Sacar los pies del plato

Ahora que Hugo Moyano rompió lanzas con el oficialismo, la vieja frase acuñada por el General -«sacar los pies del plato», eficaz figura con la que solía apuntar a los descarriados de su vasto movimiento»- recobra áspera vigencia. Sin ir más lejos, el diputado Carlos Kunkel la recordó hace unos días, a propósito del paro judicial impulsado por Julio Piumato.
El «sacar los pies del plato» -que a lo largo de los 66 años del peronismo se convirtió en la coloquial manera de rotular no sólo a los dirigentes que entran y salen del partido mayoritario de la Argentina en actitud cismática, sino también a los que son echados en medio de trifulcas- es una operación que, lejos de debilitar al peronismo, potencia su enorme vitalidad. Ya lo decía con picardía Juan Domingo Perón, en uno de sus más célebres apotegmas: «Los peronistas somos como los gatos, cuando parece que nos estamos peleando es que nos estamos reproduciendo».
En efecto, de las alianzas y divisiones internas surgen dirigentes en un abanico de matices difícil de encontrar en otros partidos. Retozan sin prejuicios y, alternativamente, acuerdan alianzas, chocan entre sí, caen en desgracia o esperan pacientes que se dé su cuarto de hora de gloria. Son histriónicamente dogmáticos de la boca para afuera, pero no pierden elasticidad para dar inesperadas volteretas en el aire, si la circunstancia lo exige. Y siempre tienen a mano la goma de borrar para que la memoria del pasado no les obstaculice el presente con incómodos recuerdos.
Por eso, con tal de ganar el poder, son capaces de encarnar muy pronunciadas contradicciones ideológicas. Así, a fines de los años 80, Carlos Menem llevó a su partido a asumir un proyecto neoliberal, mientras que una década más tarde, Néstor Kirchner instaló un régimen neoprogresista que acaba de iniciar su tercer período consecutivo, ambos en nombre del sacrosanto y maleable justicialismo.
Por su gran vocación hegemónica, al sofocar a sus adversarios, que quedan sin aptitud electoral ante su avance avasallante, se le produce al PJ un fenómeno más que curioso de puertas para adentro: por su afán de absorber elementos provenientes de filas ajenas a izquierda y derecha del espectro político, su muy heterogénea conformación inevitablemente termina siendo una olla en constante ebullición no siempre fácil de manejar por la conducción, que pretende imponer su férreo verticalismo. Y se le produce entonces una suerte de oposición interna que termina autoeyectándose para volver en algún momento con los laureles reverdecidos, con el fin de cargarse al más rancio oficialismo. ¿Es eso lo que pretende ahora Hugo Moyano tras su renuncia al PJ bonaerense y a la conducción nacional?
De allí otra de las frases folklóricas del PJ que aluden a ese ballet cíclico de arrimes y alejamientos: «El que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen».
Como no podía ser de otra manera, el primero en «sacar los pies del plato» fue el mismísimo Perón que, tras ganar las elecciones del 24 de febrero de 1946, disolvió el Partido Laborista, que lo había llevado como candidato a la presidencia, y que Cipriano Reyes y Luis Gay, entre otros sindicalistas, le habían ofrendado tras la epopeya multitudinaria del 17 de octubre de 1945. El aguerrido gremialista de la carne creyó que podía pelear su lugar en el mundo dentro de la política argentina, sin percatarse de que su vida de allí en más se convertiría en un auténtico calvario, tapizado de años en la cárcel, un serio atentado, variados tormentos y un continuo descrédito, al que fue sometido por hacer frente a quien sería el político más influyente del siglo XX.
Perón se va del Partido Laborista -al que deja, para utilizar recientes palabras del actual líder de los camioneros, como una «cáscara vacía»- y funda una agrupación de elocuente y sincera denominación que no oculta su afán omnímodo: Partido Unico de la Revolución (que en 1947 «evolucionaría» al más personalista Partido Peronista).
En la biografía de Antonio Cafiero, Militancia sin tiempo. Mi vida en el peronismo (Planeta, 2011), se reconoce que la del justicialismo es una historia con fracturas. «La historia del peronismo -dice el veterano referente de ese partido- también puede leerse como el relato de sucesivos intentos de cooptación por parte de movimientos, ideologías y también modas foráneas.» Recuerda, entre otros intentos, «los grupos ligados a la fracción nacionalista de la «Libertadora», al desarrollismo, a la izquierda mesiánica y la derecha totalitaria, a la socialdemocracia y el catolicismo integrista, a las ambiciones doradas de algún general o marino golpista, al «Tercer Movimiento Histórico» de Alfonsín, hasta llegar a los neoliberales y progresistas».
Si Perón, en 1946, fue el primero en «sacar los pies del plato» también le tocaría sufrir a la distancia un nada solapado desafío de su liderazgo, cuando su exilio en el exterior parecía volverse eterno e irreversible.
Impedido de regresar al país -lo había intentado en 1964, pero en Brasil lo atajaron y lo despacharon de vuelta a España-, Perón envía en octubre de 1965 a su tercera esposa, María Estela Martínez, para ponerle fin en su nombre al grave internismo provocado por esos hombres que, al decir del General, estaban «llenos de trampas y de vicios»: el «peronismo sin Perón», alentado por el líder metalúrgico Augusto Timoteo Vandor, que los leales «de pie junto a Perón» no podían frenar por sí solos. El «Lobo» pagará más tarde con la vida su deslealtad, cuando los Montoneros desplieguen su mortífero y vengativo plan de lucha armada.
