El kirchnerismo emergió haciendo del heterogéneo clamor de 2001 con sus claroscuros, sus víctimas y beneficiarios de los años 90 en las calles la epopeya unitaria de un pueblo que se habría rebelado contra un pasado ominoso en el que a las políticas dictatoriales habrían seguido las supuestas claudicaciones de la democracia.
En ese camino, en el que no faltaron ni la injusta disminución de un juicio ni la magnificación del acertado retiro de un cuadro, fue particularmente efectivo en lograr una inédita reconstrucción del poder político desde su indigencia original, dando forma a un espacio que ya no se reconocería en los límites tradicionales de la identidad peronista. El voto no peronista, mayoritario en los comicios presidenciales desde 1983, se convirtió en minoritario simultáneamente al ascenso del kirchnerismo, dando cuenta tanto del carácter híbrido del movimiento como de su capacidad para interpelar a tradiciones políticas diversas y hasta poco antes enfrentadas en el escenario nacional.
Reuniendo antiguas aspiraciones igualitarias del peronismo, desplazadas en el discurso político por una domesticada noción de equidad, con demandas progresistas que el Frepaso no quiso, no supo o no pudo encarnar, el kirchnerismo construyó una potente fuerza reformista que, en un contexto internacional favorable, ha mejorado las condiciones de vida de amplias mayorías de la población, ha recuperado el lugar del Estado, ha dado curso a inobjetables demandas de justicia y ha realizado por el desarrollo de la educación, la ciencia y la tecnología más que ninguna otra gestión en el último medio siglo.
Los principales desafíos que el revalidado gobierno tiene por delante son enormes: romper con un amesetamiento de los indicadores sociales que tras la espectacular mejora poscrisis se ha ralentizado en los últimos años; democratizar las mejoras salariales, que han estado sesgadas por una fuerte heterogeneidad interna entre los distintos sectores; poner coto a una inflación que pone en riesgo lo hasta aquí conseguido; superar la realidad intolerable de que una vida en Formosa o Jujuy no valga lo mismo que en los principales centros urbanos. * * *
El contexto mundial dista mucho de aquel de ocho años atrás: no seremos ajenos a una retracción del crecimiento internacional, lo que en el marco de la erosión de los pilares del crecimiento argentino de la última década demanda la ardua capacidad de atravesar estas circunstancias protegiendo a los sectores más vulnerables. Ello no es sencillo, en primer lugar por la heterogénea composición de apoyos que el Gobierno ha suscitado y por la que cualquier reacomodamiento brusco proyecta al oficialismo hacia los peores fantasmas de 2008, cuando las mieses cosechadas un año antes parecieron evaporarse.
Aunque no falten nostálgicos del pasado ni aspirantes a comisarios ideológicos que pueblen los medios oficiales, es preciso subrayar las profundas diferencias entre nuestra experiencia actual y la beligerante democratización encarnada por el populismo de antaño.
Este suponía, junto al fundacionalismo que implicaba la separación entre un pasado de oprobio y un mañana de redención de una parte hasta entonces excluida y subalternizada de la sociedad, la aspiración hegemonista a una representación unitaria de la comunidad. Desde 1983 hemos vivido la sucesión de diferentes fronteras fundacionales, pero el coto al hegemonismo y el reconocimiento de la pluralidad política y social de la comunidad son tal vez la gran herencia de ese amplio proceso de reforma intelectual y moral iniciado hace casi tres décadas y que es el sustento de nuestro régimen político.
Creo que si la experiencia política que ha nacido de la crisis de 2001 aún consigue un acompañamiento mayoritario ello se debe -entre otras muchas razones menos nobles- no a su esporádica invocación de los años 70, sino a que a veces, con más sombras que luces, ha conseguido condensar una parte importante de la experiencia de la sociedad argentina del 83 hasta hoy. Abrevando en lo mejor del alfonsinismo y la renovación peronista, de la intransigencia y del socialismo, de las inspiraciones iniciales del Frente Grande, ha conseguido imprimirle un sello propio a ese legado, aunque cierta mezquindad no permita reconocer heredades tan próximas.
