparaciones del gobierno argentino con el fascismo. Sin embargo, a los efectos de la polémica, los dos disensos resultan tan estructurales y deshonestos que no se plantea ni siquiera el piso común de lo hecho y de lo que falta por hacer. Lo que se busca es antagonizar permanentemente las posiciones –cosa que no está mal, salvo porque esa disposición al antagonismo es lo que critican, con sentido común republicano, sus propios artículos sobre el kirchnerismo.
En La audacia y el cálculo predominan imágenes de Kirchner y del kirchnerismo cuyo grado de novedad en términos de percepción de movimientos populares y democrácticos es cercano a cero. La adhesión −organizada políticamente o no− al gobierno de diversos sectores sociales, la normalidad electoral con que fueron elegidos sus representantes y las transformaciones tangibles del 2003 en adelante son acontecimientos que la prosa de Sarlo elige desconocer o desdibujar hasta volverlos irreconocibles. A cambio se escribe sobre la “versión inventada para apoyar la ley de medios”, “los sectores medios a los que les tocó el lado bueno de la reactivación”, el “ignorante patetismo” de CFK cuando “reconoció no ser muy sarmientina”, la “rusticidad” del trato de Kirchner o la “violencia estilística de Aníbal Fernández”, contrastantes con Duhalde, quien “practicó la moderación hasta que la policía, en un episodio oscuro, asesinó a los militantes Kosteki y Santillán”. En estas citas del libro, sumadas a las anteriores, el lector reconocerá un compendio de acusaciones que no le resultará históricamente ajeno: incivilidad, ignorancia, impostura, y otra serie de sustantivos con prefijo negador. Nada resulta muy distinto en “Victoriosa autoinvención”, el artículo en que Sarlo analiza la reelección de la Presidenta. Más que analizar el nivel de convocatoria y participación popular en Plaza de Mayo, Sarlo parece estar glosando las líneas de “El simulacro”, aquel cuento de Borges publicado en 1960. No se ve cómo puede pasar por complejo y lúcido un análisis político cuyo punto de partida y de llegada es que el kirchernismo resulta una gran puesta en escena.
Escribía Borges en “El simulacro”: “¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal (…) El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.
Cincuenta y un años después, Beatriz Sarlo escribe en “Victoriosa autoinvención”: “La Presidenta Viuda fue la protagonista y la directora de la obra, una creación suya y de un grupo muy chico de publicitarios e ideólogos, que la dejó hacer y perfeccionó lo perfeccionable (…) La Presidenta hizo una actuación de alta escuela, mezcla de vigor y emoción; se colocó a sí misma al borde del llanto y se rescató por un ejercicio público de la voluntad. Es la gran actriz de carácter sobre un escenario diseñado meticulosamente por ella misma”. Con semejante desestimación de la voluntad popular, no es extraño que Sarlo termine el artículo de esta manera: “La novedad, por primera vez en la historia electoral argentina, es el lejano segundo lugar del Frente Amplio Progresista, dirigido por Hermes Binner y muy heterogéneo”. Sería falso negar que este segundo lugar ocupado por el partido que apoyó Sarlo es un dato relevante de la noche del 23 de octubre de 2011, pero a los ojos de cualquier lector resulta poco serio que no se mencione, como hicieron absolutamente todos los medios de comunicación, la histórica diferencia porcentual con que se impuso el Frente para la Victoria. Y, además, la estrategia argumentativa elegida implica, de nuevo, una desactualización conceptual: ¿se puede realmente seguir apelando a los mismos argumentos que en 1945, sin incorporar ningún matiz nuevo, en un esquema conceptual blindado con respecto a la realidad? En verdad, tal es la fijación en la idea del simulacro que internet y la televisión son lo único nuevo, ya no del kirchernismo, sino de la propia argumentación de Sarlo con respecto a las formulaciones del antiperonismo clásico. Parece dudoso, entonces que La audacia y el cálculo sea un libro que nos sirva para entender la coyuntura.
