En las sesiones extraordinarias de diciembre se aprobaron dos leyes que afectan gravemente el sistema de derechos y garantías individuales consagrado por la Constitución Nacional.
Una de ellas, la ley que reforma el Código Penal, ha sido objeto de serios cuestionamientos. En efecto, organizaciones sociales y de defensa de los derechos humanos, políticos, académicos e intelectuales han advertido que la creación de tipos penales tan amplios como los que incorpora la norma puede convertirla en instrumento para la persecución política.
La otra es la ley que declara de interés público la producción, comercialización y distribución de papel prensa. Y sobre ésta quiero reflexionar.
Con el argumento de que la libertad de expresión está amenazada porque dos importantes medios de comunicación son propietarios de Papel Prensa SA, y con el ánimo de poner fin a esa presunta amenaza, se sanciona una norma que crea las condiciones legales para que el Estado pueda controlar la provisión de papel prensa. En cualquier país democrático esta situación sería señalada como una clara amenaza a la libertad de prensa.
He sostenido antes que el Gobierno suele utilizar las causas más nobles para ocultar segundas intenciones que de nobles no tienen nada. En rigor, no es la libertad de expresión lo que le preocupa al Gobierno. O más exactamente, lo que de la libertad de expresión le preocupa al Gobierno es la posibilidad de que sea ejercida de modo tal que frustre su afán de ser el constructor hegemónico de la opinión pública. En otras palabras, que desafíe su relato o le dispute la construcción simbólica.
No es el hecho de que Papel Prensa SA sea propiedad de importantes medios de comunicación lo que inquieta al Gobierno, sino el carácter independiente y crítico de éstos. Si se tratara de medios afines, nada de esto estaríamos discutiendo. Pero no lo son, y ensayan todos los caminos posibles para su debilitamiento.
Aclarémoslo ya: no estamos frente a una dictadura. Quien afirme lo contrario no sabe -o se hace el que no sabe- qué es una dictadura. No debemos esperar, en consecuencia, ataques a la libertad de expresión similares a los provenientes de un régimen dictatorial. El Gobierno, en éste como en otros casos, apela a decisiones que se ubican en esa zona gris de la patología política, más propia de la devaluación o la degradación que de la supresión o la anulación. En esa zona, en definitiva, en la que la teoría política sitúa al populismo.
Un párrafo aparte merece la afirmación según la cual -incluso en este caso- entre un monopolio público y otro privado es preferible el público. En primer lugar, es necesario decir que no hay por qué optar entre estas alternativas. De hecho, el proyecto del radicalismo no las contempla y, sin embargo, preservaba la libertad de expresión de cualquier amenaza, tanto del sector público como del privado.
En segundo lugar, muchos compartirán conmigo la convicción de que siempre es más grave que el Estado amenace o cree riesgos para el ejercicio de los derechos que un particular haciendo lo mismo. Resulta innecesario detenernos a explicar las razones que respaldan esta convicción.
Otro argumento aún menos defendible que el anterior es el que parece partir del reconocimiento de las objeciones formuladas a la ley, pero pretende tranquilizarnos asegurando que el carácter progresista de este gobierno es suficiente garantía de que jamás adoptará decisión alguna que afecte negativamente la libertad de prensa, lo cual es desmentido por la realidad.
Recordemos, entre otras cosas, la relación entre medios de comunicación y el gobierno en Santa Cruz; la arbitraria asignación de la publicidad; las dificultades en el acceso a la información; el destrato, cuando no el agravio, que padecen muchos periodistas; el aliento y participación de funcionarios importantes en los «juicios populares» a la prensa; la imprudente violencia verbal utilizada para aludir a ciertos medios, y la forma en la que son utilizados los medios del Estado. Los mencionados no son sino algunos ejemplos de conductas sobre la cuales no puede edificarse la confianza en el compromiso del Gobierno con la libertad de expresión.
Afirma el dicho popular que de «los errores se aprende». A veces la expresión me resulta un tanto conformista. ¿No sería mejor aprender sin equivocarnos? Tal vez esto resulte un tanto omnipotente. Lo pongo así: ¿siempre es necesario pasar por la experiencia del error para aprender? Podría citar muchos ejemplos de conocimientos a los que podríamos haber accedido sin necesidad de pasar por la tantas veces dolorosa pedagogía del error. No quiero hacerlo para que nadie me acuse de establecer equivalencias entre situaciones inconmensurables.
Para terminar, me preocupa, por supuesto, el desdén del Gobierno por ciertos valores fundamentales de la república y la democracia, pero más me inquieta la posibilidad de que una proporción importante de argentinos responda con ingenuidad relativizando la gravedad de las desviaciones institucionales del oficialismo.
Confío en que, como decía Albert Camus, todos sepamos que la prensa con libertad puede ser buena o mala, pero que la prensa sin libertad siempre es mala. Si de los errores se aprende, deberíamos saber esto. Y tengamos en cuenta que cuando decimos que estas leyes afectan la libertad de prensa, en realidad estamos diciendo que afectan la libertad.