El autor es profesor de la Universidad Nacional de General San Martín e investigador del Conicet .
En ese camino, en el que no faltaron ni la injusta disminución de un juicio ni la magnificación del acertado retiro de un cuadro, fue particularmente efectivo en lograr una inédita reconstrucción del poder político desde su indigencia original, dando forma a un espacio que ya no se reconocería en los límites tradicionales de la identidad peronista. El voto no peronista, mayoritario en los comicios presidenciales desde 1983, se convirtió en minoritario simultáneamente al ascenso del kirchnerismo, dando cuenta tanto del carácter híbrido del movimiento como de su capacidad para interpelar a tradiciones políticas diversas y hasta poco antes enfrentadas en el escenario nacional.
Reuniendo antiguas aspiraciones igualitarias del peronismo, desplazadas en el discurso político por una domesticada noción de equidad, con demandas progresistas que el Frepaso no quiso, no supo o no pudo encarnar, el kirchnerismo construyó una potente fuerza reformista que, en un contexto internacional favorable, ha mejorado las condiciones de vida de amplias mayorías de la población, ha recuperado el lugar del Estado, ha dado curso a inobjetables demandas de justicia y ha realizado por el desarrollo de la educación, la ciencia y la tecnología más que ninguna otra gestión en el último medio siglo.
Los principales desafíos que el revalidado gobierno tiene por delante son enormes: romper con un amesetamiento de los indicadores sociales que tras la espectacular mejora poscrisis se ha ralentizado en los últimos años; democratizar las mejoras salariales, que han estado sesgadas por una fuerte heterogeneidad interna entre los distintos sectores; poner coto a una inflación que pone en riesgo lo hasta aquí conseguido; superar la realidad intolerable de que una vida en Formosa o Jujuy no valga lo mismo que en los principales centros urbanos. * * *
El contexto mundial dista mucho de aquel de ocho años atrás: no seremos ajenos a una retracción del crecimiento internacional, lo que en el marco de la erosión de los pilares del crecimiento argentino de la última década demanda la ardua capacidad de atravesar estas circunstancias protegiendo a los sectores más vulnerables. Ello no es sencillo, en primer lugar por la heterogénea composición de apoyos que el Gobierno ha suscitado y por la que cualquier reacomodamiento brusco proyecta al oficialismo hacia los peores fantasmas de 2008, cuando las mieses cosechadas un año antes parecieron evaporarse.
Aunque no falten nostálgicos del pasado ni aspirantes a comisarios ideológicos que pueblen los medios oficiales, es preciso subrayar las profundas diferencias entre nuestra experiencia actual y la beligerante democratización encarnada por el populismo de antaño.
Este suponía, junto al fundacionalismo que implicaba la separación entre un pasado de oprobio y un mañana de redención de una parte hasta entonces excluida y subalternizada de la sociedad, la aspiración hegemonista a una representación unitaria de la comunidad. Desde 1983 hemos vivido la sucesión de diferentes fronteras fundacionales, pero el coto al hegemonismo y el reconocimiento de la pluralidad política y social de la comunidad son tal vez la gran herencia de ese amplio proceso de reforma intelectual y moral iniciado hace casi tres décadas y que es el sustento de nuestro régimen político.
Creo que si la experiencia política que ha nacido de la crisis de 2001 aún consigue un acompañamiento mayoritario ello se debe -entre otras muchas razones menos nobles- no a su esporádica invocación de los años 70, sino a que a veces, con más sombras que luces, ha conseguido condensar una parte importante de la experiencia de la sociedad argentina del 83 hasta hoy. Abrevando en lo mejor del alfonsinismo y la renovación peronista, de la intransigencia y del socialismo, de las inspiraciones iniciales del Frente Grande, ha conseguido imprimirle un sello propio a ese legado, aunque cierta mezquindad no permita reconocer heredades tan próximas.
El autor es profesor de la Universidad Nacional de General San Martín e investigador del Conicet .