En estos años, desde sectores tanto cercanos al gobierno como contrarios a él, se ha planteado la necesidad de que el kirchnerismo discuta con los intelectuales críticos a su gestión. El debate, en efecto, es una instancia saludable. De todas maneras, resulta importante aclarar previamente el panorama e introducir algunos matices en la politicidad de las clases populares; si no, se corre el riesgo de caer en falsas polémicas o argumentaciones poco sutiles, por ejemplo la de Martín Caparrós, cuyo último recurso, tras el 54% obtenido por Cristina Fernández de Kirchner, consistió en cuestionar la “razón democrática”. Tras décadas de historia argentina y también de peronismo, seguir reduciendo la vida política nacional a una oposición entre clientelismo y ciudadanía, como consignaba Merklen, configura una posición legitimista y simplificadora, hasta el punto en que parece preocupante que figuras intelectuales, para apoyar el armado de Binner en tanto alternativa realmente progresista, adopten como propia esa separación. Lo mismo ocurre con los zapatos de Cristina o el tono de Aníbal Fernández por radio: es cierto que forman parte de la época y por lo tanto deben ser analizados, pero su lugar es periférico y de ningún modo puede convertirse en centro explicativo del presente. Para entender realmente la coyuntura y el futuro próximo, en cambio, se impone un análisis serio y honesto del rol de las clases populares en la política, que vaya más allá de los lugares comunes y el maniqueísmo.
Una lectura de La audacia y el cálculo, último libro de Beatriz Sarlo. Adjetivos, descripciones y problemas de método. La sociología de Denis Merklen como salida al atolladero de la crítica cultural pre y pos moderna.
Una lectura de La audacia y el cálculo, último libro de Beatriz Sarlo. Adjetivos, descripciones y problemas de método. La sociología de Denis Merklen como salida al atolladero de la crítica cultural pre y pos moderna.
1. “Sólo queda afuera de Celebrityland quien se retire del mundo”
La muerte de Néstor Kirchner catalizó la publicación de una cantidad de libros que se sumaron a la bibliografía ya existente sobre el kirchnerismo. Entre todo ese corpus, se destaca La audacia y el cálculo, de Beatriz Sarlo, la única intelectual cuya lucidez es señalada consensualmente por exponentes tanto de la derecha como de la izquierda. Con una larga y muy fructífera carrera académica en relación a la literatura argentina, y con una filiación política que empezó en el maoísmo del Partido Comunista Revolucionario, tuvo un muy breve paso por el peronismo en los 70 y finalmente se decantó hacia el alfonsinismo y el Frepaso (siendo su último avatar la solicitada en favor de la candidatura de Hermes Binner), Sarlo construyó un lugar ligado al progresismo que en la actualidad critica al gobierno desde el foco de la cultura. La audacia y el cálculo es el libro en que se dedica a pensar específicamente la figura del ex presidente tras haber puesto un pie en la prensa grande escribiendo sobre política.
Sin embargo, aunque el subtítulo sea Kirchner 2003-2010, aunque en la contratapa se lo mente una y otra vez (“Despótico, decidido, autoritario…”), y aunque su imagen aparezca en la portada, lo cierto es que el análisis sobre el ex presidente y sobre los núcleos centrales de la política kirchnerista (la resolución 125 o los avances en materia de derechos humanos) recién empiezan promediando el libro, después de más cien páginas dedicadas a Gran Cuñado, los blogs en general y la “blogósfera kirchnerista” en particular, los tweets de Aníbal Fernández en contraste con los de Macri o el vestuario de la presidenta. Además, según ha señalado especialmente la nota de Horacio Verbitsky en Página/12, los análisis parten de una serie de errores fácticos, lo que les quita precisión. Por el contrario, los desgloses previos acerca de la gramática, la sintaxis y el léxico de los medios y las redes sociales son muchas veces correctos en sus observaciones formales, aunque también muchas veces no pertinentes respecto del tema del libro. ¿O es que resultan pertinentes en calidad de fenómenos satelitales del kirchnerismo? En ese caso, no se entiende por qué no fueron igualmente considerados otros fenómenos de coyuntura como la sintaxis informativa de TN y Clarín (que no merece ninguna mención) o el caso Papel Prensa (que sólo