El autor es diputado nacional por la UCR y fue candidato presidencial por Udeso .
Una de ellas, la ley que reforma el Código Penal, ha sido objeto de serios cuestionamientos. En efecto, organizaciones sociales y de defensa de los derechos humanos, políticos, académicos e intelectuales han advertido que la creación de tipos penales tan amplios como los que incorpora la norma puede convertirla en instrumento para la persecución política.
La otra es la ley que declara de interés público la producción, comercialización y distribución de papel prensa. Y sobre ésta quiero reflexionar.
Con el argumento de que la libertad de expresión está amenazada porque dos importantes medios de comunicación son propietarios de Papel Prensa SA, y con el ánimo de poner fin a esa presunta amenaza, se sanciona una norma que crea las condiciones legales para que el Estado pueda controlar la provisión de papel prensa. En cualquier país democrático esta situación sería señalada como una clara amenaza a la libertad de prensa.
He sostenido antes que el Gobierno suele utilizar las causas más nobles para ocultar segundas intenciones que de nobles no tienen nada. En rigor, no es la libertad de expresión lo que le preocupa al Gobierno. O más exactamente, lo que de la libertad de expresión le preocupa al Gobierno es la posibilidad de que sea ejercida de modo tal que frustre su afán de ser el constructor hegemónico de la opinión pública. En otras palabras, que desafíe su relato o le dispute la construcción simbólica.
No es el hecho de que Papel Prensa SA sea propiedad de importantes medios de comunicación lo que inquieta al Gobierno, sino el carácter independiente y crítico de éstos. Si se tratara de medios afines, nada de esto estaríamos discutiendo. Pero no lo son, y ensayan todos los caminos posibles para su debilitamiento.
Aclarémoslo ya: no estamos frente a una dictadura. Quien afirme lo contrario no sabe -o se hace el que no sabe- qué es una dictadura. No debemos esperar, en consecuencia, ataques a la libertad de expresión similares a los provenientes de un régimen dictatorial. El Gobierno, en éste como en otros casos, apela a decisiones que se ubican en esa zona gris de la patología política, más propia de la devaluación o la degradación que de la supresión o la anulación. En esa zona, en definitiva, en la que la teoría política sitúa al populismo.
Un párrafo aparte merece la afirmación según la cual -incluso en este caso- entre un monopolio público y otro privado es preferible el público. En primer lugar, es necesario decir que no hay por qué optar entre estas alternativas. De hecho, el proyecto del radicalismo no las contempla y, sin embargo, preservaba la libertad de expresión de cualquier amenaza, tanto del sector público como del privado.
En segundo lugar, muchos compartirán conmigo la convicción de que siempre es más grave que el Estado amenace o cree riesgos para el ejercicio de los derechos que un particular haciendo lo mismo. Resulta innecesario detenernos a explicar las razones que respaldan esta convicción.
Otro argumento aún menos defendible que el anterior es el que parece partir del reconocimiento de las objeciones formuladas a la ley, pero pretende tranquilizarnos asegurando que el carácter progresista de este gobierno es suficiente garantía de que jamás adoptará decisión alguna que afecte negativamente la libertad de prensa, lo cual es desmentido por la realidad.
Recordemos, entre otras cosas, la relación entre medios de comunicación y el gobierno en Santa Cruz; la arbitraria asignación de la publicidad; las dificultades en el acceso a la información; el destrato, cuando no el agravio, que padecen muchos periodistas; el aliento y participación de funcionarios importantes en los «juicios populares» a la prensa; la imprudente violencia verbal utilizada para aludir a ciertos medios, y la forma en la que son utilizados los medios del Estado. Los mencionados no son sino algunos ejemplos de conductas sobre la cuales no puede edificarse la confianza en el compromiso del Gobierno con la libertad de expresión.
Afirma el dicho popular que de «los errores se aprende». A veces la expresión me resulta un tanto conformista. ¿No sería mejor aprender sin equivocarnos? Tal vez esto resulte un tanto omnipotente. Lo pongo así: ¿siempre es necesario pasar por la experiencia del error para aprender? Podría citar muchos ejemplos de conocimientos a los que podríamos haber accedido sin necesidad de pasar por la tantas veces dolorosa pedagogía del error. No quiero hacerlo para que nadie me acuse de establecer equivalencias entre situaciones inconmensurables.
Para terminar, me preocupa, por supuesto, el desdén del Gobierno por ciertos valores fundamentales de la república y la democracia, pero más me inquieta la posibilidad de que una proporción importante de argentinos responda con ingenuidad relativizando la gravedad de las desviaciones institucionales del oficialismo.
Confío en que, como decía Albert Camus, todos sepamos que la prensa con libertad puede ser buena o mala, pero que la prensa sin libertad siempre es mala. Si de los errores se aprende, deberíamos saber esto. Y tengamos en cuenta que cuando decimos que estas leyes afectan la libertad de prensa, en realidad estamos diciendo que afectan la libertad.
El autor es diputado nacional por la UCR y fue candidato presidencial por Udeso .
lo que inquieta a Ricardo es no saber que hacer,,,solo transpirar…