Perón no se alarma y hasta cierto punto entiende el internismo, tal como se lo explica a su minucioso biógrafo Enrique Pavón Pereyra: «Es el proceso de una dinámica especial -le dice- que tienen los movimientos populares que es su renovación y eliminación selectiva a través de una lucha entre los dirigentes» ( Perón, el hombre del destino , Editorial Abril, 1974).
Con una vocación clara y reconocida de «partido único», como bautizó sin eufemismos a su agrupación quien fuera presidente de la Nación tres veces, el peronismo, sin embargo, abrevó con gran cintura y ubicuidad en el conservadurismo, en el radicalismo y en sectores nacionalistas y de la Iglesia. Esa «aspiradora» de hombres y mujeres de distintas extracciones, ese carácter frentista por naturaleza -que con el tiempo también recibiría aportes de una izquierda variopinta-, la expresa con simpática exageración el jefe del movimiento tras su regreso definitivo al país frente a los periodistas: «Mire, hay un 30% de radicales, lo que ustedes entienden por «liberales»; un 30% de conservadores, lo que los muchachos llaman «gorilas», y otro tanto de socialistas, comúnmente llamados «zurdos»». Entonces, uno de los hombres de prensa arremete: «Pero, General, ¿adónde están los peronistas?». La respuesta, con voz cascada y guiño de ojo, no se hace esperar: «¡Ah, no, peronistas son todos!».
La portación de peronismo en el adn de sus dirigentes no garantiza la plena concordia entre sus adherentes, precisamente por su extrema hibridez. En 1973, por ejemplo, los ortodoxos, que marchaban al grito de la «patria peronista», chocaron en Ezeiza con la «juventud maravillosa», más a gusto con la «patria socialista», con un número de muertos y heridos nunca determinados, en un hecho que abrió el capítulo más sangriento de la historia contemporánea argentina (terrorismo, represión, suicida contraofensiva montonera y más represión).
Aquella vez, «sacar los pies del plato» se llevó puesto un gobierno de izquierda (el de Cámpora) y la continuidad institucional (interinato de Lastiri y presidencias truncas, por muerte, de Perón, y, por golpe de Estado, de su viuda, Isabel) desplazó el péndulo hacia la derecha (incluso hacia la ultraderecha, con José López Rega, que prohijó a la banda parapolicial armada Las Tres A). Cuando la violencia se profundizó, tras la muerte de Perón, Montoneros pasó nuevamente a la clandestinidad y hasta creó un ala legal que se llamó paradójicamente Peronismo Auténtico.
Un «peronizado» Jorge Abelardo Ramos, en el quinto volumen de su Revolución y Contrarrevolución en la Argentina (edición del Senado de la Nación, 2006), opinaba que «Perón, en los pocos meses de su gobierno, apenas encontró tiempo para comenzar a depurar su propio partido y su gobierno de todos aquellos sectores nuevos que se habían infiltrado y que amenazaban hundir el régimen desde dos planos: el terrorismo clandestino y la acción gubernamental. Las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Salta, Santa Cruz y Mendoza estaban repletas de enemigos. Sus gobernadores -Bidegain, Obregón Cano, Ragone, Cepernic, Martínez Bacca- eran antiguos peronistas. Pero habían sido rodeados de elementos vinculados a la Juventud Peronista [o sea, no peronistas], de recientísima formación y que notoriamente actuaban contra la jefatura de Perón». Lo que se olvidó de decir el «Colorado» Ramos es que el peronismo es la única fuerza política nacional capaz de poner en situación de exilio a sus propios miembros (y hasta en riesgo de vida, por lo menos en los años 70), si el que manda es de la facción contraria.
En las últimas décadas, pacificados los ánimos, de todas maneras, se dieron situaciones realmente curiosas, como cuando en las elecciones presidenciales de 1995 dos dirigentes de extracción peronista, pero alejados de la casita paterna, José Octavio Bordón y «Chacho» Alvarez, compitieron con Carlos Menem, que entonces encarnaba el oficialismo peronista.
Más asombrosa fue aun la situación en los tres últimos comicios (2003, 2007 y 2011) cuando compitieron diversas fórmulas justicialistas o neojusticialistas, aunque ninguna, paradójicamente, utilizó la denominación partidaria. De hecho, hoy en día el oficialismo se siente más cómodo bajo el paraguas del Frente para la Victoria.
Congresos partidarios tumultuosos, exégetas del oficialismo de turno, dirigentes que pegan un portazo y que el día menos pensado están de vuelta, así es el peronismo, un hogar lleno de puertas y de ventanas por los que entran y salen constantemente personajes de toda laya, que pueden ser gobierno y oposición al mismo tiempo.
Cafiero, que ha transitado el justicialismo de todas las épocas, advierte ahora en su biografía: «Los riesgos a los que está expuesto el peronismo son muchos. Por empezar, no puede caer en una especie de «corporación de partidos provinciales», no puede seguir en el internismo, la politiquería, el clientelismo y la mera disputa por el cargo».
¿Quién determina la «pureza» del peronismo? Sólo el que tiene los votos y el timón lo relata a su exclusiva imagen y semejanza, según las necesidades coyunturales de su personalísimo momento histórico. Al que no quiere encolumnarse con disciplina y sin discutir el liderazgo, sólo lo aguarda la intemperie, a la espera anhelante de que, algún día, también le llegue su propio 17 de octubre.
© La Nacion.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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