merece un abigarrado paréntesis). La desorientación continuará, a menos que se invierta la fórmula y se trate de leer qué es lo que evidencia ese planteo de la composición general del libro. Si los señalamientos acerca de los medios ocupan más espacio y resultan más precisos que los que hacen a la política en sentido estricto, quizás no se deba sólo al hecho de que la crítica cultural sea el terreno de origen de Sarlo. Podría pensarse que hay algo más: la tesis general del libro sería, en esa perspectiva, que lo realmente significativo del período 2003-2010 no es el kirchnerismo, sus distintas acciones de gobierno y la renovada movilización social, sino… el imperio de los medios sobre la sociedad y la política. Nueva desorientación del lector: todo eso, según creíamos, era algo que había sucedido durante los años 90. En la actualidad, suena un poco extemporáneo reducir la esfera pública a un programa de televisión privado (o bien a “Celebrityland”), sobre todo después de diciembre de 2001, la recuperación del rol del Estado y el reinicio de los juicios por los crímenes de la dictadura (entre otras cuestiones). El empleo de itálicas para marcar distancia respecto de términos muy incorporados al uso, como zapping o tweet, subraya este efecto, y hasta fuerza la pregunta acerca de quién es el lector hipotético del libro, dado que se escribe como si estuviera dirigido a un público de una franja etaria no familiarizada con la tecnología. En el mismo sentido, si la idea de farandulización de la política recuerda a los argumentos propios de gran parte del progresismo resistente durante los años de Menem, se debe a que esos son, justamente, los lugares que Sarlo quiere para el kirchnerismo y para sí misma: el gobierno iniciado desde el 2003 se diferenciaría poco y nada del menemismo frívolo, su lógica es “la lógica binaria de los medios”, y ella sigue siendo la intelectual que critica el vaciamiento de la dimensión política. Sin embargo, ese extenso análisis inicial (que prepara el terreno para leer, páginas después, un kirchnerismo “farandulizado”) revela también una fascinación con los medios propia de una lectura posmoderna pura y dura de la realidad, según la cual la política se juega ahí, en la instancia mediática, y no en la negociación de conflictos sociales y económicos a través de medidas concretas y movilización. Sarlo ha hecho de la crítica a la posmodernidad un bastión fuerte de su carrera intelectual; ahora, al revés, hace una lectura posmoderna y ése es su bastión contra el kirchernismo.
2. “Cristina Kirchner no ha entendido esto bien”
Las observaciones sesgadas o no asistidas por una justificación continúan durante todo el libro. Por citar dos ejemplos: se menciona que el peronismo, “a diferencia del radicalismo, siempre se metió con los medios”, descontando señalar las diversas intervenciones y manipulaciones de la Junta Coordinadora de Enrique Nosiglia durante la presidencia de Alfonsín (ver El Coti, de Darío Gallo y Gustavo Álvarez Guerrero, que salió por Sudamericana en 2005); se escribe que el imaginario mediático de “Celebrityland” tiene una influencia muy importante, contradiciendo el dictum, pronunciado durante su participación en 6,7,8, según el cual hace mucho tiempo que los medios han dejado de tener influencia sobre la población (la argucia de esa contradicción es evidente: Tinelli influye, por lo tanto idiotiza, pero TN no influye, por lo tanto no hay cargo para imputarle).
Ese conjunto de imprecisiones debe vincularse a la indecisa posición enunciativa que adopta Sarlo en sus líneas. “Para entender hay que describir”, redacta, mientras con la otra mano interpreta, juzga, descalifica, en oraciones de claridad cartesiana que a veces disimulan mal el tono crispado traducido en hipérbole: “ser progresista”, ironiza sobre los Kirchner, “es violar todas las leyes y normas y necesidades del federalismo”. Sarlo califica y no califica los objetos de descripción alternativamente; esa decisión le asigna al libro un plus de arbitrariedad que no se condice con las críticas al kirchnerismo. Resulta más confuso todavía que frases cargadas hasta la médula de connotaciones peyorativas sean camufladas como enunciados objetivos. El escamoteo busca construir un lugar de enunciación más allá de los tironeos de la política, lo que en este caso es impracticable desde el vamos.
Volvamos al imperativo antes citado: “Para entender hay que describir”. La preocupación casi obsesiva del libro es entender todo lo que ocurre a su alrededor en tiempo presente, lo cual sería elogiable si no fuera porque su consecuencia a nivel de la enunciación es el permanente reparto de atribuciones: “Kirchner entendió mucho de política”, “La ropa pública no es una acción privada. Cristina Kirchner no ha entendido esto bien”, “Artemio López es un viejo peronista que entiende perfectamente este potencial” (se refiere a los blogs), “Eso es entender a la perfección las reglas de Celebrityland”. El objeto de análisis y comprensión va cambiando, pero lo que no cambia es el lugar de enunciación omnisciente, que todo lo comprende, y desde el que resulta natural escribir la siguiente humorada autocontradictoria: “Quisiera que los siguientes calificativos fueran leídos descriptivamente: abigarrado, ampuloso, barroco, pesado, falto de claridad conceptual, demasiado engamado o de un cromatismo chillón. Así se vistió, hasta la muerte de Kirchner, el cuerpo ceremonial del Estado”. Que se haya entendido mejor o peor el canon según el cual la presidenta debería elegir su indumentaria no resulta, en todo caso, tan relevante; importa más en cambio cuando esa enunciación autosuficiente, pre o posmoderna (ya veremos) e imprecisa, aborda la relación del gobierno con las clases populares.
3. ”La relación del kirchnerismo con las organizaciones sociales consistió básicamente en cooptar a sus dirigentes con cargos en el Estado y paquetes de planes sociales y mantener el nivel conflicto lo más bajo posible”
La fijación con los medios de La audacia y el cálculo no construye sólo un kirchnerismo frívolo. Apunta, también y de manera más estructural, a ofrecer una imagen decadentista de la sociedad -especialmente de las clases populares. La argumentación hace pie en el consumo cultural y se dispara hacia otras esferas. Por ejemplo, y sin escalas, al terreno ético: Sarlo señala que la cabeza de Maradona “se moduló en el cruce de Fiorito y el país de la fama, una tierra donde se puede hacer cualquier cosa mientras se adore a los hijos y a la madre”, lo que implica: superficialidad y sentimentalismo de las clases populares, pues ellas también están, recordemos, configuradas según los patrones de los programas de farándula que consumen. El lugar de “fiscal de la cultura” que adopta Sarlo (simétrico al de “fiscal de la república” que ella ve en Verbitsky) le permite exponer esta conclusión sin necesidad de matizarla. De hecho, la misma forma del enunciado obstruye esa posibilidad, ya que la frase parece pertenecer menos al terreno de la observación sociológica fundamentada que al de la opinión.
La ecuación que propone el libro es simple: las clases populares prefieren Celebrityland, y Celebrityland idiotiza; por lo tanto, al no mostrar interés por nada que escape a esa pauta de consumo, las clases populares se encuentran despolitizadas. En efecto, si “el ocio configura de modo bien profundo las costumbres y capacidades (…), los umbrales de tolerancia a la dificultad, la disposición a encarar cuestiones menos simples”, raramente quien elija ver programas frívolos en su tiempo libre podrá dedicarse a la complejidad que implica la dimensión pública. La degradación cultural tiene así su correlato en la completa pasividad política.
A Kirchner, leemos, “no lo conmovían los principios que conmueven a una izquierda del siglo XXI: la dignidad y autonomía de los miserables. Los entregó atados a los caudillos que, a su vez, se le sometían”. Es secundario el hecho de que Sarlo no mencione medidas como la AUH o el plan “Un alumno, una computadora”, una de cuyas características principales es dirigir recursos del estado a los sectores populares sin mediadores; lo fundamental aquí es que el tono patético trae hasta el lector el omnipresente fantasma del clientelismo, concepto seudoexplicativo de casi todos los males de la Argentina (que también aparece en la solicitada a favor de Binner). El subtexto de ese término, por si hace falta repetirlo, es que las clases populares están sujetas a un esquema de intercambio de favores por votos que les impediría ejercer un sufragio “libre”, “ideológico”; desde una visión metonímica de la política, la consecuencia sería que estos sectores votan con el estómago o el bolsillo y no con la cabeza, en una suerte de ciudadanía imperfecta opuesta a la ciudadanía libre de determinaciones de las clases medias y altas. Y sólo así, por la negativa a reconocerle a los sectores populares una politicidad activa y una capacidad de organización virtuosa, se explica el comentario de Sarlo acerca de la marcha del 24 de marzo de 2010, en la que “prácticamente todo el espectro del progresismo estuvo para representar la continuidad histórica entre las organizaciones de derechos humanos y decenas de agrupaciones políticas y sociales a las que se agregó, como novedad de último momento, una Juventud Sindical de la CGT, que no se había visto antes en manifestaciones de este tipo. Sin embargo, para quien ha visto muchas ´plazas´, lo nuevo era el nucleamiento de 678 Facebook”. La frase concede y al mismo tiempo niega: sí, la JS fue algo novedoso, pero no tanto como el grupo de clase media reunido a través de Internet y la televisión, fetiches argumentativos de La audacia y el cálculo. El desconocimiento (cercano al ninguneo) de la transformación política que supone el compromiso con los derechos humanos de una rama joven y muy activa del sindicalismo peronista, liderados por un dirigente que construyó un sindicato desde la base (el de Trabajadores de Peajes y Afines), sólo se puede entender si pensamos en que, para Sarlo, lo que hacen las clases populares no es del todo política, o al menos siempre se verá deslucido ante las manifestaciones de los otros sectores.
El inconveniente de esta posición es que no sólo resulta sociológicamente poco productiva (por ejemplo, como señala la politóloga María Esperanza Casullo -click aquí-, es difícil de cuantificar cómo el clientelismo afecta el devenir de la política) y problemática en términos ideológicos, ya que restringir la política “libre” a los sectores medios y altos de la sociedad supone una lectura más antipopular que antipopulista. Además, indica una desactualización en términos teóricos. Hoy en día, [hasta el diario La Nación admite algún matiz a la imagen de las clases populares como pasivas políticamente, atadas a los intereses y conveniencias de dirigentes corruptos (por ejemplo, clickaquí, con la puesta en perspectiva del término “puntero”). Más extraño aún resulta que Sarlo no mencione, ni siquiera para rebatirlo, a Javier Auyero, politólogo que con sus trabajos etnográficos viene estudiando (y complejizando) el concepto de clientelismo desde los 90. O, todavía más pertinente, al sociólogo uruguayo-argentino Denis Merklen. Su libro Pobres ciudadanos (del 2005, hay una segunda edición del 2010 por Gorla) desarma la “alternativa errónea” entre clientelismo y ciudadanía postulando, en cambio, que las clases populares están “condenadas a la política” para sobrevivir; esto es, a ejercer presión, a negociar con el Estado, a poner juego capital político y legitimidad social. “La larga y paciente construcción de lazos sociales a nivel de los barrios del conurbano”, escribe Merklen, “fue enteramente ignorada por aquellos universitarios que leían la política en clave exclusivamente ciudadana”. Este movimiento que señala Merklen se comprueba por partida doble en la frase sobre la marcha del 24 de marzo antes citada. Allí Sarlo logra, extrañamente, hacer a la vez una lectura posmoderna y una lectura premoderna de la realidad. Posmoderna porque lo que importa no son los trabajadores organizados sino los consumidores de TV y los usuarios de la web; premoderna, previa a la Revolución Francesa, porque la política se ubica donde están los ciudadanos “libres” de las clases medias y altas, mientras que hacia abajo sólo hay, como la misma autora define, miserables entregados.
4. “A veces, un flash la asimila a una buena actriz de la televisión representando a una gran mujer política”
Las escasas notas de reconocimiento a los logros políticos de los últimos ocho años aparecen, en el curso del libro, puestas entre paréntesis, subordinadas a una oración principal que las atenúa, objeta o directamente anula, o bien como nota al final de capítulo. Es cierto que la sutileza de esa decisión parece más inteligente que la iracundia de otras figuras públicas que resuelven su deshonestidad intelectual apelando a comparaciones del gobierno argentino con el fascismo. Sin embargo, a los efectos de la polémica, los dos disensos resultan tan estructurales y deshonestos que no se plantea ni siquiera el piso común de lo hecho y de lo que falta por hacer. Lo que se busca es antagonizar permanentemente las posiciones –cosa que no está mal, salvo porque esa disposición al antagonismo es lo que critican, con sentido común republicano, sus propios artículos sobre el kirchnerismo.
En La audacia y el cálculo predominan imágenes de Kirchner y del kirchnerismo cuyo grado de novedad en términos de percepción de movimientos populares y democrácticos es cercano a cero. La adhesión −organizada políticamente o no− al gobierno de diversos sectores sociales, la normalidad electoral con que fueron elegidos sus representantes y las transformaciones tangibles del 2003 en adelante son acontecimientos que la prosa de Sarlo elige desconocer o desdibujar hasta volverlos irreconocibles. A cambio se escribe sobre la “versión inventada para apoyar la ley de medios”, “los sectores medios a los que les tocó el lado bueno de la reactivación”, el “ignorante patetismo” de CFK cuando “reconoció no ser muy sarmientina”, la “rusticidad” del trato de Kirchner o la “violencia estilística de Aníbal Fernández”, contrastantes con Duhalde, quien “practicó la moderación hasta que la policía, en un episodio oscuro, asesinó a los militantes Kosteki y Santillán”. En estas citas del libro, sumadas a las anteriores, el lector reconocerá un compendio de acusaciones que no le resultará históricamente ajeno: incivilidad, ignorancia, impostura, y otra serie de sustantivos con prefijo negador. Nada resulta muy distinto en “Victoriosa autoinvención”, el artículo en que Sarlo analiza la reelección de la Presidenta. Más que analizar el nivel de convocatoria y participación popular en Plaza de Mayo, Sarlo parece estar glosando las líneas de “El simulacro”, aquel cuento de Borges publicado en 1960. No se ve cómo puede pasar por complejo y lúcido un análisis político cuyo punto de partida y de llegada es que el kirchernismo resulta una gran puesta en escena.
Escribía Borges en “El simulacro”: “¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal (…) El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.
Cincuenta y un años después, Beatriz Sarlo escribe en “Victoriosa autoinvención”: “La Presidenta Viuda fue la protagonista y la directora de la obra, una creación suya y de un grupo muy chico de publicitarios e ideólogos, que la dejó hacer y perfeccionó lo perfeccionable (…) La Presidenta hizo una actuación de alta escuela, mezcla de vigor y emoción; se colocó a sí misma al borde del llanto y se rescató por un ejercicio público de la voluntad. Es la gran actriz de carácter sobre un escenario diseñado meticulosamente por ella misma”. Con semejante desestimación de la voluntad popular, no es extraño que Sarlo termine el artículo de esta manera: “La novedad, por primera vez en la historia electoral argentina, es el lejano segundo lugar del Frente Amplio Progresista, dirigido por Hermes Binner y muy heterogéneo”. Sería falso negar que este segundo lugar ocupado por el partido que apoyó Sarlo es un dato relevante de la noche del 23 de octubre de 2011, pero a los ojos de cualquier lector resulta poco serio que no se mencione, como hicieron absolutamente todos los medios de comunicación, la histórica diferencia porcentual con que se impuso el Frente para la Victoria. Y, además, la estrategia argumentativa elegida implica, de nuevo, una desactualización conceptual: ¿se puede realmente seguir apelando a los mismos argumentos que en 1945, sin incorporar ningún matiz nuevo, en un esquema conceptual blindado con respecto a la realidad? En verdad, tal es la fijación en la idea del simulacro que internet y la televisión son lo único nuevo, ya no del kirchernismo, sino de la propia argumentación de Sarlo con respecto a las formulaciones del antiperonismo clásico. Parece dudoso, entonces que La audacia y el cálculo sea un libro que nos sirva para entender la coyuntura.
En estos años, desde sectores tanto cercanos al gobierno como contrarios a él, se ha planteado la necesidad de que el kirchnerismo discuta con los intelectuales críticos a su gestión. El debate, en efecto, es una instancia saludable. De todas maneras, resulta importante aclarar previamente el panorama e introducir algunos matices en la politicidad de las clases populares; si no, se corre el riesgo de caer en falsas polémicas o argumentaciones poco sutiles, por ejemplo la de Martín Caparrós, cuyo último recurso, tras el 54% obtenido por Cristina Fernández de Kirchner, consistió en cuestionar la “razón democrática”. Tras décadas de historia argentina y también de peronismo, seguir reduciendo la vida política nacional a una oposición entre clientelismo y ciudadanía, como consignaba Merklen, configura una posición legitimista y simplificadora, hasta el punto en que parece preocupante que figuras intelectuales, para apoyar el armado de Binner en tanto alternativa realmente progresista, adopten como propia esa separación. Lo mismo ocurre con los zapatos de Cristina o el tono de Aníbal Fernández por radio: es cierto que forman parte de la época y por lo tanto deben ser analizados, pero su lugar es periférico y de ningún modo puede convertirse en centro explicativo del presente. Para entender realmente la coyuntura y el futuro próximo, en cambio, se impone un análisis serio y honesto del rol de las clases populares en la política, que vaya más allá de los lugares comunes y el maniqueísmo.